DE
LA PREDESTINACIÓN DE LOS SANTOS
San Agustín
ÍNDICE
CAPÍTULO 1: RESPONDE AGUSTÍN A LAS CARTAS DE PRÓSPERO E HILARIO
CAPÍTULO II: EL PRINCIPIO DE LA FE ES TAMBIÉN UN DON DE DIOS
CAPÍTULO III: CONFIESA AGUSTÍN SU ANTIGUO ERROR ACERCA DE LA
GRACIA
CAPÍTULO IV: TODO LO HEMOS RECIBIDO DE DIOS
CAPÍTULO V: LA GRACIA DIVINA ES LA QUE DA VENTAJA A LOS BUENOS
SOBRE LOS MALOS
CAPÍTULO VI: LOS CAMINOS DE DIOS SON INESCRUTABLES
CAPÍTULO VII: LA FE, FUNDAMENTO DEL EDIFICIO ESPIRITUAL
CAPÍTULO VIII: LA ENSEÑANZA DEL PADRE ES OCULTÍSIMA
CAPÍTULO IX: REIVINDIA AGUSTÍN SU DOCTRINA DEFENDIDA EN OTRO
TIEMPO
CAPÍTULO X: DIFERENCIA ENTRE LA PREDESTINACIÓN Y LA GRACIA
CAPÍTULO XI: ESTABILIDAD DE LAS PROMESAS DIVINAS
CAPÍTULO XII: QUE NADIE ES JUSTIFICADO EN VIRTUD DE LOS MÉRITOS
FUTUROS
CAPÍTULO XIII: EL BAUTISMO NO ES EFECTO DE LA PRESCIENCIA DE
LOS MÉRITOS FUTUROS
CAPÍTULO XIV: LOS PELAGIANOS, CONDENADOS POR LA ESCRITURA Y LA
TRADICIÓN
CAPÍTULO XV: JESUCRISTO, EJEMPLAR PERFECTO DE LA PREDESTINACIÓN
CAPÍTULO XVI: DOBLE VOCACIÓN DIVINA
CAPÍTULO XVII: LA VOCACIÓN PROPIA DE LOS ELEGIDOS
CAPÍTULO XVIII: DIOS NOS ESCOGIÓ PARA QUE FUÉRAMOS SANTOS E
INMACULADOS
CAPÍTULO XIX: EL PRINCIPIO DE LA FE ES TAMBIÉN OBRA DE DIOS
CAPÍTULO XX: DIOS DISPONE Y CONVIERTE LAS VOLUNTADES HUMANAS PARA
EL REINO DE LOS CIELOS Y LA VIDA ETERNA
CAPÍTULO XXI: CONCLUSIÓN
CAPÍTULO 1
RESPONDE AGUSTÍN A LAS CARTAS DE PRÓSPERO E HILARIO
1.Yo sé que el
Apóstol dijo en su Epístola a los Filipenses: A mí no me es molesto el
escribiros las mismas cosas, y para vosotros es seguro. [1] No obstante,
escribiendo sobre el mismo asunto a los Gálatas, juzgando haberlos instruido ya
suficientemente y cuanto le parecía necesario, por el ministerio de su palabra,
les dice: De aquí en adelante nadie me cause molestias; [2] o como se lee en
otros códices: Nadie me sea importuno.
Pero yo, aunque confieso que me desagrada el que no se crea lo que
se asegura en tantos y tan patentes lugares de las divinas letras acerca de la
gracia de Dios—la cual no es gracia sí se nos da conforme a nuestros méritos—,
sin embargo, no acierto a encarecer cuánto estimo vuestra solicitud, carísimos
hijos Próspero e Hilario, y esa vuestra caridad fraterna, por la cual con tanto
celo deseáis que no sigan en su error los que de aquella manera piensan que,
después de los numerosos libros y epístolas mías en que he tratado acerca de
esta cuestión, aún me pedís que escriba más acerca de ella; y siendo tanto lo
que por todo esto os estimo, no osaré afirmar que os estimo cuanto debo. Por
eso he tomado la resolución de escribiros nuevamente, para exponer, no porque
lo necesitéis vosotros, sino por mediación vuestra, lo que ya creía haber expuesto
suficientemente.
2.Habiendo,
pues, considerado con la debida reflexión vuestras cartas, me parece entender
que estos hermanos con quienes ejercitáis tan piadosa solicitud deben ser
tratados del modo que trató el Apóstol a aquellos a quienes dijo: Si otra cosa
sentís, esto también os lo revelará Dios, [3] a fin de que no acepten como
máxima aquel apotegma poético que dice: «Confíe cada uno en sí mismo», y no
incurran por él en el anatema que se dijo no poética, sino proféticamente:
Maldito sea el hombre que confía en otro hombre. [4] Porque, ciertamente, aún
están éstos a ciegas acerca del misterio de la predestinación de los santos.
Pero si es verdad que piensan de otro modo acerca de ella, Dios se lo dará a
conocer mientras caminan por el conocimiento de la fe, a que ya han llegado.
Por eso, después de decir el Apóstol: Si otra cosa sentís, esto también os lo
revelará Dios. Pero en aquello a que hemos llegado, sigamos una misma
regla, sintamos una misma cosa.
Porque ya esos hermanos nuestros, hacia quienes se muestra tan
solícita vuestra piadosa caridad, han llegado a creer, con la Iglesia de
Cristo, que todo el género humano nace sujeto a la culpa del primer Adán, de la
que nadie puede libertarse si no es por la justicia del segundo Adán. Y también
creen y confiesan que las voluntades humanas son prevenidas por la gracia
divina, concediendo que nadie por su propio esfuerzo se basta para comenzar o
consumar ninguna obra buena. Permaneciendo, por tanto, firmes en la creencia de
estas verdades que han llegado a confesar, están ya muy distantes del error de
los pelagianos. Y así, si caminaren en ellas e hicieren oración a aquel que da
el don del entendimiento, aunque acerca de la predestinación piensen de otra
suerte, Dios los iluminará también acerca de esta verdad. Pero no por eso
dejemos nosotros de ejercitar también con ellos el afecto de nuestra caridad y
el ministerio de nuestra enseñanza, conforme nos lo conceda aquel a quien hemos
pedido que nos inspire decirles en este escrito lo que para ellos fuere más
útil y conveniente. Pues ¿quién podría saber que no quiere Dios realizar en
ellos este bien por medio de nuestro ministerio, por el cual les servimos en la
libre caridad de Cristo?
***
CAPÍTULO II
EL PRINCIPIO DE LA FE ES TAMBIÉN UN DON DE DIOS
3.Demostraremos,
pues, primeramente, que la fe, por la que somos cristianos, es un don de Dios;
y lo probaremos, a ser posible, con mayor brevedad de la que hemos empleado en
tantos otros y tan abultados volúmenes. Pero, ante todo, juzgo que debo
responder a todos aquellos que afirman que los testimonios que he aducido
acerca de este misterio solamente tienen valor para probar que la fe procede de
nosotros y que únicamente el aumento de ella es debido a Dios; como si no fuese
El quien nos da la fe, sino que ésta es aumentada por El en nosotros en virtud
de algún mérito que empezó por nosotros. Mas si la fe, con que empezamos a
creer, no se debe a la gracia de Dios, sino que más bien esta gracia se nos
añade para que creamos más plena y perfectamente, por lo cual primero ofrecemos
nosotros a Dios el principio de nuestra fe, para que nos retribuya El luego lo
que de ella nos falta o cualquiera otra gracia de las que por medio de la fe
pedimos, tal doctrina no difiere en nada de la proposición que el mismo Pelagio
se vio obligado a retractar en el concilio de Palestina, conforme lo testifican
sus mismas actas, cuando dijo «que la gracia de Dios nos es dada según nuestros
méritos».
4.Mas ¿por qué
no hemos de escuchar nosotros contra esta doctrina aquellas palabras del
Apóstol: ¿O quién le dio a él primero, para que le fuese recompensado?
Porque de él, y por él, y para él son todas las cosas. [1] Porque ¿de quién,
sino de Él, puede proceder el mismo principio de la fe? Pues no se debe decir
que dé El proceden todas las demás cosas, exceptuada solamente ésta; sino que
de él, y por él, y para él son todas las cosas. ¿Quién dirá que el que ya ha
empezado a creer no tiene ningún mérito de parte de aquel en quién cree? De ahí
resultaría que al que de esta manera previamente merece, todas las demás
gracias se le añadirían como una retribución divina, y, por lo tanto, la gracia
de Dios nos sería concedida según nuestros méritos; mas para que tal
proposición no fuese condenada, la condenó ya el mismo Pelagio.
Quien quiera, pues, evitar el error de esta doctrina reprobable,
entienda con toda verdad el dicho del Apóstol: Porque a vosotros os es
concedido a causa de cristo, no sólo que creáis en él, sino también que
padezcáis por él. [2] Ambas cosas son un don de Dios, pues tanto la una como la
otra se asegura que nos son dadas. Porque no dice el Apóstol «a fin de que
creáis en El más plena y perfectamente», sino para que creáis en El. Ni dice de
sí mismo que alcanzó la misericordia para ser más creyente, sino para ser
creyente; porque sabía que él no había dado a Dios primero el principio de su
fe y después le había retribuido Dios con el aumento de ella, sino que el mismo
Dios que le hizo apóstol le había hecho antes creyente.
Consignados están también por escrito los comienzos de su vida de
creyente, cuya historia es famosísima por su lectura en toda la Iglesia. Porque
estando aún él apartado de la fe, que pretendía destruir, siendo acérrimo
enemigo de ella, de repente fue convertido a esta misma fe por una gracia
poderosísima; fue convertido por aquel que debía realizar tan estupendo
prodigio, conforme a lo que había dicho el profeta: ¿No volverás a darnos vida
para que tu pueblo en ti se regocije?; [3] para que no sólo el que no quería
creer se hiciera creyente, queriéndolo él mismo, sino también para que el mismo
perseguidor padeciera persecución por la defensa de aquella fe que antes él
mismo perseguía. Porque, ciertamente, le fue dado por Cristo no solamente el
creer en Él, sino también el padecer por Él.
5.Y así,
recomendando aquella gracia que no es dada en virtud de algún mérito anterior,
sino que es ella la causa de todos los buenos méritos, dice: No que seamos
competentes por nosotros mismos para pensar algo como de nosotros mismos, sino
que nuestra competencia viene de Dios. [4] Fijen aquí su atención y ponderen
debidamente estas palabras los que piensan que procede de nosotros el principio
de la fe, y de Dios solamente el aumento de ella.
Pues ¿quién no ve que primero es pensar que creer? Nadie, en
efecto, cree si antes no piensa que se debe creer. Y aunque a veces el
pensamiento precede de una manera tan instantánea y vertiginosa a la voluntad
de creer, y ésta le sigue tan rápidamente que parece que ambas cosas son
simultáneas, no obstante, es preciso que todo lo que se cree se crea después de
haberlo pensado. Y eso aunque el mismo acto de fe no sea otra cosa que el
pensar con el asentimiento de la voluntad. Porque no todo el que piensa cree,
como quiera que muchos piensan y, sin embargo, no creen. Pero todo el que cree,
piensa; piensa creyendo y cree pensando.
Luego si nosotros, por lo que respecta a la religión y a la piedad
–de la cual habla el Apóstol–, no somos capaces de pensar cosa alguna como de
nosotros mismos, sino que nuestra suficiencia proviene de Dios, cierto es
absolutamente que no somos tampoco capaces de creer cosa alguna como de
nosotros mismos, no siendo esto posible si no es por medio del pensamiento; sino
que nuestra competencia, aun para el comienzo de la fe, proviene de Dios. Por
tanto, así como nadie se basta a sí mismo para comenzar o consumar cualquiera
obra buena—lo cual admiten ya estos hermanos, como lo manifiestan vuestros
escritos—, así resulta que nuestra capacidad, tanto en el principio como en el
perfeccionamiento de toda obra buena, proviene de Dios; del mismo modo, nadie
se basta a sí mismo para el comienzo y perfeccionamiento en la fe, sino que
nuestra competencia proviene de Dios. Porque la fe, si lo que se cree no se
piensa, es nula y porque no somos capaces de pensar cosa alguna como de
nosotros mismos, sino que nuestra suficiencia proviene de Dios.
6.Se ha de
evitar, pues, ¡oh hermanos amados del Señor! , que el hombre se engría contra
Dios, afirmando que es capaz de obrar por sí mismo lo que ha sido una promesa
divina. ¿Por Ventura no le fue prometida a Abrahán la fe de los Gentiles, lo
cual creyó él plenamente, dando gloria a Dios, que es poderoso para obrar todo
lo que ha prometido? El, por tanto, que es poderoso para cumplir todo lo que
promete, obra también la fe de los Gentiles. Por consiguiente, si Dios es el
autor de nuestra fe obrando en nuestros corazones por modo maravilloso para que
creamos, ¿acaso se ha de temer que no sea bastante poderoso para obrar la fe
totalmente, de suerte que el hombre se arrogue de su parte el comienzo de la fe
para merecer solamente el aumento de ella de parte de Dios?
Tened muy en cuenta que si alguna cosa se obra en nosotros de tal
manera que la gracia de Dios nos sea dada por nuestros méritos, tal gracia ya
no sería gracia. Pues en tal concepto, lo que se da no se da gratuitamente,
sino que se retribuye como una cosa debida, ya que al que cree le es debido el
que Dios le aumente la fe, y de este modo la fe aumentada no es más que un
salario de la fe comenzada. No se advierte, cuando tal cosa se afirma, que esa
donación no se imputa a los que creen como una gracia, sino como una deuda.
Mas si el hombre puede adquirir lo que no tenía, de tal suerte que
puede aumentar también lo que adquirió, no alcanzo a comprender por qué no se
ha de atribuir al hombre todo el mérito de la fe sino porque no es posible
tergiversar los evidentísimos testimonios divinos, según los cuales está
patente que la fe, en la cual tiene su principio la piedad, es un don de Dios;
como lo declara el testimonio en que se dice que Dios ha repartido a cada cual
la medida de la fe. [5] Y aquel otro: Paz sea a los hermanos y amor con fe de
Dios Padre y del Señor Jesucristo. [6] Y así otros semejantes. No queriendo,
pues, por otra parte, oponerse a tan evidentes testimonios y queriendo, por
otra, adjudicarse a sí propio el mérito de creer, trata el hombre de
conciliarse con Dios atribuyéndose a sí mismo una parte de la fe y dejando la
otra para Dios; pero tan insolentemente, que se adjudica a sí mismo la primera,
concediendo a Dios la segunda, y así en lo que afirma ser de ambos, se coloca a
sí mismo en primer lugar, y a Dios en segundo término.
CAPÍTULO III
CONFIESA AGUSTÍN SU ANTIGUO ERROR ACERCA DE LA GRACIA
7.No sentía
así aquel humilde y piadoso Doctor—me refiero al muy bienaventurado San
Cipriano cuando decía: «En ninguna cosa debemos gloriamos, porque ninguna cosa
es nuestra». Para demostración de lo cual alegó el testimonio del Apóstol, que
dice: Qué tienes que no hayas recibido? Y si lo recibiste, ¿por qué te
glorías como si no lo recibido? [1] Por cuyo testimonio singularmente yo mismo
me persuadí del error en que me encontraba, semejante al de estos hermanos,
juzgando que la fe, por la cual creemos en Dios, no era un don divino, sino que
procedía de nosotros, como una conquista nuestra mediante la cual alcanzábamos
los demás dones divinos por los que vivimos sobria, recta y piadosamente en
este mundo.
No consideraba que la fe fuera prevenida por la gracia, de suerte
que por ésta nos fuese otorgado todo lo que convenientemente pedimos, sino en
cuanto que no podríamos creer sin la predicación previa de la verdad; mas en
cuanto al asentimiento o creencia en ella, una vez anunciado el Evangelio,
juzgaba yo que era obra nuestra y mérito que procedía de nosotros. Este error
mío está bastante manifiesto en algunos opúsculos que escribí antes de mi
episcopado. Entre los cuales se halla el que citáis vosotros en vuestras
cartas, en la cual hice una exposición de algunas sentencias de la Epístola a
los Romanos.
Pero habiendo revisado últimamente todos mis escritos para
retractarme de mis errores, y haciendo esta retractación, de cuya obra ya tenía
concluidos los dos volúmenes, cuando yo recibí vuestros escritos más extensos,
al censurar aquel opúsculo en el primero de dichos volúmenes, he aquí el modo
en que me expresé: «Y disputando también sobre lo que Dios podría elegir en el
que aún no había nacido, al cual dijo que serviría el mayor, y del mismo modo,
qué podría reprobar en el mayor, cuando tampoco había nacido—a los cuales hace
referencia, aunque escrito mucho más tarde, este testimonio de un profeta: A
Jacob amé, mas a Esaú aborrecí [2]—, llegué en mis razonamientos hasta afirmar
lo siguiente: «No eligió Dios, por tanto, las obras que El mismo había de
realizar en cada uno según su presciencia, sino la fe, de modo que conociendo
por su presciencia al que había de creer, a éste escogió, al cual donaría su
Santo Espíritu para que por medio de las buenas obras consiguiese la vida
eterna».
Aún no había yo inquirido con toda diligencia ni averiguado en qué
consiste la elección de la gracia, de la cual dice el Apóstol: Así también aun
en este tiempo ha quedado un remanente escogido por gracia. [3] La cual
ciertamente no sería gracia si le precediera algún mérito; pues lo que se da no
como gracia, sino como deuda, más bien que donación es retribución de algún
merecimiento. Por consiguiente, lo que dije a continuación: Pues dice el mismo
Apóstol Dios que hace todas las cosas en todos, es el mismo, [4] siendo así que
nunca se ha dicho: «Dios cree todas las cosas en todos», y lo que después
añadí: «Luego lo que creemos es mérito nuestro, mas el obrar bien es de aquel
que da el Espíritu Santo a los que creen», de ninguna manera lo hubiera yo
dicho si ya entonces hubiera sabido que también la fe es uno de los dones de
Dios que nos son dados por el Espíritu Santo. Ambas cosas las realizamos
nosotros por el consentimiento del libre albedrío; y ambas cosas, no obstante,
nos son dadas también por el Espíritu de fe y de caridad. Pues no solamente la
caridad, sino, como esté escrito, amor con fe de Dios Padre y del Señor
Jesucristo. [5] También lo que afirmé poco más adelante: «que nuestro es el
creer y el querer, mas de Dios el dar a los que creen y quieren el poder obrar
bien por el Espíritu Santo, por quien la caridad ha sido derramada en nuestros
corazones»; esto ciertamente es verdadero; pero, según la misma norma, ambas
cosas provienen de Dios, porque El dispone la voluntad, y ambas cosas son
nuestras, porque no se realizan sin nuestro consentimiento. Y así lo que
también dije después: «Que ni el querer podemos, si no somos llamados; y
cuando, después de ser llamados, hubiéremos dado nuestro consentimiento, aun
entonces, no basta nuestro querer ni nuestro caminar si Dios no concede sus
auxilios a los que caminan, conduciéndolos a donde los llama»; y lo que añadí finalmente:
«Esté manifiesto, por tanto, que no del que quiere ni del que corre, sino de
Dios, que tiene misericordia, proviene el que podamos obrar bien»; todo esto es
absolutamente verdadero.
Mas acerca de la vocación o llamamiento, que es conforme al designio
divino, diserté con mucha brevedad. Porque no es tal el llamamiento que se hace
de todos, sino solamente el de los elegidos. De aquí lo que afirmé poco
después: «Así como en los que Dios elige no son las obras, sino la fe, el
principio del mérito, para que por el don de Dios se pueda obrar el bien, así
en los que condena, la incredulidad y la impiedad son el principio del
merecimiento del castigo, para que este mismo castigo sea causa de que ejecuten
el mal». Mucha verdad dije en todo esto; pero que el mismo merecimiento de la
fe fuese también un don de Dios, esto ni lo dije ni juzgué por entonces que
debía investigarse.
También aseguré en otro lugar: El hace obrar el bien a aquel de
quien tiene misericordia y abandona en el mal a aquel a quien resiste. Pero
tanto aquella misericordia se atribuye al mérito precedente de la fe como este
endurecimiento a la precedente iniquidad. Lo cual es indudablemente verdadero.
Pero aún debía investigarse si también el merecimiento de la fe proviene de la
misericordia de Dios, esto es, si esta misericordia se verifica en el hombre
porque cree o cree por que se efectúa antes en él esta misericordia. Pues
leemos lo que nos dice el Apóstol: He alcanzado misericordia del Señor para ser
fiel; [6] no dice porque era fiel. Al que es fiel se concede, por tanto, esta
misericordia, pero también se le concede para que sea fiel. Y así, con toda
exactitud afirmé en otro lugar del mismo libro: «Porque si no es por las obras,
sino por la misericordia de Dios, como somos llamados a la fe y por la que se
nos concede a los creyentes el obrar bien, tal misericordia no debe rehusarse a
los mismos Gentiles, si bien es cierto que no apliqué allí toda mi diligencia
para estudiar cómo se verifica ese llamamiento en conformidad con los designios
de Dios».
***
CAPÍTULO IV
TODO LO HEMOS RECIBIDO DE DIOS
8.Ya veis lo
que en aquel tiempo pensaba acerca de la fe y de las buenas obras, aunque mi
esfuerzo se dirigía a recomendar la gracia de Dios. La misma doctrina veo que
profesan ahora esos hermanos nuestros, quienes, habiéndose interesado por la
lectura de mis libros, no se han interesado tanto en sacar de ellos conmigo el
fruto conveniente. Porque, si lo hubiesen procurado, hubieran hallado resuelta
esta cuestión, conforme a la verdad de las divinas Escrituras, en el primero de
los dos libros que, en el comienzo de mi episcopado, dediqué a la feliz memoria
de Simpliciano, obispo de Milán y sucesor de San Ambrosio. A no ser que, por
caso, no los hayan visto; si así es, procurad que lleguen a sus manos para que
los conozcan.
Del primero de estos libros he hablado primeramente en el segundo
de las Retractaciones, donde me expreso de la siguiente forma: «De los libros
que compuse siendo ya obispo, los dos primeros, que tratan acerca de diversas
cuestiones, están dedicados a Simpliciano, prelado de la Iglesia milanesa, en
cuya sede sucedió al muy bienaventurado San Ambrosio. Dos de cuyas cuestiones,
tomadas de la Epístola del apóstol San Pablo a los Romanos, las comenté en el
primer libro. La primera de ellas trata sobre lo que escribió el Apóstol: ¿Qué
diremos, pues? ¿La ley es pecado? En ninguna manera, hasta donde dice:
¿Quién me libertará de este cuerpo de muerte? Gracias doy a Dios por Jesucristo
Señor nuestro. [1] Sobre cuya cuestión estas palabras del Apóstol: La ley
es espiritual, mas yo soy carnal, [2] y las restantes, en que se declara la
lucha de la carne contra el espíritu, las expuse como si aun se tratara del
hombre constituido bajo el yugo de la ley y no libertado por la gracia. Pues
fue mucho más tarde cuando comprendí que tales palabras pudieran también
referirse—y con mayor probabilidad—al hombre espiritual.
La segunda cuestión de este primer libro comprende
desde aquel pasaje donde dice: Y no sólo esto, sino también cuando Rebeca
concibió de uno, de Isaac nuestro padre, [3] hasta donde dice: Si el Señor de
los ejércitos no nos hubiera dejado descendencia, como Sodoma habríamos venido
a ser, y a Gomorra seríamos semejantes. Para resolver esta cuestión se ha
trabajado, en efecto, por el triunfo del libre albedrío de la voluntad humana;
pero es indudable que venció la gracia de Dios. Y no podía llegarse a otra
conclusión, entendiendo bien lo que con toda verdad y evidencia afirma el
Apóstol: Porque ¿quién te distingue? ¿o qué tienes que no hayas recibido? Y si
lo recibiste, ¿por qué te glorías como si no lo hubieras recibido? [4]
declarando lo cual, el mártir Cipriano lo expresó cabalmente con este mismo
título, diciendo: «En ninguna cosa debemos gloriamos, porque ninguna cosa es
nuestra». Ved aquí por qué dije más arriba que principalmente por este
testimonio del Apóstol me había convencido yo mismo acerca de esta materia,
sobre la cual pensaba de manera tan distinta, inspirándome el Señor la solución
cuando, como he dicho, escribía al obispo Simpliciano. Porque este testimonio
del Apóstol, en que, para refrenar la soberbia del hombre, se dice: ¿qué tienes
que no hayas recibido? no permite a ningún creyente decir: «Yo tengo fe y no la
he recibido de nadie». Pues con estas palabras del Apóstol sería totalmente
abatida la hinchazón de semejante respuesta. Ni tampoco le es lícito a nadie
decir: «Aunque no tenga la fe perfecta o total, tengo, no obstante, el
principio de ella, por el cual primeramente creí en Jesucristo» Porque también
aquí le será respondido: ¿o qué tienes que no hayas recibido? Y si lo
recibiste, ¿por qué te glorías como si no lo hubieras recibido?
***
CAPÍTULO V
LA GRACIA DIVINA ES LA QUE DA VENTAJA A LOS BUENOS SOBRE LOS MALOS
9.Mas lo que
esos hermanos piensan, esto es, «que acerca de la fe inicial no puede decirse:
¿qué tienes que no hayas recibido?», porque esta fe se conserva aún en la misma
naturaleza, que se nos dio sana y perfecta en el paraíso, aunque ahora está
viciada, no tiene valor alguno para lo que pretenden demostrar, si se considera
la razón por la que habla el Apóstol. Porque trataba él de que nadie se
gloriase en el hombre, pues habían surgido algunas reyertas entre los
cristianos de Corinto, de suerte que algunos decían: «Yo soy de Pablo; y yo de
Apolos; y yo de Cefas; y yo de Cristo [1]»; de aquí que él interviniera y
viniese a decir: Sino que lo necio del mundo escogió Dios, para avergonzar a
los sabios; y lo débil del mundo escogió Dios, para avergonzar a lo fuerte; y
lo vil del mundo y lo menospreciado escogió Dios, y lo que no es, para deshacer
lo que es, a fin de que nadie se jacte en su presencia. [2] Donde claramente
aparece la intención del Apóstol contra la humana soberbia, a fin de que nadie
se gloríe en el hombre ni, por ende, en sí mismo.
Finalmente, después de decir: a fin de que nadie se jacte en su
presencia, para demostrar en lo que debe gloriarse el hombre, añadió a
continuación: Mas por él estáis vosotros en Cristo Jesús, el cual nos ha sido
hecho por Dios sabiduría, justificación, santificación y redención. De aquí es
que luego lleve su intento hasta decir con severa reprensión: Porque aún sois
carnales; pues habiendo entre vosotros celos, contiendas y disensiones, ¿no
sois carnales, y andáis como hombres? Porque diciendo el uno: Yo
ciertamente soy de Pablo; y el otro: Yo soy de Apolos, ¿no sois carnales? ¿Qué,
pues, es Pablo, y qué es Apolos? Servidores por medio de los cuales
habéis creído; y eso según lo que a cada uno concedió el Señor. Yo planté,
Apolos regó; pero el crecimiento lo ha dado Dios. Así que ni el que
planta es algo, ni el que riega, sino Dios, que da el crecimiento. [3] Veis
aquí cómo el Apóstol no pretende otra cosa sino que se humille el hombre y sea
glorificado Dios solamente. Y cuando habla de lo que se planta y de lo que se
riega, no dice que el que planta y el que riega sean algo, sino quien da el
crecimiento, que es Dios, y hasta lo mismo que el uno planta y el otro riega no
se lo atribuye a ellos, sino al Señor, diciendo: Yo planté, Apolos regó; pero
el crecimiento lo ha dado Dios.
Por eso, insistiendo en el mismo propósito, llegó a decir: Así
que, ninguno se gloríe en los hombres. [4] Ya antes había dicho: El que se
gloría, gloríese en el Señor. [5] Después de cuyas palabras y de otras que con
ellas se relacionan, a este mismo fin se dirige su intención, diciendo: Pero
esto, hermanos, lo he presentado como ejemplo en mí y en Apolos por amor de
vosotros, para que en nosotros aprendáis a no pensar más de lo que está escrito,
no sea que por causa de uno, os envanezcáis unos contra otros. Porque
¿quién te distingue? ¿o qué tienes que no hayas recibido? Y si lo recibiste,
¿por qué te glorías como si no lo hubieras recibido? [6]
10.Ahora bien:
sería del todo absurdo—a lo que yo entiendo—suponer que en este clarísimo
propósito del Apóstol, por el que se combate la humana soberbia, a fin de que
nadie se gloríe en el hombre, sino en el Señor, se insinúan los dones divinos
meramente naturales, bien se entienda aquella naturaleza cabal y perfecta que
fue dada al hombre en su primitivo estado o bien cualquier otro vestigio de
esta naturaleza viciada. Pues ¿por ventura se juzgan más aventajados los
hombres unos a otros por estos dones nativos, que a todos son comunes? Ya
antes, aquí había dicho el Apóstol: Porque ¿quién te distingue?; y luego
añadió: ¿o qué tienes que no hayas recibido? Podría, en efecto, algún hombre
hinchado decir contra otro: «Me da ventaja mi fe», «Me da ventaja mi justicia»;
o cualquiera otra cosa semejante. Pero saliendo el santo Doctor al paso de tan
hinchados pensamientos, «¿qué es lo que tú tienes—dice—que no lo hayas
recibido? ¿Y de quién lo has recibido sino de aquel que te da ventaja sobre el
otro, a quien no concedió el don que a ti te ha concedido? Si, pues, todo lo
que tienes—añade—lo has recibido, ¿de qué te jactas como si no lo hubieras
recibido?» ¿Acaso, pregunto, pretende el Apóstol otra cosa sino que quien se
gloría, se gloríe en el Señor? Mas nada tan opuesto a este propósito como el
gloriarse alguno de sus méritos, como si se los hubiera granjeado él a sí mismo
y no la gracia de Dios; aquella gracia—digo—por la que los buenos aventajan a
los malos, no la gracia natural, que es común a buenos y malos.
Adjudíquese, enhorabuena, a la naturaleza esa gracia, por la cual
somos animales racionales y que nos da ventaja sobre los brutos; y adjudíquese
también a la naturaleza esa gracia, por la cual los tipos hermosos se aventajan
a los deformes; los hombres de agudo entendimiento, a los de entendimiento tardo,
y así otras cualidades semejantes; mas aquel que era recriminado por el Apóstol
no se engreía ciertamente contra ningún irracional ni contra otro hombre por
causa de alguna gracia natural que en él pudiera existir, aunque fuese de
ínfimo valor; sino que se hinchaba vanamente, no atribuyendo a Dios alguno de
los dones pertenecientes a la vida santa, siendo entonces cuando mereció
escuchar esta reprensión: Porque ¿quién te distingue? ¿o qué tienes que no
hayas recibido?
Y aunque sea un don de la naturaleza el poder tener la fe, ¿acaso
lo es también el tenerla? Porque no es de todos la fe, [7] siendo así que es
propio de todos el poder tenerla. Porque no dice el Apóstol: «¿Qué cosa puedes
tú tener que no hayas recibido el poder tenerla?», sino que dice: ¿qué tienes
que no hayas recibido? Por tanto, el poder tener la fe, como el poder
tener la caridad, es propio de la naturaleza del hombre; mas el tener la fe,
del mismo modo que el tener la caridad, sólo es propio de la gracia en los que
creen. Y así, la naturaleza, en la que nos fue dada la capacidad de tener la
fe, no da ventaja a un hombre sobre otro, mas la fe da ventaja al creyente
sobre el incrédulo. Y por eso, cuando se dice: ¿quién te distingue? ¿o qué
tienes que no hayas recibido?, ¿quién osará decir: «Yo tengo la fe por mis
propios méritos y no la he recibido de nadie?» Éste tal contradiría por
completo a esta verdad evidentísima, no porque el creer o el no creer no
pertenezca al albedrío de la voluntad humana, sino porque la voluntad humana es
preparada por el Señor en los elegidos. Y, por tanto, a la esfera de la fe, que
reside en la voluntad, corresponde también lo que dice el Apóstol: Porque
¿quién te distingue? ¿o qué tienes que no hayas recibido?
***
CAPITULO VI
LOS CAMINOS DE DIOS SON INESCRUTABLES
11.«Muchos son
los que oyen la voz de la verdad, pero unos la creen y otros la contradicen.
Luego unos quieren creer, mas los otros no quieren». ¿Quién es el que esto
ignora? ¿Quién el que lo puede negar? Pero como el Señor es quien prepara
la voluntad en los unos y en los otros no, debe distinguirse muy bien qué es lo
que proviene de su misericordia y qué de su justicia. He aquí que dice el
Apóstol: Lo que buscaba Israel, no lo ha alcanzado; pero los escogidos sí lo
han alcanzado, y los demás fueron endurecidos; como está escrito: Dios les dio
espíritu de estupor, ojos con que no vean y oídos con que no oigan, hasta el
día de hoy. David dice también: Sea vuelto su convite en trampa y en
red, en tropezadero y en retribución; sean oscurecidos sus ojos para que no
vean, y agóbiales la espalda para. [1]
He aquí patentes la misericordia y el juicio de Dios; la
misericordia en la elección, que logró alcanzar la justicia; el juicio, en
cambio, en los que fueron endurecidos en su ceguera. Y no obstante, aquellos,
porque quisieron, creyeron; éstos, porque no quisieron, no creyeron. La
misericordia y la justicia se han verificado en las mismas voluntades. Esta
elección es, pues, obra de la gracia, no ciertamente de los propios méritos. Ya
antes el Apóstol había dicho: Así también en este tiempo ha quedado un
remanente escogido por gracia. Y si por gracia ya no es por obras; de
otra manera la gracia ya no es gracia. [2] Gratuitamente, por tanto, han
conseguido la elección los que la han conseguido, no precediendo ningún mérito
de ellos, de suerte que dieran antes alguna cosa por la que les fuese
retribuida; gratuitamente los hizo salvos. Los otros, en cambio, que se
endurecieron en su ceguera lo que allí mismo no se oculta—, fueron reprobados
en castigo de su contumacia. Todas las sendas de Jehová son misericordia y
verdad. [3] Pero inescrutables sus caminos. [4] Por tanto, inescrutables son
también la misericordia, por la cual gratuitamente salva, y la verdad, por la
que justamente condena.
***
CAPÍTULO VII
LA FE, FUNDAMENTO DEL EDIFICIO ESPIRITUAL
12.Pero por
ventura nos argüirán: «El Apóstol hace distinción entre la fe y las obras, pues
afirma que la gracia no procede de las obras, pero no dice que no proceda de la
fe». Así es en verdad; pero el mismo Jesucristo asegura que la fe es también
obra de Dios, y nos la exige para obrar meritoriamente. Le dijeron, pues, los
Judíos: Entonces le dijeron: ¿Qué debemos hacer para poner en práctica las
obras de Dios? Respondió Jesús y les dijo: Esta es la obra de Dios, que
creáis en el que él ha enviado. [1] De esta manera distingue el apóstol la fe
de las obras, así como se distinguen los dos reinos de los Hebreos, el de Judá
y el de Israel, a pesar de que Judá es Israel. Del mismo modo, por la fe
asegura que se justifica el hombre y no por las obras, porque aquélla es la que
se nos da primeramente, y por medio de ella alcanzamos los demás dones, que son
principalmente las buenas obras, por las cuales vivimos justamente. Porque dice
también el apóstol: Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no
de vosotros, pues es don de Dios; [2] esto es, y lo que dije: «por medio de la
fe», no es por vosotros, porque la fe es también un don de Dios. No por obras,
para que nadie se gloríe.
Porque suele decirse: «Tal hombre mereció creer, porque era un
varón justo aun antes de que creyere». Como puede decirse de Cornelio, cuyas
limosnas fueron aceptadas y sus oraciones oídas antes de que creyera en Cristo;
sin embargo, no sin alguna fe daba limosna y hacía su oración. Porque ¿cómo
podía invocar a aquel en quien no había creído? Mas si hubiera podido salvarse
sin la fe de Cristo, no le hubiera sido enviado como pedagogo, para instruirle,
el apóstol Pedro, puesto que si Jehová no edificare la casa, en vano
trabajan los que la edifican. [3]
Y he aquí lo que se nos arguye a nosotros: «La fe—dicen—es obra
nuestra, y de Dios todo lo demás que atañe a las obras de la justicia», como si
al edificio de la justicia no perteneciera la fe; como si al edificio—diré
mejor—no perteneciera el fundamento. Mas si, ante todo y principalmente, el
fundamento pertenece al edificio, en vano trabaja predicando el que edifica la
fe si el Señor no la edifica interiormente en el alma por medio de su
misericordia. Luego se debe concluir que cuantas obras realizó Cornelio antes
de creer, cuando creyó y después de creer, todo ello se ha de atribuir a Dios,
a fin de que nadie se gloríe.
***
CAPÍTULO VIII
LA ENSEÑANZA DEL PADRE ES OCULTÍSIMA
13.Por eso el
mismo Jesucristo, único Maestro y Señor de todos, después de haber dicho lo que
antes recordé: Esta es la obra de Dios, que creáis en el que él ha enviado,
añadió en el mismo discurso: Mas os he dicho que aunque me habéis visto (obrar
milagros), no creéis. Todo lo que el padre me da,. [1] ¿Qué quiere decir
vendrá a mí sino creerán en mí? Mas el que esto se efectúe es el Padre quien lo
concede. Y así dice poco más adelante: No murmuréis entre vosotros.
Ninguno puede venir a mí, si el Padre que me envió no le trajere; y yo le
resucitaré en el día postrero. Escrito está en los profetas: Y
serán todos enseñados por Dios. Así que todo aquel que oyó al Padre, y
aprendió de él, viene a mí. [2] ¿Qué significa todo aquel que oyó al
Padre, y aprendió de él, viene a mí sino que «ninguno hay que escuche al Padre
y aprenda su doctrina que no venga a mí?» Porque si cualquiera que ha escuchado
al Padre y aprendido su doctrina viene, luego el que no viene no ha escuchado
al Padre ni aprendido su doctrina. Porque si le hubiese escuchado y la hubiera
aprendido, vendría. Pues ninguno le escuchó y aprendió de El que no viniese,
sino que—como dice la misma Verdad—todo significa todo aquel que oyó al
Padre, y aprendió de él, viene.
Ciertamente está muy lejos de los sentidos corporales esta
disciplina o escuela en que el Padre enseña y es escuchado para que se venga al
Hijo. Allí está, además, el mismo Hijo, puesto que es su Verbo, por quien de
esta manera enseña; lo cual no hace por medio de los oídos del cuerpo, sino del
alma. Y está también allí juntamente el Espíritu del Padre y del Hijo, pues
este mismo Espíritu no deja tampoco de enseñar ni enseña separadamente. Porque
sabemos que son inseparables las obras de la Trinidad. El es, en verdad, el
Espíritu Santo, de quien dice el Apóstol: teniendo el mismo Espíritu de fe. [3]
Pero se atribuye principalmente al Padre esta enseñanza, porque de Él es
engendrado el Unigénito y de Él procede el Espíritu Santo; mas sería prolijo
dilucidar esto aquí más ampliamente, y creo, por otra parte, que habrá llegado
ya a vuestras manos mi obra en quince libros acerca de la Santísima Trinidad.
Muy lejos está—repito—de los sentidos corporales esta escuela, en
la que Dios enseña y es escuchado. Nosotros vemos que muchos vienen al Hijo,
puesto que vemos que muchos creen en Jesucristo, pero no vemos cómo ni dónde
hayan escuchado al Padre y aprendido de Él. Esta es, ciertamente, una gracia
secretísima; pero que tal gracia existe, ¿quién lo podrá poner en duda? Esta
gracia, en efecto, que ocultamente es infundida por la divina liberalidad en
los corazones humanos no hay corazón, por duro que sea, que la rechace. Pues en
tanto es concedida en cuanto que destruye, ante todo, la pertinacia del
corazón. Por eso, cuando el Padre enseña y es escuchado interiormente para que
se venga al Hijo, destruye el corazón lapídeo y le convierte en compasivo y
tierno, conforme lo prometió por la predicación del profeta. [4] Así es
ciertamente cómo forma a los hijos de la promesa y labra los vasos de
misericordia, que preparó para gloria suya.
14.¿Por qué, pues, no enseña a todos para que vengan a Jesucristo
sino porque a los que enseña, por su misericordia les enseña, y a los que no
enseña, por su justicia no les enseña? Así, pues, de quien quiere, tiene
misericordia, y al que quiere endurecer, endurece. [5] Pero se compadece,
prodigando beneficios, y endurece, como retribución de los vicios, O si, por
ventura, estas palabras, como algunos han querido más bien interpretar, se refiriesen
solamente a aquel con quien habla el Apóstol, diciéndole: Pero me dirás...,
para que se entendiese que era él quien había dicho: De manera que de quien
quiere, tiene misericordia, y al que quiere endurecer, endurece, del
mismo modo que lo que sigue, a saber: ¿Por qué, pues, inculpa? Porque ¿quién ha
resistido a su voluntad?, ¿acaso a esto respondió el Apóstol: «¡OH hombre! ,
falso es lo que has dicho»? No, sino que respondió: Mas antes, oh hombre,
¿quién eres tú, para que alterques con Dios? ¿Dirá el vaso de barro al que lo
formó: ¿Por qué me has hecho así? ¿O no tiene potestad el alfarero sobre
el barro, para hacer de la misma masa un vaso de honra y otro para deshonra?
[6] , con lo demás que sigue y que vosotros conocéis perfectamente.
No obstante, el Padre enseña en cierto modo a todos para que
vengan a su Hijo. Pues no está escrito vanamente en los profetas: Y todos serán
enseñados por Dios. [7] Y después de haber aducido este testimonio, se añade
seguidamente: Así que, todo aquel que oyó al Padre, y aprendió de él, viene a
mí. [8] Porque así como de un maestro que enseña solo en una ciudad decimos con
entera verdad: «Este es el que enseña aquí a todos», no porque todos vengan a
aprender con él, sino porque ninguno de los que allí aprenden aprende si no es
de él, del mismo modo, con toda razón decimos que Dios enseña a todos que
vengan a Jesucristo no porque todos vengan, sino porque nadie puede venir de
otra manera.
Mas en cuanto al porqué no enseña Dios a todos, nos declaró ya el
Apóstol lo que le pareció suficiente: porque queriendo mostrar su ira y hacer
notorio su poder, soportó con mucha paciencia los vasos de ira preparados para
destrucción, y para hacer notorias las riquezas de su gloria, las mostró para
con los vasos de misericordia que él preparó de antemano para gloria. [9] Por
eso, la palabra de la cruz es locura a los que se pierden; pero a los que se
salvan, esto es, a nosotros, es poder de Dios. [10] Y estos solos son todos a
los que Dios enseña para que vengan a Cristo, estos solos los que quiere que se
hagan salvos y que vengan al conocimiento de la verdad. Pues si hubiera
querido enseñar también, para que viniesen a Cristo, a todos aquellos otros que
tienen por insensatez la predicación de la cruz, sin duda alguna que ellos también
vendrían. Porque no puede engañarse ni engañar el que dice: todo aquel que oyó
al Padre, y aprendió de él, viene a mí. Ni pensar, por consiguiente, que deje
de venir alguno que haya escuchado al Padre y aprendido su doctrina.
15.«Y ¿por
qué—preguntan—no enseña a todos?» Si decimos que aquellos a quienes no enseña
no quieren aprender, se nos replicará: «¿Cómo se cumple entonces lo que se dice
en el Salmo: ¿No volverás a darnos vida para que tu pueblo en ti se
regocije? O si es que Dios no da el querer a los que no quieren, ¿con qué
fin, según el precepto del mismo Señor, ora la Iglesia por sus perseguidores?
Pues así también le plugo a San Cipriano interpretar lo que decimos en el
padrenuestro: Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra;
[11] es decir, así como se cumple tu voluntad en aquellos que ya han creído, y
que son como el cielo, así también se haga en aquellos que no creen, por lo
cual son todavía tierra. Pues ¿por qué pedimos por los que no quieren creer
sino para que Dios obre en ellos el querer?
Acerca de los Judíos, dice claramente el Apóstol: Hermanos,
ciertamente el anhelo de mi corazón, y mi oración a Dios por Israel, es para
salvación. [12] ¿Qué es lo que pide por los que no creen sino que crean? Pues
no de otro modo pueden conseguir la salvación. Por tanto, si la fe de los que
oran es la que dispone para la gracia de Dios, ¿cómo la fe de aquellos por
quienes se pide que crean podría prevenir a dicha gracia? Cuando lo que se pide
por ellos es precisamente esto: que les sea concedida la fe que no tienen.
Por eso, cuando se predica el Evangelio, unos creen y otros no
creen; porque los que creen, cuando suenan exteriormente las palabras del
predicador, escuchan interiormente la voz del Padre y aprenden de Él; mas los que
no creen, aunque oyen exteriormente, no escuchan ni aprenden interiormente; es
decir , a unos se les concede el creer y a los otros no se les concede.
Ninguno—dice—puede venir a mí si el Padre, que me envió, no le trajere. [13] Lo
cual más claramente se dice después. Porque hablando un poco más adelante de
dar a comer su carne y a beber su sangre, y como algunos de sus discípulos
dijesen: Dura es esta palabra; ¿quién la puede oír? Sabiendo Jesús
en sí mismo que sus discípulos murmuraban de esto, les dijo: ¿Esto os ofende?
[14] Y poco después añade: Las palabras que yo os he hablado son espíritu y son
vida. Pero hay algunos de vosotros que no creen. Porque Jesús
sabía—agrega a continuación el evangelista—desde el principio quienes eran los
que no creían, y quien le había de entregar. Y dijo: por eso os he dicho
que ninguno puede venir a mí, si no le fuere dado del Padre. Luego ser atraído
por el Padre, escucharle y aprender de Él para venir a Cristo no es otra cosa
que recibir del Padre el don de la fe para creer en Cristo. Y así, el que dijo:
Ninguno puede venir a mí, si el Padre que me envió no le trajere, no distinguió
a los que escuchaban de los que no escuchaban, sino a los que creían de los que
no creían.
16.Por
consiguiente, tanto la fe inicial como la consumada o perfecta son un don de
Dios. Y así, quien no quiera contradecir a los evidentísimos testimonios de las
divinas letras, de ninguna manera puede dudar que este don es concedido a unos
y negado a otros. Mas por qué no se concede a todos, es cuestión que no debe
inquietar a quien cree que por un solo hombre incurrieron todos en una
condenación indiscutiblemente justísima; de suerte que ninguna acusación contra
Dios sería justa aun cuando ninguno fuera libertado. Así consta cuán inmensa es
la gracia de que sean libertados muchísimos; y qué es lo que a éstos se les
debería, ellos mismos lo pueden reconocer en los que no son libertados; a fin
de que quien se gloría, no se gloríe en sus propios méritos, viendo que éstos
de por sí son iguales a los de los mismos condenados, sino que se gloríe en el
Señor.
Mas ¿por qué salva a uno con preferencia a otro? ¡Insondables son
los juicios de Dios e inescrutables sus caminos! Mejor nos será escuchar y
decir aquí la palabra del Apóstol: Mas antes, oh hombre, ¿quién eres tú, para
que alterques con Dios?, [15] que no lo que nosotros solemos asegurar como si
supiéramos lo que quiso que permaneciese oculto el que no pudo querer ninguna
cosa injusta.
***
REIVINDIA AGUSTÍN SU DOCTRINA DEFENDIDA EN OTRO TIEMPO
17.Respecto a
lo que me recordáis que yo escribí en mi opúsculo contra Porfirio, intitulado
Sobre el tiempo de la religión cristiana, lo dije precisamente con el propósito
de omitir allí una más diligente y trabajosa discusión acerca de la gracia,
aunque sin dejar de indicar su verdadera significación, porque no quería
exponer en aquella obra lo que podría exponer en otras circunstancias o ser
expuesto por otros escritores. Y así, respondiendo a esta cuestión, que se me
había propuesto: «¿Por qué Jesucristo vino al mundo después de pasados tantos
siglos?», afirmé entonces entre otras cosas: «Por tanto, ya que no se objeta
contra Cristo el que no todos los hombres sigan su doctrina—pues ellos mismos
comprenden que tampoco se argüiría legítimamente de esta manera contra la
sabiduría de los filósofos ni contra la revelación de sus dioses—; mas ¿qué
podrán responderme, si, dejando a salvo la profundidad de la sabiduría y
ciencia de Dios, en la que tal vez se oculta algún otro designio más secreto, y
sin perjuicio, no obstante, de otras causas, que pueden investigar los sabios,
yo les dijere aquí solamente, en gracia a la brevedad en la presente cuestión,
que Jesucristo entonces quiso y se dignó manifestarse a los hombres y
predicarles su doctrina cuando sabía y donde sabía quiénes eran los que habían
de creer en El? Pues en todos aquellos tiempos y lugares en que no fue
predicado el Evangelio conocía por su presciencia que, respecto a la
predicación de su doctrina, habían de ser los hombres como en los días de su presencia
corporal en la tierra lo fueron, no ciertamente todos, pero sí muchos, que no
quisieron creer en El, a pesar de haberle visto resucitar los muertos, y como
vemos también que son ahora muchos, quienes, a pesar de cumplirse con tanta
evidencia las predicciones de los profetas, no quieren creer aún, prefiriendo
con refinada malicia resistir a Dios antes que ceder a la divina autoridad, tan
cerca y tan evidente, tan sublime y tan sublimemente manifestada cuanto el
corto y débil entendimiento humano debería con más razón rendirse a la verdad
divina. ¿Qué tiene, pues, de extraño que Cristo. no quisiera manifestarse ni
ser predicado en los primitivos tiempos del mundo, conociendo como conocía por
su presciencia que todo el orbe de la tierra estaba habitado por tantos
infieles, que ni por las predicaciones ni por los milagros habían de creer en
El? Ni tiene nada de increíble que todos los hombres fueran entonces tan
incrédulos, cuando nosotros mismos nos asombramos de ver que lo han sido y lo
siguen siendo igualmente desde la venida de Cristo hasta nuestros días.
No obstante, desde el principio del género humano, unas veces de
una manera más oculta y otras más clara, según que fue divinamente previsto
conforme a la conveniencia de los tiempos, nunca dejó Dios de enviar sus
profetas ni faltaron en el mundo quienes creyeran en El; así desde Abrahán
hasta Moisés, y tanto en el pueblo israelita, que por singular y misterioso
designio de Dios fue un pueblo profético, como entre los demás pueblos Gentiles
aun antes de que Jesucristo se manifestase al mundo en carne mortal. Y puesto
que en los libros sagrados de los Hebreos se hace mención de algunos, ya desde
los tiempos de Abrahán, que no eran de su familia ni del pueblo de Israel o de
alguna sociedad agregada al pueblo israelítico, los cuales, sin embargo,
llegaron a participar de este misterio de la fe en Cristo; siendo esto así,
¿por qué no hemos de creer también que aquí y allá, entre los demás pueblos
infieles, hubo asimismo otros creyentes, aunque no se hallen recordados en
aquellos libros?
Así, pues, el poder salvífico de esta religión, por la cual
solamente, siendo ella la única verdadera, se promete verazmente la verdadera
salud, no faltó jamás a nadie que fuese digno de ser salvo; y si a alguno le
faltó, fue por no ser digno. Y desde la primera de las generaciones humanas
hasta la última será perpetuamente predicada, a unos para su recompensa, a
otros para su justa condenación. Y por eso, aquellos a quienes de ninguna
manera les ha sido predicada los previó Dios en su presciencia que no habían de
creer; y a quienes, no habiendo de creer, les ha sido, sin embargo, predicada,
para su ejemplo lo ha sido; mas aquellos a quienes les es predicada porque
habrán de creer son los que Dios dispone para el reino de los cielos y para la
compañía de sus santos ángeles».
18.¿Acaso
juzgáis que todo esto que he afirmado sobre la presciencia de Jesucristo, sin
perjuicio de los ocultos designios de Dios ni de otras causas, lo he querido
afirmar porque me pareciese suficiente para convencer a los incrédulos, que me
habían propuesto esta cuestión? ¿Puede haber algo más verdadero que la
presciencia de Jesucristo sobre quiénes habrían de creer, cuándo y en qué
lugares?
Pero si, después de haberles sido predicado Jesucristo, habrían de
conseguir la fe por sí mismos o habrían de recibirla como un don de Dios; es
decir, si los que han de creer solamente son objeto de la presciencia divina o
también de la divina predestinación, esto no juzgué necesario inquirirlo ni
declararlo entonces. Por tanto, aquello que afirmé: «que entonces quiso Dios
manifestarse a los hombres y que les fuese predicada su doctrina cuando sabía y
donde sabía que habían de creer en El», podría también entenderse así:
«Entonces quiso Jesucristo manifestarse a los hombres y que les fuese predicada
su doctrina, cuando sabía y donde sabía quiénes habían sido los elegidos en El
antes de la creación del mundo».
Pero como estas afirmaciones hubieran despertado la curiosidad del
lector para investigar doctrinas que hoy por la censura del error pelagiano es
preciso discutir con más erudición y más trabajo, me pareció que entonces era
suficiente afirmar lo dicho con la mayor brevedad, dejando a salvo, como ya
indiqué, la alteza de la sabiduría y de la ciencia de Dios, y sin perjuicio de
otras causas, acerca de las cuales juzgué que sería más oportuno discutir en
otras circunstancias.
***
DIFERENCIA ENTRE LA PREDESTINACIÓN Y LA GRACIA
19.Del mismo
modo, cuando afirmé «que la virtud salvífica de esta religión no ha faltado a
nadie que fuese digno de ella y que no ha sido digno aquel a quien ha faltado»,
si se discute o investiga por qué cada uno es digno, no faltan quienes afirmen
que por la voluntad humana; mas nosotros sostenemos que por la gracia o
predestinación divina. Ahora bien: entre la gracia y la predestinación existe
únicamente esta diferencia: que la predestinación es una preparación para la
gracia, y la gracia es ya la donación efectiva de la predestinación.
Y así lo que dice el Apóstol: No por obras, para que nadie se
gloríe. Porque somos hechura suya, creados en Cristo Jesús para buenas obras,
[1] significa la gracia; mas lo que sigue: las cuales Dios preparó de antemano
para que anduviésemos en ellas, significa la predestinación, la cual no puede
darse sin la presciencia por más que la presciencia sí que puede existir sin la
predestinación.
Por la predestinación tuvo Dios presciencia de las cosas que Él
había de hacer, por lo cual fue dicho: El hizo lo que debía ser hecho. [2] Mas
la presciencia puede ser también acerca de aquellas cosas que Dios no hace,
como es el pecado, de cualquier especie que sea; y aunque hay algunos pecados
que son castigo de otros pecados, por lo cual fue dicho: Dios los entregó a una
mente reprobada, para hacer cosas que no convienen, [3] en esto no hay pecado
de parte de Dios, sino justo juicio. Por tanto, la predestinación divina, que
consiste en obrar el bien, es, como he dicho, una preparación para la gracia;
mas la gracia es efecto de la misma predestinación. Por eso, cuando prometió
Dios a Abrahán la fe de muchos pueblos en su descendencia, diciendo: Te he
puesto por padre de muchas gentes, [4] por lo cual dice el Apóstol: Por tanto,
es por fe, para que sea por gracia, a fin de que la promesa sea firme para toda
su descendencia, [5] no le prometió esto en, virtud de nuestra voluntad, sino
en virtud de su predestinación.
Prometió, pues, no lo que los hombres, sino lo que Él mismo había
de realizar. Porque si los hombres practican obras buenas en lo que se refiere
al culto divino, de Dios proviene el que ellos cumplan lo que les ha mandado, y
no de ellos el que Él cumpla lo que ha prometido; de otra suerte, provendría de
la capacidad humana, y no del poder divino, el que se cumpliesen las divinas
promesas, y así lo que fue prometido por Dios sería retribuido por los
hombres a Abrahán. Pero no fue así como creyó Abrahán, sino que se fortaleció
en fe, dando gloria a Dios, plenamente convencido de que era también poderoso
para hacer todo lo que había prometido. No dice el apóstol «predecir» ni dice
«prever», porque también es poderoso para predecir y prever las acciones de las
demás cosas, sino que dice que era también poderoso para hacer, y, por
consiguiente, no las obras extrañas, sino las propias.
20.Ahora bien:
¿por ventura prometió Dios a Abrahán en su descendencia solamente las obras
buenas de los pueblos Gentiles, de modo que prometiese así lo que Él hace, y no
le prometió, en cambio, la fe, cual si ésta fuera obra de los hombres, de
suerte que para prometer lo que Él hace tuvo presciencia de la fe que debía ser
obra del hombre? No es ciertamente tal lo que dice el Apóstol, sino que Dios
prometió a Abrahán hijos que seguirían las huellas de su fe; esto lo afirma
clarísimamente.
Pero si sólo prometió Dios las obras y no la fe de los Gentiles,
como quiera que no pueden existir las buenas obras si no es por la fe—porque el
justo por la fe vivirá, [6] y todo lo que no proviene de fe, es pecado, [7] y
sin fe es imposible agradar a Dios [8]—, resultará que el cumplimiento de
lo que Dios ha prometido depende del poder del hombre. Pues si el hombre, sin
la gracia de Dios, no hace lo que le pertenece según su naturaleza, tampoco
podrá Dios hacer lo que corresponde a la gracia divina; es decir, que si el
hombre no tiene la fe de por sí, no cumplirá Dios lo que ha prometido, a fin de
que las obras de la justicia sean dadas por Dios. Y, por consiguiente, el que
Dios pueda cumplir sus promesas no dependerá ya de Dios, sino del poder del
hombre.
Mas si la verdad y la piedad no son obstáculo para la fe, debemos
creer, como Abrahán, que Dios es poderoso para cumplir lo que ha prometido.
Porque prometió Dios a Abrahán hijos, que no podrían serlo sin tener la fe;
luego es Dios quien concede también la fe.
***
CAPÍTULO XI
ESTABILIDAD DE LAS PROMESAS DIVINAS
21.Pero cuando
el mismo Apóstol dice: Por tanto, es por fe, para que sea por gracia, a fin de
que la promesa sea firme, confieso que me causa indescriptible admiración el
que haya hombres que prefieran apoyar toda su confianza en su debilidad a
fijarla en la inconmovible firmeza de la promesa divina. «Mas yo—dirá
alguien—no estoy seguro de la voluntad de Dios acerca de mí». Y eso, ¿quién? Ni
siquiera tú mismo estás seguro de tu propia voluntad, ¿y no temes lo que está
escrito: El que piensa estar firme, mire que no caiga? [1] Si, pues, ambas
voluntades son inciertas, ¿por qué no apoya el hombre en la más fuerte, y no en
la más débil, su fe, su esperanza y su caridad?
22.Nos
replicarán: «Porque cuando se dice: Si creyeres, serás salvo» [2], la una
de estas dos cosas se nos exige y la otra se nos ofrece. La que se exige está
en la potestad del hombre; la que se ofrece, en la de Dios. Mas ¿por qué no
ambas cosas en la de Dios, lo que se manda y lo que se ofrece? Pues cierto es
que a Dios se le pide nos conceda lo que manda. Los que ya creen piden que se
aumente en ellos la fe, y por los que aún no creen, pide que les sea concedida
y así, tanto en su aumento como en su principio, la fe es un don de Dios. Por
eso se dice: Si creyeres, serás salvo; como se dice también: Si por el Espíritu
hacéis morir las obras de la carne, viviréis. [3] Y también aquí una de estas
dos cosas se nos exige y la otra se nos ofrece. Si por el Espíritu—afirma—
hacéis morir las obras de la carne. Por tanto, el que con el Espíritu hagamos
morir las obras de la carne, se nos exige; mas el que tengamos vida, se nos
ofrece.
¿Por ventura podrá satisfacer a nadie el decir que la muerte de
las obras de la carne en nosotros no es un don de Dios, porque vemos que esto
se nos exige en cambio del premio ofrecido de la vida eterna, si lo
cumpliéremos? Lejos de nosotros el pensar que tal respuesta pueda satisfacer a
los que ya son partícipes y defensores de la gracia. Tal es el error condenable
de los pelagianos, a quienes hace enmudecer por completo el Apóstol cuando
dice: Porque todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos
de Dios, a fin de que no creyéramos que el hacer morir las obras de la carne
era por el poder de nuestro espíritu y no por el de Dios. De cuyo divino
Espíritu habló también donde dice: Pero todas estas cosas las hace uno y le
mismo Espíritu, repartiendo a cada uno en particular como él quiere. [4] Por
tanto, así como el hacer morir las obras de la carne, aunque sea un don de
Dios, no obstante, se nos exige para alcanzar el premio prometido de la vida
eterna, así también la fe es un don de Dios, aunque se nos exija igualmente
para conseguir la eterna salvación cuando se dice: Si creyeres, serás salvo.
Ambas cosas, por consiguiente, nos son preceptuadas y se prueba
que son también dones de Dios, para que se entienda que nosotros las obramos y
Dios hace que las obremos, como nos lo dice clarísimamente por el profeta
Ezequiel. Pues nada más claro que aquel lugar en que se dice: Yo haré que
andéis en mis estatutos, y guardéis mis preceptos, y los pongáis por obra. [5]
Considerad con la debida atención este pasaje de la Escritura, y advertiréis
cómo Dios promete hacer que se cumplan las cosas que Él manda cumplir. Y, ciertamente,
no pasa allí en silencio la Escritura los méritos buenos, sino los malos; para
demostrar por medio de aquellos cómo Dios retribuye bienes por males, pues Él
mismo hace que el hombre practique después buenas obras, haciendo que se
cumplan sus divinos mandamientos.
***
CAPÍTULO XII
QUE NADIE ES JUSTIFICADO EN VIRTUD DE LOS MÉRITOS FUTUROS
23.Toda esta
argumentación, por la que venimos demostrando que la gracia de Dios, obtenida
por medio de nuestro Señor Jesucristo, es verdadera gracia, es decir, que no se
nos concede conforme a nuestros méritos, aunque está evidentísimamente
confirmada con múltiples testimonios de las divinas Escrituras; no obstante,
tratándose de los adultos, que ya gozan del uso del libre albedrío, tropieza
con algunas dificultades para ser admitida por todos aquellos que, si no es
atribuyéndose a sí mismos alguna cosa como propia, la cual puedan ofrecer a
Dios primeramente para que les sea retribuida, se consideran coartados en el
diligente y celoso ejercicio de los actos de piedad. Mas cuando se trata de los
párvulos y del único Mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, carece
totalmente de sentido la afirmación de que los méritos preceden a la gracia
divina; porque ni aquellos pueden aventajarse unos a otros por ninguna clase de
méritos precedentes a la gracia del Libertador, ni este, siendo Él también
hombre, fue constituido Salvador de los hombres por ningún mérito humano
precedente.
24.Porque
¿quién tendrá oídos para tolerar el que se diga que los párvulos que mueren
bautizados en la niñez reciben el bautismo en virtud de la presciencia de sus
méritos futuros, y, por tanto, que los que mueren sin ser bautizados en aquella
misma edad es por la presciencia de los méritos futuros de sus malas obras,
siendo así que no puede Dios recompensar su vida buena ni castigar su vida
mala, porque tanto una como otra son nulas? El Apóstol ha fijado en este punto
un límite, el cual—lo diré en los términos más discretos—no debe ser traspasado
por la temeraria consideración del hombre. Porque dice así: Porque es necesario
que todos nosotros comparezcamos ante el tribunal de Cristo, para que cada uno
reciba según lo que haya hecho mientras estaba en el cuerpo, sea bueno o sea
malo. [1]Lo que haya hecho—dice—, y no añadió: «de lo que habría de hacer».
Mas de dónde hayan podido deducir estos hombres la interpretación
de que los méritos futuros, que jamás han de realizarse, en los párvulos sean
premiados o castigados, es cosa que ignoro. Y ¿por qué se ha dicho que el
hombre será juzgado según lo que hubiere hecho viviendo en el cuerpo, siendo
así que muchas obras no se realizan por el cuerpo ni por miembro alguno
corporal, sino solamente por el alma, y son a veces de tanta responsabilidad,
que al solo pensamiento de ellas se debe justísimo castigo, como es, por no
citar otros ejemplos, lo que dice el necio en su corazón: No hay Dios? [2] ¿Qué
significa, pues, reciba según lo que haya hecho mientras estaba en el cuerpo,
sino «según lo que hubiere hecho durante el tiempo que hubiere vivido en el
cuerpo», de suerte que por «el cuerpo» se entienda durante el tiempo del
cuerpo? Porque después de la muerte del cuerpo, nadie estará en el cuerpo si no
es por la última resurrección; no para adquirir ya mérito alguno, sino para
recibir por los méritos buenos galardón, o por los malos, penas.
Mas durante este tiempo que media entre la sepultura del cuerpo y
la resurrección del mismo, las almas o son atormentadas o descansan en la otra
vida, según lo que hubieren merecido durante su morada en el cuerpo. A este
tiempo de la inhabitación del alma en el cuerpo pertenece también lo que los
pelagianos niegan, pero la Iglesia de Cristo afirma, es a saber: el pecado
original; el cual remitido por la gracia o no remitido por justo juicio de
Dios, cuando mueren los niños, o bien por los méritos del bautismo, pasan del
mal a gozar de los bienes eternos, o por los méritos del pecado original pasan
de los males de esta vida a los de la otra. Tal es la doctrina que la fe
católica ha llegado a conocer y lo que algunos herejes confiesan ya sin ninguna
oposición.
Pero el que alguno haya de ser juzgado no según los méritos que
haya adquirido viviendo en el cuerpo, sino según los méritos que habría de
adquirir si en el cuerpo hubiera vivido durante una mayor longevidad, es cosa
que me llena de admiración y asombro, y no hallo dónde hayan podido fundar tal
opinión hombres que, como se indica en vuestras cartas, son de un notable
ingenio; de ninguna manera me atrevería a creerlo si no tuviera por mayor
audacia el dudar de vuestra veracidad. Mas confío en el Señor que les habrá de
asistir con su ayuda, para que, corregidos, vean cuanto antes que los que
llaman pecados futuros, si fuera verdad que Dios pudiese por su juicio
castigarlos justamente en aquellos que no han recibido el bautismo, también lo
sería que en los que han sido bautizados podrían ser remitidos por la gracia divina.
Pues si alguno afirmare que Dios, como juez, sólo puede castigar los pecados
futuros, no pudiendo, en cambio, perdonarlos como redentor, debe pensar cuán
grave injuria infiere a Dios y a su gracia: como si Dios pudiera tener
presciencia del pecado futuro y no tuviera poder para perdonarlo. Si esto es
absurdo, mucho más lo será el que Dios debiera socorrer con el bautismo, por el
cual se borran los pecados, a los pecadores futuros que mueren en la niñez, si
éstos hubieran vivido durante más largo tiempo.
***
CAPÍTULO XIII
EL BAUTISMO NO ES EFECTO DE LA PRESCIENCIA DE LOS MÉRITOS FUTUROS
25.Por ventura
replicarán que a los que hacen penitencia se les perdonan los pecados y, por
consiguiente, que los que mueren en la infancia sin el bautismo es porque Dios
prevé que, si hubieran vivido más tiempo, no habrían hecho penitencia; mas de
los que mueren en aquella edad bautizados, Dios tiene previsión de que habrían
hecho penitencia si hubieran vivido más tiempo. Si así discurren, deben
advertir y considerar que en los niños que mueren sin el bautismo no se
castigaría de esa manera solamente el pecado original, sino también los pecados
futuros que cada uno hubiera cometido si Dios le hubiera conservado la vida; y,
del mismo modo, a los bautizados no se les borraría solamente el pecado
original, sino también los pecados futuros que hubieran cometido si Dios les
hubiera conservado la vida. Pues ciertamente no podrían pecar hasta una edad
más avanzada; pero en cuanto a unos, hay previsión de que habrían hecho
penitencia, y en cuanto a otros, de que no la habrían hecho, y, por tanto, de
que unos habrían de salir de esta vida con el bautismo y otros sin el bautismo.
Si tal doctrina se atreviesen a sostener los pelagianos, no se
esforzarían tanto, después de negar el pecado original, en buscar para los
niños no sé qué lugar bienaventurado en la otra vida fuera del reino de Dios,
especialísimamente cuando son persuadidos de que no pueden poseer la vida
eterna porque no han comido la carne ni bebido la sangre de Cristo y porque, en
aquellos en quienes no existe pecado absolutamente ninguno, fuera falso o nulo
el bautismo que se diera en remisión de los pecados. Pero dirán tal vez que el
pecado original no existe; que los que mueren en la infancia son bautizados o no
son bautizados según la previsión que Dios tiene de sus méritos futuros si
vivieran; que, según estos méritos futuros, reciben o no reciben los párvulos
el cuerpo y sangre de Cristo, sin lo cual no pudieran tener la vida eterna; y,
finalmente, que son bautizados con verdadera remisión de los pecados, aunque no
hereden ninguno de Adán, porque se les perdonan aquellos de los cuales Dios
prevé que habrían hecho penitencia.
Así es como resolverán y defenderán muy fácilmente su causa,
negando la existencia del pecado original, mientras propugnan que no se da la
gracia de Dios sino conforme a nuestros méritos. Pero, como simplemente
se comprende también, los méritos humanos futuros que jamás habrán de
realizarse, sin ningún género de duda, son nulos; por eso, ni los pelagianos
han podido ni mucho menos estos hermanos han debido afirmar tal sentencia. Y
así, me es imposible describir con cuánto desagrado sufro que lo que vieron los
mismos pelagianos como falsísimo y absurdísimo no lo hayan visto estos que, con
nosotros y con la autoridad de la Iglesia católica, condenan el error de
aquellos herejes.
***
CAPÍTULO XIV
LOS PELAGIANOS, CONDENADOS POR LA ESCRITURA Y LA TRADICIÓN
26. San Cipriano escribió un libro sobre La mortalidad,
singularmente elogiado por todos o casi todos los amantes de las ciencias
eclesiásticas; en el cual asegura, en relación con nuestra causa, que la muerte
no sólo no es inútil, sino que debe considerarse, por el contrario, como
beneficiosa para los fieles en la fe, porque los libra de los peligros de esta
vida y los coloca definitivamente en la seguridad de no pecar. Mas ¿de qué les
serviría esta seguridad, si son también castigados los pecados futuros que no
se han cometido? Pero el santo prueba allí con muy copiosa y excelente doctrina
que en esta vida nunca faltan los peligros de pecar y que sólo éstos no
persistirán más allá de la muerte. Y es en este libro donde alega aquel
testimonio de la Sabiduría: Fue arrebatado para que la maldad no pervirtiera su
inteligencia. [1] Texto que, aducido también por mí, lo han rechazado estos
hermanos nuestros, según vosotros me habéis dicho, por no estar tomado de un
libro canónico; como si, aun dejando aparte la autoridad de este libro, no
fuera la cuestión que allí trataba yo de demostrar suficientemente clara.
Pues ¿quién de entre los cristianos se atrevería a negar que el
justo, cuando es arrebatado por la muerte, encuentra en la otra vida su
definitivo descanso? ¿Qué hombre de sana fe juzgaría lo contrario de quien así
lo confesara? De igual modo, si se afirmase que el justo, abandonando la vida
santa en que perseveró por largo tiempo y muriendo impíamente, aunque no
hubiera vivido en la impiedad, no digo ya por todo un año, pero ni siquiera por
un solo día; si se afirmase
—Digo—que este tal habría de incurrir por esto en las penas
debidas a los réprobos y que de nada le serviría su santidad pretérita, ¿qué
cristiano osaría contradecir una verdad tan patente? Y si, por lo mismo, se nos
preguntase si este tal, de haber muerto cuando se hallaba en estado de gracia,
habría encontrado su feliz descanso en la otra vida o incurrido en las penas de
los réprobos, ¿dudaríamos acaso responder que habría encontrado su feliz
descanso? Pues ésta es toda la razón por la cual se ha dicho, sea quien fuere
quien lo haya dicho: « Fue arrebatado para que la maldad no pervirtiera su
inteligencia». Pues esto se afirmó atendiendo a los peligros de la vida
presente y no a la presciencia de Dios, quien tenía previsto lo que había de
suceder y no lo que no había de suceder; es decir, que Dios había de galardonar
al justo con una muerte prematura, para sustraerle a la inseguridad de las
tentaciones, no para que pecase el que no había de permanecer en la tentación.
Acerca de esta vida, también se lee en el libro de Job: ¿No está
el hombre obligado a trabajar sobre la tierra? [2] Mas ¿por qué se concede a
algunos el ser libertados de los peligros de esta vida cuando están en estado
de gracia, y, en cambio, otros justos son conservados en los mismos peligros
durante una vida más provecta hasta que llegan a decaer de su estado de
santidad? ¿Quién conoció el pensamiento del Señor? Y, no obstante, por esto
mismo se deja entender también a los justos que, perseverando en la santidad de
sus buenas y piadosas costumbres hasta una madura senectud y hasta el último
día de su vida, no se deben gloriar en sus propios méritos, sino en el Señor;
porque quien arrebató al justo en su edad adolescente, para que la malicia no
pervirtiese su inteligencia, es el mismo que en cualquier otra edad, por larga
que sea, le defiende para que la malicia no trastorne su entendimiento. Mas por
qué razón haya conservado Dios en esta vida al justo que al fin había de
sucumbir, y a quien habría podido sacar de ella antes de que sucumbiese, es
cosa que pertenece a los justísimos e inescrutables juicios de Dios.
27.Siendo todo
esto verdad, no ha debido ser rechazado este pasaje del libro de la Sabiduría,
que ha merecido leerse en la Iglesia católica durante tantos años con
aprobación de cuantos lo han leído y ser escuchado con la veneración que se
debe a la autoridad divina, desde los obispos hasta los penitentes y los
catecúmenos, que eran considerados como los últimos entre los fieles laicos.
Ciertamente, si, teniendo en cuenta los expositores de las divinas Escrituras
que me han precedido, emprendiese yo ahora una defensa de esta doctrina, que
con más estudio y erudición de lo que se acostumbra me veo obligado a propugnar
en contra del nuevo error de los pelagianos, es decir, que la gracia de Dios no
nos es dada conforme a nuestros méritos, sino que gratuitamente es dada a quien
le es dada—porque no es del que quiere ni del que corre, sino de Dios, que
tiene misericordia—, y por justo juicio de Dios no es dada a quien no le es
dada—porque no hay injusticia en Dios—; si, valiéndome—repito—de los
expositores católicos de las divinas Escrituras que hasta el presente me han
precedido, tomase yo la defensa de esta doctrina, sin duda, estos hermanos a
favor de quienes ahora escribo quedarían plenamente satisfechos, pues así me lo
habéis indicado en vuestras cartas.
Pero ¿qué necesidad tenemos de analizar los escritos de aquellos
autores que, antes de que naciese esta herejía, no se vieron precisados a
tratar de resolver esta difícil cuestión? Sin duda que lo hubieran hecho si se
hubiesen visto precisados a responder a tales dificultades. De aquí que sólo en
algunos pasajes de sus escritos tocaron esta materia, indicando breve e
incidentalmente lo que sentían acerca de la gracia divina, deteniéndose, en
cambio, de propósito en defender aquellas cuestiones que entonces se debatían
contra los enemigos de la Iglesia y en la exhortación de aquellas virtudes por
las que se tributa digno culto a Dios vivo y verdadero para conseguir la
verdadera y eterna felicidad. Por las frecuentes oraciones se manifestaba
sencillamente el valor de la gracia divina, pues no pidieran a Dios el que se
cumpliesen las cosas que El ha mandado si por El no fuese concedido el que se
pudieran cumplir.
28.Pero aun los
que desean instruirse con la doctrina de los expositores sagrados deben
anteponer a éstos el mismo libro de la Sabiduría, en el cual se lee: Fue
arrebatado para que la maldad no pervirtiera su inteligencia; porque también
los egregios expositores inmediatos a los tiempos apostólicos le prefirieron y,
alegando su testimonio, creyeron alegar un testimonio divino.
Consta ciertamente cómo el muy bienaventurado San Cipriano, para
ensalzar el beneficio de la muerte prematura, defendió en su disertación que
los que mueren, al salir de esta vida, en que se puede pecar, quedan libres de
todo peligro de pecado. Y en el mismo libro dice entre otras cosas: «¿Por qué
no has de abrazar tú el vivir con Cristo; el estar seguro de las promesas de
Cristo; el ser llamado a la compañía de Cristo, y no te has de gozar en verte
libre de los lazos del demonio?» Y en otro lugar dice: «Los niños por la muerte
quedan libres de los peligros de la edad lasciva». Y en otro: «¿Por qué no nos
apresuramos y corremos para poder contemplar nuestra patria y saludar a nuestros
familiares? Una multitud ingente de padres, hermanos e hijos queridos nos
aguarda allí; una innumerable y apretada muchedumbre nos espera, segura ya de
su inmortalidad y aun solícita de nuestra salvación».
Con estas y otras expresiones semejantes, que brillan con la
esplendorosísima luz de la fe católica, nos demuestra aquel santo doctor que
los peligros y tentaciones de pecar no deben dejar de temerse hasta la hora de
abandonar este cuerpo; nadie después sufrirá ya tales peligros y tentaciones. Y
aunque él no lo atestiguase, ¿podría acaso algún cristiano abrigar alguna duda
acerca de esta verdad? Pues ¿cómo a un hombre caído y que acaba míseramente su
vida en tal estado, incurriendo en las penas debidas a los que así mueren;
como—repito-—a este tal no le fuera sumamente beneficioso el que antes de
sucumbir hubiese sido arrebatado por la muerte de este lugar de tentaciones?
29.Y, por
tanto, si no nos mueve la pasión de una disputa demasiado indiscreta, bien
puede darse aquí por terminada esta cuestión acerca del que fue arrebatado para
que la maldad no pervirtiera su inteligencia. Ni tampoco, por consiguiente,
este libro de la Sabiduría, que ha merecido leerse durante tantos años en la
Iglesia de Cristo y en el que se lee esta sentencia, debe sufrir un injurioso
menosprecio, porque se opone a los que a sí mismos se engañan, atribuyéndose
propios méritos, en contra de la gracia tan evidentemente manifiesta; la cual
se descubre de una manera especial en los párvulos, quienes, muriendo
bautizados unos y no bautizados otros, revelan con toda claridad la
misericordia y el justo juicio de Dios: la misericordia ciertamente gratuita y
el justo juicio de Dios merecido.
Porque si fueran los hombres juzgados por los méritos de su vida
futura, que no han podido adquirir desde el momento en que fueron sorprendidos
por la muerte, sino que los hubieran adquirido si viviesen, de nada le
aprovecharía esto al que fue arrebatado para que la maldad no pervirtiera su
inteligencia; ni de nada les aprovecharía tampoco a aquellos que mueren después
de haber caído en la culpa aunque hubiesen muerto antes. Mas esto ningún
cristiano se atrevería a sostenerlo.
Por todo lo cual, estos hermanos nuestros, que Juntamente con
nosotros impugnan en pro de la Iglesia católica el pernicioso error de los
pelagianos, no debieran favorecer tanto como lo hacen esta opinión pelagiana,
según la cual piensan que la gracia nos es concedida conforme a nuestros
méritos; hasta tal punto, que intentan—lo que de ningún modo les es
lícito—anular el valor de la sentencia plenamente verdadera y ya desde antiguo
admitida como cristiana: fue arrebatado para que la maldad no pervirtiera su
inteligencia, y tratan, en cambio, de establecer lo que juzgaríamos no ya digno
de ser creído, pero ni siquiera imaginado por nadie, es decir, que todo el que
muere debe ser juzgado según las obras que hubiera hecho si hubiera vivido más
largo tiempo.
Queda, pues, así invenciblemente demostrada nuestra sentencia: que
la gracia de Dios no nos es dada conforme a nuestros méritos, para que los
doctos ingenios que contradicen esta verdad se vean en la precisión de confesar
que aquellos errores deben ser rechazados por todos los oídos y por todos los
entendimientos.
***
CAPÍTULO XV
JESUCRISTO, EJEMPLAR PERFECTO DE LA PREDESTINACIÓN
30.El más
esclarecido ejemplar de la predestinación y de la gracia es el mismo Salvador
del mundo, mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús; porque para llegar
a serlo, ¿con qué méritos anteriores suyos, ya de obras, ya de fe, pudo contar
la naturaleza humana, que en Él reside?
Yo ruego que se me responda: Aquella naturaleza humana que en una
unidad de persona fue asumida por el Verbo, coeterno al Padre, ¿cómo mereció
llegar a ser Hijo unigénito de Dios? ¿Precedió algún mérito a esta unión? ¿Qué
obró, qué creyó o qué exigió previamente para llegar a tan inefable y soberana
dignidad? ¿No fue acaso por la virtud y asunción del mismo Verbo como aquella
humanidad, en cuanto empezó a existir, empezó a ser Hijo único de Dios? ¿Por
ventura no fue concebido el Hijo único de Dios por aquella mujer que fue llena
de gracia? ¿No nació el Hijo único de Dios por obra del Espíritu Santo y de
María virgen; no por concupiscencia de la carne, sino por gracia singular de
Dios? ¿Acaso se pudo temer que aquel hombre, por el uso de su libre albedrío,
llegara a pecar con el transcurso del tiempo? ¿Acaso carecía de libre voluntad
o no era ésta en Él tanto mas libre cuanto más imposible era que estuviese
sujeta al pecado? Todos estos dones y gracias singularmente admirables y otras
muchas, si con verdad puede decirse que son suyas propias, las recibió
singularmente en aquel hombre esta nuestra naturaleza humana sin que precediese
mérito alguno de su parte.
Responda aquí el hombre, si se atreve, a Dios y dígale:
«¿Por qué no soy yo también así?» Y si llegare a oír esta reprensión: Oh
hombre, ¿quién eres tú, para que alterques con Dios?, [1] ni aún así se cohíba,
sino exclame con mayor impudencia: « ¿Qué es esto que oigo? ¿Que quién eres tú?,
¡oh hombre! Pues si soy lo que oigo, es decir, hombre, corno lo es también
aquel de quien ahora hablo, ¿por qué no he de ser yo lo mismo que Él es?» Por
la gracia de Dios es Él lo que es y tan perfecto. Mas ¿por qué es tan diferente
la gracia donde es igual la naturaleza? Pues ciertamente para Dios no hay
aceptación de personas. ¿Quién, no digo ya si es cristiano, pero ni aun siendo
demente, podría proferir tales insolencias?
31.Manifiéstese
ya, pues, a nosotros en el que es nuestro cabeza la misma fuente de la gracia,
la cual se derrame por todos sus miembros según la medida de cada uno. Tal es
la gracia, por la cual se hace cristiano el hombre desde el momento en que
comienza a creer; la misma por la cual el hombre unido al Verbo, desde el
primer momento de su existencia, fue hecho Jesucristo; del mismo Espíritu
Santo, de quien Cristo fue nacido, es ahora el hombre renacido; por el mismo
Espíritu Santo, por quien se verificó que la naturaleza humana de Cristo
estuviera exenta de todo pecado, se nos concede a nosotros ahora la remisión de
los pecados. Sin duda, Dios tuvo presciencia de que realizaría todas estas
cosas. Porque en esto consiste la predestinación de los santos, que tan
soberanamente resplandece en el Santo de los santos. ¿Quién podría negarla de
cuantos entienden rectamente los oráculos de la verdad? Pues el mismo Señor de
la gloria, en cuanto que el Hijo de Dios se hizo hombre, sabemos que fue
también predestinado. Así lo proclama el Doctor de los Gentiles en el comienzo
de sus Epístolas: Pablo, siervo de Jesucristo, llamado a ser apóstol, aparatado
para el evangelio de Dios, que él había prometido antes por sus profetas en las
santas Escrituras, acerca de su Hijo, nuestro Señor Jesucristo, que era del
linaje de Israel según la carne, que fue declarado Hijo de Dios con poder,
según el Espíritu de santidad, por la resurrección de entre los muertos. [2]
Fue, por tanto, predestinado Jesús para que el que debía ser hijo de David
según la carne fuese, no obstante, al mismo tiempo Hijo de Dios poderoso según
el Espíritu de santidad, porque nació del Espíritu Santo y de María virgen.
Tal fue aquella singular elevación del hombre, realizada de manera
inefable por el Verbo divino para que Jesucristo fuese llamado a la vez
verdadera y propiamente Hijo de Dios e Hijo del hombre; Hijo del hombre, porque
fue asumido el hombre, e Hijo de Dios, porque el Verbo unigénito le asumió en
sí, pues de otro modo no se creería en la Trinidad, sino en una cuaternidad de
personas. Así fue predestinada aquella humana naturaleza a tan grandiosa,
excelsa y sublime dignidad, que no fuera posible una mayor elevación de ella,
de igual manera que la divinidad no pudo descender ni humillarse más por
nosotros que tomando nuestra naturaleza con todas sus debilidades hasta la
muerte de cruz. Por tanto, así como ha sido predestinado aquel hombre singular
para que Él fuese nuestro cabeza, así también hemos sido predestinados otros
muchos para que fuésemos sus miembros.
Enmudezcan, pues, aquí los méritos que ya perecieron en Adán y
reine por siempre esta gracia de Dios, que ya reina por medio de Jesucristo
Señor nuestro, único Hijo de Dios y único Señor. Y quien encontrare en
Jesucristo, nuestro cabeza, los méritos que precedieron a su singular
generación, que investigue en nosotros, sus miembros, los méritos precedentes a
tan multiplicada regeneración. Pues no le fue retribuida a Jesucristo la
generación, sino donada, para que, libre de todo vínculo de pecado, naciese del
Espíritu Santo y de la Virgen. Así también el que pudiéramos nosotros renacer del
agua y del Espíritu Santo, no nos fue retribuido por mérito alguno, sino
gratuitamente concedido; y si fue la fe la que nos acercó al lavamiento de la
regeneración, [3] no por eso hemos de juzgar que antes diéramos nosotros a Dios
alguna cosa para que se nos retribuyese por ella aquella regeneración
saludable, pues el mismo que le constituyó Jesucristo para que creyéramos en Él
es quien nos da la gracia de creer en Él; y el mismo que hizo iniciador y
conservador de la fe a Jesucristo es quien obra en nosotros el principio de la
fe y el perfeccionamiento de ella en Jesucristo, pues de aquel modo es llamado,
como sabéis, en la Epístola a los Hebreos.
***
CAPÍTULO XVI
DOBLE VOCACIÓN DIVINA
32.Para
constituirles miembros de su predestinado Hijo unigénito llama Dios a otros
muchos predestinados hijos suyos, no con aquella vocación con que fueron
llamados los que no quisieron asistir a las bodas—vocación con que fueron
también llamados los Judíos, para quienes Jesucristo crucificado fue un
escándalo, y los Gentiles, para quienes fue una insensatez—, sino con aquella
otra vocación que distinguió muy bien el Apóstol cuando dijo que él predicaba,
tanto a Judíos como a Griegos, a Jesucristo, poder y sabiduría de Dios. Pues a
fin de distinguirlos de los no llamados, dice que predicaba para los llamados,
[1] teniendo en cuenta que hay una vocación segura para aquellos que han sido
llamados según el designio de Dios, a los cuales Dios conoció en su presciencia
para que se hiciesen conforme a la imagen de su Hijo. Significando esta
vocación, dice también: No por las obras sino por el que llama, se le dijo: El
mayor servirá al menor». [2] ¿Dijo acaso: «No por las obras, sino por el que
cree?» Totalmente negó también este mérito al hombre para atribuírselo todo a
Dios. Pues lo que dijo fue: sino por el que llama, no con una vocación
cualquiera, sino con aquella que da la fe al que cree.
33.Y a esta
misma vocación se refería también cuando dijo que irrevocables son los dones y
el llamamiento de Dios. [3] Considerad por un momento lo que allí se trataba.
Porque habiendo dicho antes: No quiero, hermanos, que ignoréis este misterio,
para que no seáis arrogantes en cuanto a vosotros mismos: que ha
acontecido a Israel endurecimiento en parte, hasta que haya entrado la plenitud
de los gentiles; y luego todo Israel será salvo, como está escrito: Vendrá
de Sion el Libertado, que apartará de Jacob la impiedad. Y este será mi
pacto con ellos, cuando yo quite sus pecados. A lo cual añadió seguidamente
estas palabras, dignas de meditarse con toda atención: Así que en cuanto al
evangelio, son enemigos por causa de vosotros; pero en cuanto a la elección,
son amados por causa de los padres.
¿Qué significa: En cuanto al evangelio, son enemigos por causa de
vosotros, sino que su odio, por el que fue crucificado Jesucristo, ha sido
provechoso al Evangelio, como a todos nosotros está patente? Lo cual demuestra
que esto sucede así por una disposición de Dios, que hasta del mismo mal supo
sacar el bien: no que a Él le sirvan de algún provecho los que son vasos de
ira, sino que, sirviéndose Él bien de ellos, vienen a ser provechosos para los
que son vasos de misericordia. ¿Qué cosa, pues, pudo decirse más claramente que
el haberse dicho: En cuanto al evangelio, son enemigos por causa de vosotros?
Está, por tanto, en la potestad de los malos el pecar; mas el que,
cuando pecan, su malicia obtenga tal o cual fin, no está en su potestad, sino
en la de Dios, que divide las tinieblas y las ordena según sus fines para que
en lo mismo que ellas obran contra la voluntad de Dios no se cumpla sino la
voluntad de Dios.
En los Hechos de los Apóstoles leemos que, puestos éstos en
libertad por los Judíos, se reunieron con los suyos, y, habiéndoles contado
cuanto les habían dicho los sacerdotes y los ancianos, todos a una voz clamaron
al Señor diciendo: ¿Por qué se amotinan las gentes, y los pueblos piensan cosas
vanas? Se reunieron los reyes de la tierra, y los príncipes se juntaron
en uno contra el Señor, y contra su Cristo. Porque verdaderamente se
unieron en esta ciudad contra tu santo Hijo Jesús, a quien ungiste, Herodes y
Poncio Pilato, con los gentiles y el pueblo de Israel, para hacer cuanto tu
mano y tu consejo había antes determinado que sucediera. [4] He aquí cabalmente
lo que había sido dicho: En cuanto al evangelio, son enemigos por causa de
vosotros. Tanto fue, por consiguiente, lo que la mano de Dios y su consejo
habían predestinado que realizasen los judíos, cuanto fue necesario al
Evangelio en atención a nosotros.
Pero ¿qué significa lo que sigue: Pero en cuanto a la elección,
son amados por causa de los padres? ¿Por ventura aquellos enemigos que
perecieron en sus odios y los adversarios de Cristo, que aún siguen pereciendo
de entre los de aquella nación, son los mismos elegidos y amados de Dios? No
tal; ¿quién, por muy demente que fuera, afirmaría cosa semejante?
Pero ambas cosas, aunque contrarias entre sí, es decir, el ser
enemigos y el ser amados de Dios, aunque no puedan conciliarse a un mismo
tiempo en los mismos hombres, convienen, sin embargo, al mismo pueblo Judío y a
la misma raza carnal de Israel; en unos para su perdición y en otros para la
bendición del mismo Israel.
Por tanto, cuando oigamos decir «que Israel no logró lo que buscaba»
o «que los demás fueron endurecidos en su ceguera», se han de entender «los
enemigos acerca de nuestro bien»; mas cuando oímos: «Pero los elegidos lo
lograron», deben entenderse «los amados en atención a sus padres», a quienes
ciertamente se hicieron estas promesas: A Abraham fueron hechas las promesas, y
a su simiente. [5] Así es como en este olivo se injerta el olivo silvestre de
los pueblos Gentiles. Mas la elección a que aquí se refiere debe verificarse,
en efecto, según la gracia y no según deuda; porque así también aún en este
tiempo ha quedado un remanente escogido por gracia. [6] Tal fue la elección
eficazmente conseguida, quedando los demás endurecidos en su ceguera. Según
esta elección, fueron elegidos los Israelitas en atención a sus padres. Porque
no fueron los llamados con aquella vocación acerca de la cual se dijo: Muchos
son llamados, [7] sino con aquella otra con que son llamados los escogidos.
Por eso también aquí, después de decir: Pero en cuanto a la
elección, son amados por causa de los padres, añadió seguidamente: porque
irrevocables son los dones y el llamamiento de Dios; [8] es decir, fijados
establemente sin mutación alguna. Todos los que pertenecen a esta vocación son
enseñados por Dios, y ninguno de ellos puede decir: «Yo creí para ser llamado»,
pues ciertamente le previno la misericordia de Dios, siendo llamado de manera
que llegase a creer. Porque todos los que son enseñados por Dios, vienen al
Hijo, quien clarísimamente dice: Todo aquel que oyó al Padre, y aprendió de él,
viene a mí. [9] Ninguno de éstos perece, porque de cuantos le ha dado el Padre
no dejará perder a ninguno. Ninguno, por tanto, si viniere del Padre, perecerá
de ninguna manera; mas si llegare a perecer, no vendría ciertamente del Padre.
Por esta razón fue dicho: salieron de nosotros, pero no eran de nosotros;
porque si hubiesen sido de nosotros, habrían permanecido con nosotros. [10]
***
CAPÍTULO XVII
LA VOCACIÓN PROPIA DE LOS ELEGIDOS
34.Procuremos
entender bien esta vocación, con que son llamados los elegidos; no que sean
elegidos porque antes creyeron, sino que son elegidos para que lleguen a creer.
El mismo Jesucristo nos declara esta vocación cuando dice: No me elegisteis
vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros. [1] Porque si hubieran sido
elegidos por haber creído ellos antes, entonces le hubieran elegido ellos a Él
primeramente al creer en Él, para merecer que Él les eligiese después a ellos.
Lo cual reprueba absolutamente el que dice: No me elegisteis vosotros a mí,
sino que yo os elegí a vosotros.
Sin duda que ellos le eligieron también a Él cuando en Él
creyeron. Pues si dice: No me elegisteis vosotros a mí, sino que yo os elegí a
vosotros, no lo dice por otra razón sino porque no lo eligieron ellos a Él para
que El les eligiese a ellos, sino que Él les eligió a ellos para que ellos le
eligiesen a Él; porque les previno con su misericordia según su gracia y no
según deuda. Les sacó, sí, del mundo cuando aún vivía El en el mundo, pero ya
les había elegido en sí mismo antes de la creación del mundo. Tal es la
inconmutable verdad de la predestinación y de la gracia. ¿Acaso no es esto lo
que dice el Apóstol: Según nos escogió en él antes de la fundación del mundo?
[2] Porque si verdaderamente se ha dicho que Dios conoció en su presciencia a
los que habían de creer, no porque Él habría de hacer que creyesen, en tal caso
contra esta presciencia hablaría el mismo Jesucristo cuando dice: No me
elegisteis vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros, pues resultaría más
bien cierto que Dios conoció en su presciencia que ellos habían de elegirle a
Él para merecer que Él les eligiese a ellos.
Así, pues, han sido elegidos desde antes de la creación del mundo
con aquella predestinación por la cual Dios conoce en su presciencia todas sus
obras futuras y son sacados del mundo con aquella vocación por la cual cumple
Dios todo lo que Él mismo ha predestinado. Pues a los que predestinó, a ésos
los llamó; los llamó, sí, con aquella vocación que es conforme a su designio.
No llamó, por tanto, a los demás; sino a los que predestinó, a ésos los llamó;
y no a los demás, sino a los que llamó, a ésos los justificó; y no a los demás,
sino a los que predestinó, llamó y justificó, a ésos los glorificó con la
posesión de aquel fin que no tendrá fin.
Es Dios, por tanto, quien eligió a los
creyentes, esto es, para que lo fuesen, no porque ya lo eran. Y así dice el
apóstol Santiago: ¿No ha elegido Dios a los pobres de este mundo, para que sean
ricos en fe y herederos del reino que ha prometido a los que le aman? [3]
En virtud de su elección, por tanto, hace ricos en la fe lo mismo que herederos
del reino. Con toda verdad se dice, pues, que Dios elige en los que creen
aquello para lo cual los eligió de antemano, realizándolo en ellos mismos. Por
eso, yo exhorto a todos a escuchar la palabra del Señor cuando dice: No me
elegisteis vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros. ¿Quién oyéndola se
atreverá a decir que los hombres creen para ser elegidos, siendo así que más
bien son elegidos pata que lleguen a creer?; no sea que, contra la sentencia de
la misma Verdad, se diga que han elegido primeramente a Cristo aquellos a
quienes dice el mismo Cristo: No me elegisteis vosotros a mí, sino que yo os
elegí a vosotros.
***
CAPÍTULO XVIII
DIOS NOS ESCOGIÓ PARA QUE FUÉRAMOS SANTOS E INMACULADOS
35.Escuchemos
la palabra del Apóstol cuando dice: Bendito sea el Dios y Padre de nuestro
Señor Jesucristo, que nos bendijo con toda bendición espiritual en los lugares
celestiales en Cristo, según nos escogió en él antes de la fundación del mundo,
para que fuésemos santos y sin mancha delante de él, en amor habiéndonos
predestinado para ser adoptados hijos suyos por medio de Jesucristo, según el
puro afecto de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia, con la
cual nos hizo aceptos en el Amado, en quien tenemos redención por su sangre, el
perdón de pecados según las riquezas de su gracia, que hizo sobreabundar para
con nosotros en toda sabiduría e inteligencia, dándonos a conocer el misterio
de su voluntad, según su beneplácito, el cual se había propuesto en sí mismo,
de reunir todas las cosas en Cristo, en la dispensación del cumplimiento de los
tiempos, así las que están en los cielos, como las que están en la
tierra. En él asimismo tuvimos herencia, habiendo sido predestinados
conforme al propósito del que hace todas las cosas según el designio de su
voluntad, a fin de que seamos para alabanza de su gloria, nosotros los que
primeramente esperábamos en Cristo; [1] ¿quién—digo—que escuche con la debida
atención y reflexión estas palabras osará poner en duda una verdad tan evidente
como la que venimos defendiendo? Eligió Dios en Cristo, como cabeza de su
Iglesia, a sus miembros antes de la creación del mundo; mas ¿cómo pudo
elegirlos cuando aún no existían sino predestinándolos? Predestinándolos, pues,
los eligió. ¿Y acaso debió elegir a los impíos y mancillados? Porque si se
pregunta a quiénes eligió Dios, a los impíos o a los santos e inmaculados,
¿quién que trate de dar respuesta a tal pregunta no se pronunciará al instante
en favor de los santos e inmaculados?
36.«Pero sabía
Dios en su presciencia—arguye el pelagiano—quiénes habían de ser santos e
inmaculados por la elección de su libre albedrío; y por eso, a los que conoció
en su presciencia, desde antes de la creación del mundo, que habían de ser
santos e inmaculados, a ésos eligió. Eligió, por consiguiente—dicen—, antes de
que existiesen, predestinándolos como hijos suyos, a los que sabía en su
presciencia que habían de ser santos e inmaculados; mas no fue Él, Dios, quien
los hizo tales ni los haría después, sino que previó solamente que habrían de
serlo ellos por sí mismos». Pero consideremos bien nosotros las palabras del
Apóstol, y veamos si por ventura nos eligió antes de la creación del mundo,
porque habíamos de ser santos e inmaculados, o más bien para que lo fuésemos.
Bendito—dice—sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos bendijo
con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo, según nos
escogió en él antes de la fundación del mundo, para que fuésemos santos y sin
mancha delante de él. Por tanto, no porque lo habíamos de ser, sino para que lo
fuésemos. Cierto es, por tanto, esto y evidente: que habíamos de ser santos e
inmaculados porque Él mismo nos eligió, predestinándonos para que fuésemos
tales en virtud de la gracia. Por eso, nos bendijo con toda bendición
espiritual en los lugares celestiales en Cristo, según nos escogió en él antes
de la fundación del mundo, para que fuésemos santos y sin mancha delante de él,
en amor habiéndonos predestinado para ser adoptados hijos suyos por medio de
Jesucristo. Y atended a lo que después añade: Según el puro afecto de su
voluntad, para que en tan inmenso beneficio de su gracia no nos gloriásemos
como si fuera obra de nuestra voluntad. Con la cual—sigue diciendo—nos hizo
aceptos en el Amado; es decir, por su voluntad nos hizo agradables a sus ojos.
Del mismo modo, se dice que nos hizo aceptos por medio de su gracia, como se
dice que nos justificó mediante la justicia. En quien tenemos—dice—redención
por su sangre, el perdón de pecados según las riquezas de su gracia, que hizo
sobreabundar para con nosotros en toda sabiduría e inteligencia, dándonos a
conocer el misterio de su voluntad, según su beneplácito. En este misterio de
su voluntad es donde atesoró las riquezas de su gracia según su beneplácito y
no según nuestra voluntad. La cual no podría ser buena si Él mismo, según su
beneplácito, no la ayudara para que lo fuese. Pues después de decir: Según su
beneplácito, añadió: el cual se había propuesto en sí mismo, es decir, en su
Hijo, de reunir todas las cosas en Cristo, en la dispensación del cumplimiento
de los tiempos, así las que están en los cielos, como las que están en la
tierra. En él asimismo tuvimos herencia, habiendo sido predestinados
conforme al propósito del que hace todas las cosas según el designio de su
voluntad, a fin de que seamos para alabanza de su gloria, nosotros los que
primeramente esperábamos en Cristo.
37.Sería
demasiado prolijo discutir detenidamente todas estas cosas. Pero, sin duda
ninguna, vosotros estimáis y estáis persuadidos que por la doctrina del Apóstol
se demuestra con toda evidencia esta gracia, contra la cual tanto se ensalzan
los méritos humanos, como si el hombre diera algo primeramente para que le sea
por Él retribuido. Nos eligió Dios, por tanto, antes de la creación del mundo,
predestinándonos en adopción de hijos; no porque habríamos de ser santos e
inmaculados por nuestros propios méritos, sino que nos eligió y predestinó para
que lo fuésemos. Lo cual realizó conforme a su beneplácito para que nadie se
gloríe en su propia voluntad, sino en la de Dios; lo realizó conforme a su
beneplácito, que se propuso realizar en su amado Hijo, en quien hemos sido
constituidos herederos por la predestinación, no según nuestro beneplácito,
sino según el de aquel que obra todas las cosas hasta el punto de obrar en
nosotros también el querer. Porque obra conforme al consejo de su voluntad para
que seamos para alabanza de su gloria. Por eso proclamamos que «nadie se gloríe
en el hombre» [2], y, por tanto, ni en sí mismo, sino el que se gloría,
gloríese en el Señor, [3] para que seamos para alabanza de su gloria. Él mismo
es quien obra conforme a su designio, para que seamos para alabanza de su
gloria, esto es, santos e inmaculados, por lo cual nos llamó, predestinándonos
antes de la creación del mundo. Según este designio suyo es como se realiza la
vocación propia de los elegidos, para quienes todas las cosas les ayudan a
bien; [4] porque son llamados según su designio, y los dones y la vocación de
Dios son irrevocables.
***
CAPÍTULO XIX
EL PRINCIPIO DE LA FE ES TAMBIÉN OBRA DE DIOS
38.Pero tal vez
estos hermanos nuestros con quienes ahora trato y para quienes escribo digan
que los pelagianos son refutados ciertamente por el testimonio del Apóstol en
que asegura que hemos sido elegidos en Cristo y predestinados antes de la
creación del mundo para que fuésemos santos e inmaculados en su presencia por
medio de la caridad. Porque juzgan que, una vez aceptados los mandamientos,
nosotros mismos, por obra de nuestro libre albedrío, nos hacemos santos e
inmaculados en su presencia mediante la caridad; «lo cual—dicen—, como conoció
Dios en su presciencia que habría de suceder así, por eso nos eligió y
predestinó en Cristo antes de la creación del mundo». Mas este es el
pensamiento del Apóstol: No porque
conoció Dios en su presciencia que habíamos de ser santos e inmaculados, sino
para que lo fuésemos por la elección de su gracia, por la cual nos hizo aceptos
en el Amado. Al predestinarnos, pues, tuvo Dios presciencia de su obra, por la
cual nos hace santos e inmaculados. Luego, legítimamente se refuta por este
testimonio el pelagianismo.
«Pero nosotros afirmamos—replicarán—que Dios solamente tuvo
presciencia de nuestra fe inicial, y por eso nos eligió antes de la creación
del mundo y nos predestinó para que fuésemos también santos e inmaculados por
obra de su gracia». Mas escuchen lo que se asegura en el mismo testimonio del
Apóstol: En él asimismo tuvimos herencia, habiendo sido predestinados conforme
al propósito del que hace todas las cosas según el designio de su voluntad. [1]
Por consiguiente, el mismo que obra todas las cosas es quien obra en nosotros
el principio de la fe. No precede, pues, la fe a aquella vocación de la cual se
ha dicho: Porque irrevocables son los dones y el llamamiento de Dios; [2] y
también: No por las obras sino por el que llama, [3] pudiendo haberse dicho:
«En virtud del que cree»; ni precede tampoco a la elección, que significó el
Señor cuando dijo: No me elegisteis vosotros a mí, sino que yo os elegí a
vosotros. Pues no porque creímos, sino para que creyésemos, nos eligió, a fin
de que no podamos decir nosotros que le elegimos a Él primeramente, y así
resulte falso—lo que no es lícito pensar—este oráculo divino: No me elegisteis
vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros. Y no porque creímos, sino para
que creamos, somos llamados; y por aquella vocación, que es irrevocable, es por
la que se realiza y perfecciona todo lo que es necesario para que lleguemos a
la fe. Pero no hay por qué repetir lo que ya hemos dicho sobradamente acerca de
esta materia.
39.Finalmente,
en los siguientes testimonios confirmativos de esta doctrina, el Apóstol da
gracias a Dios por todos aquellos que habían creído, y no ciertamente porque
les había sido predicado el Evangelio, sino porque habían creído. Dice, pues,
así: En él también vosotros, habiendo oído la palabra de verdad, el evangelio
de vuestra salvación, y habiendo creído en él, fuisteis sellados con el
Espíritu Santo de la promesa, que es las arras de vuestra herencia hasta la
redención de la posesión adquirida, para alabanza de su gloria. Por esta
causa también yo, habiendo oído de vuestra fe en el Señor Jesús, y de vuestro
amor para con todos los santos, no ceso de dar gracias por vosotros, haciendo
memoria de vosotros en mis oraciones. [4]
Nueva y reciente era aún la fe de aquellos que habían escuchado la
predicación del Evangelio, y, habiendo llegado a oídos del Apóstol, da por
ellos gracias a Dios. Pues si a un hombre se le agradeciese un favor meramente
supuesto o ciertamente no prestado, ¿no sería una adulación o una burla más
bien que un acto de gratitud? No os engañéis; Dios no puede ser burlado. [5]
Es, pues, también la fe inicial un don de Dios; de otra suerte, con razón se
juzgaría falsa o falaz la acción de gracias del Apóstol. Mas ¿por qué esto?
¿Acaso no se nos manifiesta también con toda claridad el principio de la fe en
la Epístola a los Tesalonicenses, en la cual el Apóstol rinde igualmente
gracias a Dios, diciendo: Por lo cual también nosotros sin cesar amos gracias a
Dios, de que cuando recibisteis la palabra de Dios que oísteis de nosotros, la
recibisteis no como palabra de hombres, sino según es verdad, la palabra de
Dios, la cual actúa en vosotros los creyentes? [6] ¿Y por qué da de esto
gracias a Dios el Apóstol? Porque es superfluo e inútil dar gracias por un
favor a quien no lo ha hecho. Mas porque esto no fue vano e inútil, con razón
se concluye que Dios es el autor de aquello por lo cual se le tributa acción de
gracias, a saber: que habiendo escuchado de labios del Apóstol la palabra de
Dios, la abrazasen no como palabra de hombre, sino tal cual es verdaderamente,
como palabra de Dios. Dios obra, por consiguiente, en el corazón del hombre en
virtud de aquella vocación que es según su designio, a fin de que no oigan en
balde el Evangelio, sino que, una vez escuchado, se conviertan y lleguen a la
fe abrazándola no como palabra de los hombres, sino tal cual es verdaderamente,
como palabra de Dios.
***
CAPÍTULO XX
DIOS DISPONE Y CONVIERTE LAS VOLUNTADES HUMANAS PARA EL REINO DE
LOS CIELOS Y LA VIDA ETERNA
40.Que la fe
inicial es un don de Dios, se nos enseña también por lo que indicó el Apóstol
cuando dijo en su Epístola a los Colosenses: Perseverad en la oración, velando
en ella con acción de gracias; orando también al mismo tiempo por nosotros,
para que el Señor nos abra puerta para la palabra, a fin de dar a conocer el
misterio de Cristo, por el cual también estoy preso, para que lo manifieste
como debo hablar. [1] Y ¿cómo se abre la puerta de la palabra sino cuando se
abre el sentido del oyente para que crea y, una vez recibida la fe, abrace
todas aquellas cosas que se predican y exponen para establecer la doctrina de
la salvación eterna, no sea que, encallecido el corazón por la incredulidad,
desapruebe y rechace lo que se le predica? Por lo cual dice también a los
Corintios: Pero estaré en Éfeso hasta Pentecostés; porque se me ha abierto
puerta grande y eficaz, y muchos son los adversarios. [2] ¿Qué otra cosa se
puede entender por estas palabras sino que, habiendo predicado él allí
primeramente el Evangelio, muchos habían creído, oponiéndosele también muchos
adversarios de la misma fe, según aquella palabra del Señor: Ninguno puede
venir a mí, si no le fuere dado del Padre; [3] y aquella otra: A vosotros os es
dado saber los misterios del reino de los cielos; mas a ellos no les es dado?
[4] Se ha abierto, pues, la puerta a aquellos a quienes les ha sido concedido;
pero son muchos los adversarios de entre aquellos a quienes ese don no les ha
sido concedido.
41.De igual
manera, el Apóstol, escribiendo a los mismos Corintios, en su segunda Epístola
les dice: Cuando llegué a Troas para predicar el evangelio de Cristo, aunque se
me abrió puerta en el Señor, no tuve reposo en mi espíritu, por no haber
hallado a mi hermano Tito; así, despidiéndome de ellos, partí para Macedonia.
[5] ¿De quiénes se despidió sino de los que habían creído, cuyos corazones
abrieron la puerta al que los evangelizaba? Y atended a lo que añade: Mas a
Dios gracias, el cual nos lleva siempre en triunfo en Cristo Jesús, y por medio
de nosotros manifiesta en todo lugar el olor de su conocimiento. Porque
para Dios somos grato olor de Cristo en los que se salvan, y en los que se
pierden; a estos, ciertamente olor de muerte para muerte, y a aquellos olor de
vida para vida. He aquí por qué da gracias a Dios el esforzadísimo e invencible
defensor de la gracia: porque los apóstoles son para Dios el buen olor de
Cristo, tanto para los que son hechos salvos por su gracia como para los que se
pierden por su justo juicio. Mas para no dar lugar a querellarse a los que no
entienden estas cosas, él mismo les avisa cuando añade y les dice: Y para estas
cosas, ¿quién es suficiente?
Mas volvamos a la apertura de la puerta, por la cual significó el
Apóstol el inicio de la fe. ¿Qué quiere decir: Orando también al mismo tiempo
por nosotros, para que el Señor nos abra puerta para la palabra, sino una
demostración clarísima de que el comienzo de la fe es también un don de Dios?
Pues no se le pediría por medio de la oración si no se creyese que nos es
concedido por Él. Este don de la gracia celeste había descendido también sobre
aquella mujer vendedora de púrpura, cuyo corazón—como dice la Escritura en los
Hechos de los Apóstoles—abrió el Señor para que estuviese atenta a lo que pablo
decía. [6] Así era llamada para que abrazase la fe. Porque obra Dios lo que le
place en los corazones humanos, ora socorriendo, ora juzgando, a fin de que por
medio de ellos se cumpla lo que su providencia y su consejo tienen predestinado
que se realice.
42.Y en vano
afirman también que no se refiere a la cuestión que discutimos lo que ya hemos
probado por el testimonio del libro de los Reyes y de las Crónicas, a saber:
que cuando Dios quiere realizar una cosa en cuya realización conviene que
intervenga la voluntad del hombre, inclina su corazón para que quiera aquella
cosa, obrando para ello de un modo maravilloso e inefable hasta el mismo
querer. ¿Y qué otra cosa es negar esto sino una vana negación y, sin embargo,
al mismo tiempo una flagrante contradicción? A no ser que al opinar así os
hayan alegado a vosotros alguna razón que hayáis preferido ocultarme en
vuestras cartas. Mas qué razón pueda ser, no se me alcanza. Porque demostramos
que Dios de tal manera obró en los corazones de los hombres y hasta tal punto
guió las voluntades de los que quiso, que llegaron a aclamar por rey a Saúl y a
David, ¿juzgarán acaso que estos ejemplos no encajan con la presente cuestión,
porque reinar temporalmente en este mundo no es lo mismo que reinar eternamente
con Dios? ¿Y juzgarán acaso por esto que Dios inclina las voluntades humanas a
donde le place en lo que respecta a la constitución de los reinos terrenos y no
en lo que respecta a la conquista del reino celestial?
Pero yo opino que no por reinos temporales, sino por el de los
cielos, ha sido dicho: Inclina mi corazón a tus testimonios. [7] Por Jehová son
ordenados los pasos del hombre; [8] guía y sostiene al que va por buen camino.
Y les daré un corazón, y un espíritu nuevo pondré dentro de ellos; y quitaré el
corazón de piedra de en medio de su carne, y les daré un corazón de carne, para
que anden en mis ordenanzas, y guarden mis decretos y los cumplan. [9] Y oigan
también aquellos otros pasajes: Y pondré dentro de vosotros mi Espíritu, y haré
que andéis en mis estatutos, y guardéis mis preceptos, y los pongáis por obra.
[10] De Jehová son los pasos del hombre; ¿Cómo, pues, entenderá el hombre su
camino? [11] Todo camino del hombre es recto en su propia opinión; pero Jehová
pesa los corazones. [12] Creyeron todos los que estaban ordenados para vida
eterna. [13] Escuchen atentos todas estas sentencias y otras muchas que no he
citado, con las cuales queda patente que Dios dispone y convierte también las
voluntades humanas para el reino de los cielos y la vida eterna. Considerad
cuán absurdo sería creer que Dios obra en las voluntades humanas para
constituir los reinos terrenos y, en cambio, creer que los hombres rigen con
absoluto dominio sus voluntades para la conquista del reino celestial.
***
CAPÍTULO XXI
CONCLUSIÓN
43.Largamente
he discurrido sobre esta materia. Tal vez ha tiempo que he dicho ya lo bastante
para persuadir lo que pretendía, y así he hablado a los nobles ingenios lo
mismo que a las inteligencias rudas, para quienes aún la excesiva explicación
resulta insuficiente. Pero confío en la indulgencia de todos. El interés de tan
nueva discusión me obligó a esta prolijidad. Pues habiendo aducido en mis
primeros escritos testimonios suficientes para demostrar que también el
principio de la fe es un don de Dios, algunos han hallado en qué contradecirme,
afirmando que dichos testimonios sólo tenían validez para demostrar que el
aumento de la fe es un don de Dios; mas en cuanto al principio de ella, por el
cual se llega a creer en Jesucristo, dicen que es obra del hombre y no un don
de Dios, sino que Dios lo exige previamente para que por su merecimiento se
consigan los demás dones divinos; ninguno de los cuales se concede, por tanto,
gratuitamente, a pesar de que la gracia de Dios, que de ninguna manera lo puede
ser si no es gratuita, se atribuye a todos ellos: lo cual—como veis—es
totalmente absurdo. Por eso he insistido cuanto me ha sido posible en afirmar
que también el comienzo de la fe es un don de Dios. Y si lo he hecho con mayor
prolijidad de la que por ventura desearan aquellos por cuya causa he redactado
este escrito, estoy dispuesto a escuchar sus objeciones, con tal de que, aunque
me haya excedido en la prolijidad y provocado el fastidio y hasta el tedio de
los inteligentes, confiesen, sin embargo, que con lo hecho he conseguido mi
propósito, es decir, demostrado con toda evidencia que el comienzo de la fe es
también un don de Dios, como lo son la castidad, la paciencia, la justicia, la
piedad y las demás virtudes, acerca de los cuales no hay duda de que son dones
divinos. Doy, pues, por terminado aquí este libro para que no resulte fatigosa
la demasiada prolijidad acerca de un solo asunto.
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