SIMÓN WIESENTHAL - Operación Nuevo Mundo (La misión secreta de Cristóbal Colón)
Simón Wiesenthal
Operación Nuevo Mundo (La misión secreta de Cristóbal Colón)
ÍNDICE:
I. El ciclo del destino / II. La esperanza / III. El profeta
enigmático / IV. Casi medianoche / V. Amargo final / Epílogo / Anexo
/Bibliografía
Una
de las tres carabelas de Colón. Xilografía que figura en la edición
latina del informe enviado por Colón a los Reyes Católicos (De insulis in mate Indico nuper viventis. Basilea, 1493-1494).
El que no recuerda su pasado está condenado a revivirlo. George Santayana
I. EL CICLO DEL DESTINO
Desembarco de Colón, según un grabado del siglo XVII.
Las
tres carabelas que han de llevar a Colón a tierras indias están
ancladas en el puerto de Palos. Es el 2 de agosto de 1492. Ha cerrado ya
la noche. Colón, de pie en el muelle, observa cómo van embarcando los
últimos marineros y demás participantes en la expedición. Ha ordenado
que todos se hallen a bordo antes de las once de la noche.
Sabemos
por la historia que la «Pinta», la «Niña» y la «Santa María» no se
hicieron a la mar hasta el día siguiente, el 3 de agosto. ¿Por qué
ordena Colón a los tripulantes que embarquen ya antes de medianoche?
¿Por qué atiende personalmente a que ello se cumpla? La orden va contra
el uso de la gente de mar, que antes de una larga navegación suelen
permanecer en tierra al lado de la familia hasta el último momento. ¿Por
qué esta vez no es así? La fecha en que se inicia la empresa, 2 de
agosto de 1492, da qué pensar. Por decreto de los reyes Isabel y
Fernando, desde las doce de la noche del mismo día, ningún judío debe
hallarse ya en territorio español. ¿Afecta quizá tal decreto a algunos
de los participantes en la expedición? ¿Hay judíos a bordo de las naves
de Colón? ¿Guarda relación su viaje de descubrimiento con la expulsión
de los judíos? En suma: ¿es que la empresa colombina tiene que ver, de
un modo u otro, con la persecución de los judíos? Al investigador se le
plantean de golpe todos esos interrogantes, que exigen de él una
respuesta satisfactoria. Pero antes de que nosotros mismos intentemos
encontrarla, dejemos hablar a Colón:
«Así
que, después de haber echado fuera todos los judíos de todos vuestros
reinos y señoríos, en el mismo mes de enero mandaron Vuestras Altezas a
mí que con armada suficiente me fuese a las dichas partidas de India.»
Así empieza su diario. Con esos dos hechos encabeza su relación sobre el descubrimiento de América.
A
primera vista está uno por creer que se trata de un embrollo
cronológico, pues es bien sabido que el edicto de expulsión se firmó el
31 de marzo de 1492, mientras que el viaje de descubrimiento había ya
obtenido el beneplácito real tres meses antes, o sea, en enero, tal y
como indica el diario. El acuerdo entre Colón y los reyes, sin embargo,
no se firmó hasta el 17 de abril. ¿Cómo se explica esa aparente
confusión de fechas? Sólo cabe entenderla de la siguiente manera: los
preparativos para expulsar a los judíos estaban, ya en enero, tan
avanzados, que eran del dominio público en la Corte, de modo que Colón y
sus protectores los conocían. Las fechas se suceden en este orden:
enero, aprobación del viaje de Colón; marzo, decreto de expulsión de los
judíos. Pero convergen en el 2 de agosto: último día de permanencia de
los judíos en España y víspera del viaje de descubrimiento. Con el
proverbial instinto del genio, que mostró también en tantas otras
ocasiones, aúna Colón ambos sucesos al principio del diario. Los
historiadores que se ocupan de aquella época convienen en que el
descubrimiento de América y la expulsión de los judíos son los
acontecimientos más trascendentales de toda la historia española.
Esa
noche es una encrucijada histórica. Finaliza en ella un capítulo. Se
abre otro que no sólo va a determinar la historia de España, sino la del
mundo entero. Que las tripulaciones de la «Pinta», la «Niña» y la
«Santa María» tengan que haberse recogido a bordo a las once es uno de
los numerosos enigmas que Colón y la ejecución de su viaje de
descubrimiento nos deparan. Colón sabe que, al cabo de una hora en
punto, la Santa Hermandad, la milicia urbana y los familiares de la
Inquisición se movilizarán para averiguar si, pese al decreto, quedan
aún judíos en España. Pero el hecho de que Colón quiera ver a bordo a
toda su gente ya a las once de la noche no puede separarse de otros
varios que parecen asimismo bien enigmáticos. Es menester considerar
todos esos hechos, históricamente documentados, en su conjunto. La sola
personalidad de Colón, tan llena de contradicciones a nuestros ojos, no
puede servir tampoco para descifrar los enigmas. Éstos no empiezan a
aclararse sino al procurar entender el entramado de los distintos datos.
La
relación Colón-judíos no fue casual, sino querida por ambas partes. Así
lo han comprendido no pocos investigadores desde hace ya tiempo. Se han
dedicado múltiples análisis a explicar su origen. Los resultados, hasta
aquí, son poco satisfactorios.
La presente investigación pretende ofrecer una nueva teoría interpretativa bien cimentada en los sucesos de aquel tiempo.
Numerosos
investigadores han constatado ya que el círculo de personas que
sostuvieron los planes de Colón relativos a un viaje de descubrimiento
estaba compuesto en su mayor parte por judíos y de judíos conversos. Más
adelante nos detendremos en ese punto: sin la colaboración de tales
personas, que intercedieron ante la pareja real, que aportaron ayuda
financiera y que aprestaron medios científicos náuticos, Colón no habría
llevado a cabo su viaje de descubrimiento. Se nos puede objetar,
cierto, que el nuevo continente también se hubiera descubierto sin
Colón. Los tiempos estaban maduros para ello. Otras naciones estaban
también preparándose para viajes rumbo a lo desconocido. Pero,
repitámoslo en pocas palabras: sin la ayuda de los judíos, el viaje de
Colón no hubiera tenido lugar. Para demostrarlo, tenemos que referirnos a
la situación de los judíos en la España de entonces.
Los
judíos se habían asentado en la Península Ibérica desde siglos antes
del nacimiento de Cristo. Es probable que llegaran a ella junto con los
fenicios. Varias poblaciones españolas —Toledo, Maqueda, Escalona, Yepes
y Aceca— denotan un origen judeo-palestino. Llevan nombres de carácter
hebraico. El nombre Toledo procede de Toledoth, es decir, «la ciudad de
las generaciones». La guía municipal de Toledo indica hoy esa
etimología. Se supone que se establecieron en ella miembros de las
tribus de Israel. El nombre Aceca significa «fortaleza»; Escalona se
llama así por Ascalón, localidad israelita de la tribu de Simeón;
Maqueda por Maceda, de la tribu de Judá; Yepes por Jope (Jaffa), de la
tribu de Dan. Son aún probablemente de origen judío los nombres de
bastantes otras poblaciones, como Layos y Noves. Se adoptaron tales
nombres en recuerdo de ciudades palestinas contemporáneas.
En tiempo de Cristo, judíos hispanos peregrinaron a Jerusalén. Se les llamó sefardim, gentilicio
derivado de la designación bíblica Sefarad: la tierra occidental del
Mediterráneo, España. También el profeta Abdías se refiere a esa parte
extremo-occidental del Imperio Romano como Sefarad. Más tarde, el
apóstol Pablo habla de la necesidad de predicar el Evangelio entre los
judíos de la Península Ibérica.
En
la Edad Media, cuando los judíos hispanos, entre otras medidas
defensivas contra las persecuciones, trataron de describir a los
soberanos cuan largo tiempo llevaban ya vinculados al país, precisaron
que se habían establecido ya en España tras la destrucción del primer
templo y que procedían de la tribu de Judá.
Los
judíos hispanos sobrevivieron a los sucesivos conquistadores. Todos
ellos se mezclaron pronto con la población indígena y acabaron
diluyéndose en ella. Los judíos, en cambio, fueron una y otra vez
perseguidos, se acomodaron en ocasiones a los conquistadores..., y los
hallamos de nuevo como grupo diferenciado en la época de que proceden
los primeros testimonios documentales escritos. Viven tanto entre los
moros musulmanes como entre los españoles católicos, escindidos en
varios reinos. En el siglo IX, historiadores musulmanes califican a
Granada y Tarragona de «ciudades judías». Judíos y cristianos disfrutan
en el sector árabe de plena libertad. Se rigen por una jurisdicción
autónoma. La comunidad judía de la España musulmana es la más numerosa
de Europa.
Los
judíos han venido quebrantando el principio universal de que, con el
tiempo, todo inmigrante se integra en su nuevo medio y pierde al cabo su
identidad. La historia de las emigraciones e inmigraciones es, lisa y
llanamente, la historia de la humanidad. El día en que alguien la
escriba, se leerá en ella que, por lo regular, los inmigrantes no tardan
en adaptarse a su ambiente, abandonando a lo largo de los años lo que
habían traído consigo en su equipaje de emigrantes. Y ello por razones
de seguridad, de oportunismo, para salir al paso de nuevas dificultades.
Se arroja todo lo pretérito como un lastre. No así los judíos. Lo que
habían traído consigo, lo han conservado después en gran parte. De ahí
que sean los judíos, en ese aspecto, una excepción histórica. Su
peculiar conducta les ha acarreado continuas dificultades y
persecuciones.
El
antisemitismo de muchos pueblos ha constituido la venganza de los
elementos autóctonos contra gentes que no querían asimilárseles. No es
ésta, claro está, la única explicación del antisemitismo, fenómeno
bimilenario, pero sí una de las principales.
En
el caso de España, se hace difícil hablar de grupos étnicos autóctonos.
Depende del momento de su historia a que uno se refiera. Sea cual fuere
el que se elija, sin embargo, siempre aparecerán los judíos como
pobladores viejos. El desarraigo que los antisemitas han solido achacar a
los judíos a fin de marcarlos como extranjeros a ojos de la población
«autóctona» no reza con los judíos de España. Los judíos de ambas zonas
de España, la musulmana y la cristiana, estaban unidos con el resto de
la población por vínculos amistosos y culturales. Como han probado las
autoridades en la materia, constituyeron el puente entre la cultura
árabe-mora y la hispanocristiana.
La
persecución de los judíos de España por los visigodos empezó en el año
612, cuando el rey Sisebuto decretó que fuesen discriminados. Esa medida
iba a perdurar como inamovible institución de los reinos hispanos
medievales. A principios del siglo VII había cristianos que se
convertían al judaísmo. Sisebuto lo prohibió bajo las penas más severas.
Todo judío que convirtiera a un cristiano incurría en pena de muerte y
pérdida de bienes.
En
otra de las múltiples vicisitudes de la historia de España, los
musulmanes vencieron a los visigodos y conquistaron casi la totalidad de
la Península, donde erigieron el emirato, más tarde el califato, de
Córdoba. Poco a poco, diversos reinos cristianos fueron recobrando parte
del territorio. El califato cordobés se disgregó en múltiples reinos de
taifas. Había judíos en ambas zonas. Los reyes cristianos se
maravillaban del alto nivel cultural que descubrían en los reinos
musulmanes sometidos. Los judíos, asociados a esa cultura islámica,
asumieron el papel de mediadores: transmitieron en parte a los
cristianos los adelantos de la civilización islámica. No obstante, el
pase de la soberanía musulmana a la cristiana fue para ellos un golpe
durísimo.
Los
judíos residían por entonces en barrios llamados aljamas, donde
disfrutaban de una organización autónoma. Los vecinos de cada aljama
estaban en contacto con los de todas las otras ciudades de España. Los
ghettos cerrados no aparecieron sino posteriormente. Los reyes de
Castilla y Aragón les otorgaron también autonomía, por razones
económicas. Los tributos percibidos de los judíos constituían la única
fuente de ingresos segura y constante de las arcas reales. Además de las
exacciones normales en concepto de impuestos, debían satisfacer aún
cada año la cantidad de 30 denarios en recuerdo de cierto judío que
otrora, según los Evangelios, los había tomado en forma de 30 monedas de
plata. Una especie de «reintegro». El ghetto era responsable del pago
global y repartimiento de los tributos entre sus habitantes. Como la
tesorería real padecía estrechez crónica, los ghettos tenían que
adelantar a menudo elevadas cantidades a cuenta de las contribuciones
futuras.
En
la España cristiana de la Edad Media, los judíos formaban un grupo
racial y religioso compacto que se diferenciaba del resto de la
población. De ahí que resultase necesario dictar leyes especiales para
ellos, privilegios que les aseguraran vida y hacienda. Recibieron
también el derecho de administrar por sí mismos sus asuntos internos.
Cuando empezaron a propagarse herejías en el seno de la cristiandad, y
la Iglesia se puso a combatirlas, era inevitable que extendiese su lucha
de los herejes a los judíos. Se acusó a los judíos de apoyar a los
herejes. Parte de las antiguas leyes para judíos, que habían dejado de
aplicarse hacía ya siglos, volvieron a entrar en vigor en virtud de una
bula del papa Inocencio III. Nuevas ordenanzas acentuaron las
limitaciones impuestas a la vida de los judíos; tenían por objeto
imposibilitar la convivencia de judíos y cristianos en los estados
cristianos de Europa.
A
toda costa era preciso remover a los judíos de las posiciones que,
gracias a su actividad económica y científica, habían logrado escalar en
numerosos estados europeos, por cuanto desde las mismas ejercían «mala
influencia» sobre los cristianos. Los judíos eran asesores financieros,
arrendatarios de contribuciones, médicos. Sobresalían así mismo en el
comercio internacional. En España desempeñaban, además, diversos oficios
mecánicos: hacían de curtidores, zapateros, guarnicioneros, joyeros,
cuchilleros, tejedores de lana y seda; eran también, a la par con los
moros, reputadísimos herreros.
Contra
todos ellos se vuelve la Iglesia. En adelante, los judíos no deben
tener ningún papel en la vida de los cristianos. Cree la Iglesia que son
muy influyentes, en particular, los médicos judíos. La mayor parte de
los reyes, príncipes y grandes señores, e incluso no pocos obispos, se
valían a la sazón de los servicios de un médico de cámara judío en quien
tenían depositada su confianza. La Iglesia sabía muy bien que esos
médicos intercedían a menudo a favor de sus hermanos de raza contra
disposiciones discriminatorias. Los temía: en muchos casos lograban,
efectivamente, desbaratar sus designios. A partir del siglo XIII, una
serie de sínodos eclesiásticos se pronuncian contra la actividad de
médicos judíos entre cristianos. Así el de Béziers de 1255, el de Viena
de 1267, el de Aviñón de 1326, el de Bamberg de 1491. Todas esas
condenas vienen expresadas en términos casi idénticos. Rezan: «Al
cristiano más le vale morir que deber la vida a un judío». El hecho de
que tales edictos tengan que irse reiterando de sínodo en sínodo prueba
que los magnates, pese a las disposiciones de la Iglesia, se resistían a
separarse de sus médicos de cabecera. Para conservar sus puestos,
numerosos médicos de cámara de España y Portugal fingen entrar en la
Iglesia. Sus señores no ignoran que se trata de falsos bautismos, pero
hacen la vista gorda. En general, sin embargo, el odio contra los
médicos judíos y el recelo ante la «medicina judía» se propagan.
La
Iglesia se infiltra en todas las esferas de la vida. Nada ha de escapar
a su influjo. Tampoco la economía. No obstante, al querer desplazar de
ella a los judíos, tropieza con problemas que no sabe solucionar y opta
por desentenderse de los asuntos monetarios.
¿Cómo
iba a ser posible compaginar el gobierno de un Estado y la renuncia al
dinero? Disponer de dinero significaba en aquellos siglos tomarlo
prestado para devolverlo cumplido cierto plazo, y al punto hacerse
prestar más. En diferentes Estados europeos, el importante papel
económico del prestamista corría a cargo sobre todo de judíos. Se habían
visto compelidos a asumirlo justamente por las trabas a que se les
había sujetado, tanto en los oficios mecánicos como en la posesión de
bienes raíces y en la agricultura.
La
aplicación rigurosa de las normas eclesiásticas en ese campo habría
conducido en España a un caos económico. Tanto la Iglesia como la Corona
lo sabían, y, en la práctica, prefirieron dejar las cosas como estaban.
En el año 1462, los representantes burgueses de las Cortes reaccionaron
a un intento de excluir a los judíos de las operaciones financieras,
suplicando que se les volviera a autorizar este tipo de actividades.
Pero, en los demás campos, la Iglesia exigía una segregación radical entre judíos y cristianos.
Lo
quieran o no, los cristianos están vinculados a los judíos por la
Biblia y por la historia primitiva del cristianismo. La historia
postcristiana del judaísmo es a la vez una parte de la del cristianismo.
Las tentativas de los cristianos a lo largo de dos mil años para
desasirse de los judíos evidencian esos vínculos, paradójicamente, con
suma claridad.
En
aquella época de efervescencia interna, al ir tomando doctrinas
aberrantes cada vez mayor incremento, la Iglesia se resolvió a
combatirlas en disputas públicas con los sectarios. Verdaderos torneos
de palabras que gozaban de gran popularidad y donde se contendía con
vivo apasionamiento. Muy pronto se organizaron también para oponer a
representantes de la Iglesia y judíos.
En
la relación entre cristianos y judíos, la polémica en torno a la
interpretación de la Biblia, común a ambas religiones, se extiende como
un hilo rojo a través de los siglos. Sobre todo en España. De súbito,
las controversias se alejan de los escritorios de los sabios y pasan a
ventilarse en la calle, en forma de disputas públicas forzosas. Éstas
duran bastante; en ciertos casos, meses. Los judíos están ahora en
desventaja. Mientras sus rivales pueden vomitar a placer acusaciones e
injurias, ellos deben guardarles respeto. Los rabinos tienen que
redactar instrucciones internas para uso de los disputantes judíos, pues
«los adversarios pueden acallar sus tesis con un puñetazo».
Los
cristianos han olvidado muy a menudo, quizá conscientemente, que fueron
ellos quienes llevaron la Biblia judaica a todo el mundo, a paganos, a
los habitantes de islas remotas; a fin de cuentas, fueron ellos quienes
la universalizaron. El cristianismo no puede renunciar a la Biblia
judaica: la Torah de Israel, el Pentateuco, constituye uno de los
fundamentos del cristianismo. Pablo, que intentó y logró apartar el
cristianismo del judaísmo, lo hizo movido por un sentimiento de «odio
propio» judío. Con frecuencia, por otra parte, predominó en él más bien
el amor-odio. Respecto al judaísmo, se conduce de una manera llena de
contradicciones, o, por decirlo con otras palabras, procede
dialécticamente. Los judíos le recriminan que haya adulterado el
judaísmo de Jesús. Pablo, por su parte, increpa airadamente a los judíos
porque éstos se niegan a admitir su interpretación del Cristo
resucitado. De ahí que le resultara imposible permanecer dentro de la
comunidad hebrea. Pablo rompió el marco de la religión judaica. De ahí
que fuera él, a ojos de los judíos, el renegado por excelencia, y no
Jesús. Posteriormente, muchos dignatarios cristianos han querido
desechar y aniquilar el judaísmo en nombre de Jesús. En su afán por
quitarse de encima escrituras sagradas del judaísmo, el Talmud, por
ejemplo, han pasado por alto que se redactaron en la misma lengua de que
se sirvió Jesús, o, cuando menos, en una lengua estrechamente
emparentada con la suya. Como es bien sabido, Jesús hablaba hebreo o
arameo, si no ambos dialectos semíticos.
La
personalidad de Pablo está descrita con gran acierto en un estudio
reciente del escritor hebreo Shalom Ben Chorin. Pablo es el judío
renegado que coopera a su propia tragedia. Es un ciudadano romano adepto
a la fe de Cristo y enraizado en la cultura helenístico-judaica.
La
historia hebrea abunda en semejantes renegados. La tragedia personal de
Pablo estriba en que, para los judíos, es un griego, y, para los
griegos, un fariseo-rabino. No consiguió ser un judío para los judíos y
un griego para los griegos. Hubo cristianos que le censuraron por
introducir el espíritu talmúdico en el Evangelio. Sin embargo, muchos
sucesores de Pablo se han complacido en prescindir de todo lo positivo
que predicó sobre el judaísmo, su interpretación de la luz de Israel,
para recoger tan sólo lo negativo. A vueltas de que casi siempre han
entendido mal ese último aspecto, por escapárseles un factor decisivo:
que se trató ante todo de una querella intestina del judaísmo. Más
importante que tal o cual explosión de mal humor de Pablo (I Tes. 2,
14-16) es el grandioso cuadro teológico trazado en la Epístola a los
Romanos, tan insoportable para muchos cristianos medievales, que
procedieron a usurpar los bienes divinos atribuidos en ella a Israel:
así se forjó la teoría del desheredamiento, que permitió eliminar a los
judíos de una teología fundada en el judaísmo. Antes de que la
cristiandad se diera a deshacerse de los judíos, no pocas veces
matándolos, se tuvo primero que separarlos del Nuevo Testamento a través
de una sutil teoría pseudoteológica, por cuanto aquél les reconocía
hasta cierto punto su carácter de pueblo de Dios llamado a la salvación.
En
las disputas se debatía ante todo si el mundo estaba o no redimido.
Aunque entre los sabios judíos existían al respecto diversas
interpretaciones, en un punto concordaban todos los judíos: el mundo,
tal y como era, no podía ser considerado por ellos como redimido. Bien
se comprende. Otra cuestión capital giraba en torno al proceso de Jesús.
Los judíos aducían que, cuando tuvo lugar, no habitaba en Palestina
sino la octava parte del pueblo judío, de modo que era injusto hacer
responsables del mismo a los judíos de otros países y a sus
descendientes. Errores y crímenes judiciales, observaban, se habían dado
siempre, y seguían dándose por doquier; de pretender siempre
imputárselos a todo un pueblo, no quedaría ninguno a salvo. Y añadían
que cientos de millares de judíos habían sufrido antes y después
idéntica suerte.
Para
estar a la altura de los teólogos judíos, tendió cada vez más la
Iglesia a confiar en disputantes salidos de sus mismas filas, a hacerse
representar por renegados. Con el tiempo se llegó a un espectáculo
grotesco: las disputas se transformaron en lides entre judíos bautizados
y no bautizados.
Las
disputas tenían lugar por lo común en la plaza más céntrica de la
ciudad y, de hecho, servían para encrespar los ánimos de quienes las
presenciaban. La plebe esperaba con impaciencia a que terminaran las
razones para lanzarse sobre las juderías a saquear y matar.
No
siempre concluyeron las disputas en una derrota de los judíos. Del 20
al 31 de julio de 1263, se enfrentaron en Barcelona el judío renegado
Pau Cristiá y el rabino de la comunidad local Moses Ben Nahman, y este
último salió victorioso de la prueba. He aquí uno de los párrafos de su
argumentación: «Desde los tiempos de Jesucristo hasta nuestros días, el
mundo ha estado lleno de violencia y rapiñas, y los cristianos han
derramado más sangre que los demás pueblos, y en su moral son tan
desordenados como el resto de la humanidad. ¡Oh, que distinto sería todo
para Vuestra Majestad y sus caballeros si no fuesen ya educados para la
guerra!» El rabino recibió del rey una recompensa de 300 sueldos; al
entregársela Jaime I el Conquistador, le dijo: «Nunca había visto
defender tan bien una mala causa.» El sábado siguiente compareció el rey
en la sinagoga con un séquito de dominicos y dirigió una alocución a
los judíos. Un caso excepcional en la Edad Media.
Debemos aún referirnos a otra disputa, la más importante de cuantas tuvieron lugar en la España medieval.
A
fines de 1412, con el Cisma de Occidente, cuando había tres papas a la
vez, el antipapa Benedicto XIII, Pedro de Luna, ordenó a las comunidades
judías, con el beneplácito del soberano de Cataluña-Aragón, que
mandaran representantes de su ley a Tortosa. Las mismas despacharon como
delegados a veinte sabios. La parte cristiana recurrió al judío
bautizado Gerónimo de Santa Fe. Presidió los debates el propio Papa.
Éste perseguía mejorar su posición frente a los dos papas rivales:
rendir a los judíos en una disputa y subyugar luego a la religión
judaica hubiera sin duda constituido una hazaña para el mundo cristiano.
Las lides empezaron en febrero de 1413 y se prolongaron hasta noviembre
de 1414. Al no corresponder sus resultados a las esperanzas de
Benedicto XIII, dada la irreductible abundancia en razones del
adversario, comenzó el terror. En distintas ciudades del reino
catalano-aragonés, los monjes obligaron a judíos a bautizarse. Los
llevaban después a la sala donde estaba celebrándose una disputa y les
hacían allí abjurar públicamente del judaísmo con palabras de escarnio
para los sabios judíos. Mas éstos siguieron impertérritos —de sobra
conocían los métodos de la parte contraria—. Se optó entonces por
interrumpir las disputas. En mayo de 1415, el desilusionado Papa
promulgó una bula que contenía los mandatos de quemar los libros del
Talmud y de segregar rigurosamente a los judíos, y, por otra parte, el
de congregarlos tres veces por año en las iglesias para oír sermones
misionales. Esa bula, no obstante, quedó muy pronto sin efecto, pues, ya
en noviembre del mismo año, Benedicto XIII fue depuesto por el Concilio
de Constanza.
Mientras
los musulmanes dominaron gran parte de la Península Ibérica y persistió
el estado de guerra, los monarcas de los reinos cristianos mantuvieron
casi siempre estrechos lazos con los judíos que vivían en sus
territorios. Pese a las prohibiciones de la Iglesia, les confiaban altos
cargos, sobre todo en el campo de la economía y las finanzas. La
Iglesia castellana ocupaba una posición privilegiada. Más nacionalista
que la de los demás países europeos, pretendía con tanto mayor afán
dirigir el Estado. La lucha contra los moros era a la vez una guerra de
liberación nacional y una cruzada contra infieles.
La
Iglesia quería controlar la vida entera de los pueblos hispanos y, por
ende, tener parte en el gobierno de toda clase de asuntos, aun de los no
estrictamente religiosos. Tal intervencionismo chocaba a veces con los
designios de los príncipes temporales. Y como entre los consejeros del
trono se contaban judíos, contra ellos dirigió la Iglesia sus iras. Se
exigió la segregación de los judíos. En el año 1109 tuvo lugar el primer
pogrom, en Toledo. Siguieron otros en distintas ciudades de España. A
instancias de la Iglesia, fueron adoptándose, tanto en Castilla como en
Cataluña-Aragón, una serie de medidas discriminatorias. Pero la plena
autonomía de los judíos en las juderías, los ghettos, no sufrió
quebranto. De ahí que la Iglesia no se diese aún por satisfecha. Si los
reyes cristianos tenían el deber de no cejar hasta haber expulsado a los
musulmanes de la totalidad del territorio español, tenían también el de
no tolerar la presencia en el mismo de judíos, a menos que se
convirtiesen.
Desde
mediados del siglo XIV, repetidas pestes venían arrebatando a miles y
miles de personas. Era preciso cargar la mortandad a alguien. ¿A quién
mejor que al judío? En Alemania, en Francia, en España, en todos los
países de la Europa cristiana donde había judíos, estallaron pogroms de
inimaginables proporciones. A menudo los acaudillaban sacerdotes de la
Iglesia Católica. En España, el primer progrom por esta causa tuvo lugar
en Sevilla el 6 de junio de 1391. Pese a que el rey y el propio
arzobispo eran afectos a los judíos, un sacerdote católico, el padre
Ferrand Martínez, condujo a masas fanatizadas contra la judería. No se
contuvieron ni ante la guardia que el rey había dispuesto a su alrededor
para protegerla. Tras arrollarla, incendiaron el ghetto. Se dieron
también progroms en Barcelona, en Gerona y otras muchas ciudades de
Castilla y Cataluña. El fervor en combatir a los infieles encubría un
impulso nada espiritual: la rapacidad. Se ansiaba echar mano a los
caudales acumulados por los judíos. Los pogroms duraron tres meses. Y
ello pese a las embajadas que envió el papa Bonifacio IX para poner
término al genocidio. Cegados por el fanatismo, muchos órganos locales
de la Iglesia pasaron por encima de las órdenes pontificias. Tampoco
hubieran podido reprimir ya el frenesí multitudinario que había desatado
predicadores a lo padre Martínez.
El gran canciller de Castilla, Pero López de Ayala, en la Crónica de Enrique III, escribe: «...y todo esto fue codicia de robar, según pareció, más que devoción».
Gran
parte de los judíos supervivientes huyeron de España. Los que se
quedaron —para salvar en lo posible sus bienes— se vieron sometidos a
una agobiante campaña de proselitismo, a la que acabarían cediendo los
más. La Iglesia la promovió a fin de diluir los últimos residuos de la
comunidad judía. El apremio al bautismo tuvo por escenario la Península
entera, y su máximo protagonista fue el fraile predicador Vicente
Ferrer. Este se aplicó a convertir a los judíos por todos los medios. No
es de extrañar que después fuera santificado. Gracias a él entró en la
Iglesia un rabino muy reputado e influyente, Selemoh ha-Levi. Bajo el
nombre de Pablo de Santa María, el neófito vendría a erigirse en adalid
del antisemitismo dentro de la Iglesia española. Llegó a obispo de
Burgos y, al cabo, a canciller mayor de Castilla. Padre de cuatro hijos,
les procuró relevantes cargos públicos. Protegió, en fin, a toda suerte
de conversos.
Los
conversos han tenido con frecuencia un papel de primer orden en el
antisemitismo. No obstante, difícilmente habrá alguno superior al
franciscano Alonso de Espina, confesor del rey Enrique IV. Espina
aprovechó su influencia en el Estado y en la Iglesia para exigir
públicamente el bautismo forzoso de los judíos y el establecimiento de
la Inquisición. Más que contra los judíos en sí, tronó contra los
conversos, a quienes acusaba de impiedad. Preparó así el terreno a la
tragedia ulterior. Si hasta entonces los judíos convertidos habían
podido introducirse en el medio cristiano, sobre todo a través de
matrimonios, con lo que las diferencias iban borrándose, vino ahora a
formarse un frente contra los conversos que separó a los «cristianos
nuevos» de los «cristianos viejos». Esa tajante divisoria no tardó en
conducir a pogroms contra los cristianos nuevos, iniciados en Toledo en
el año 1467.
La
situación era bien paradójica: por un lado se removía cielo y tierra
para convertir a los judíos; por el otro se les denigraba tanto, que el
pueblo no podía fiarse en absoluto de los conversos.
Se
llegó al extremo de pretender demostrar científicamente la contumacia
con que los judíos convertidos se mantenían fieles a su antigua ley. El
médico madrileño Juan Huarte de San Juan trajo a colación una serie de
pruebas «incuestionables». En un libro sobre el tema, afirmó que el
carácter hebraico había cristalizado para siempre jamás hacía ya decenas
de siglos, durante los cuarenta años en que transitaron por el desierto
hacia Palestina tras el éxodo de Egipto. La alimentación con maná, el
aire sequísimo y el abrasante calor propios del clima desértico habrían
ocasionado el nacimiento de niños extraordinariamente sagaces, pero cuya
bilis negra les predisponía a ser ladinos y hostiles a todos los no
judíos.
En
vano buscaremos una lógica. Ni la hubo ni la hay. Parece que la Iglesia
hubiera debido guardarse de acoger a gentes que tenían por naturaleza
un carácter tan perverso. Mas no. Todo lo contrario: se prometió a los
judíos buenas condiciones de vida y cargos en el Estado y en la Iglesia,
con tal que atravesaran los umbrales del cristianismo. Y, de hecho,
cuando los judíos accedieron a convertirse, escalaron los peldaños de
las jerarquías estatal y eclesiástica que antes tenían vedados. Ello les
atrajo la envidia del pueblo y de parte del clero. La situación no
tenía sentido alguno. Para unos, los conversos seguían siendo judíos;
para otros eran falsos cristianos.
Muchos
siglos después, en el año 1903, se publicarían en San Petersburgo las
actas de un supuesto congreso judío que han pasado a la Historia con el
nombre de «protocolos de los sabios de Sión». Ciertamente apócrifos,
pues ni congreso hubo. Destinados ante todo a justificar la
discriminación de los judíos rusos, se habla en ellos de una red hebrea
universal para dominar la cristiandad. Pese a que se demandó en juicio a
antisemitas que los esgrimían y los tribunales dictaminaron que eran
apócrifos, de todos es sabido que años después fueron utilizados por los
enemigos de los judíos.
Pocos
saben, en cambio, que tales «protocolos» tienen un precedente en
España. Se trata de una carta en arábigo escrita en 1066 por cierto
rabino Samuel, de Marruecos, a otro rabino. Samuel le habría recomendado
que los judíos se convirtieran al cristianismo y se bautizaran a fin de
acceder a los cargos más altos y a las posiciones clave de los reinos
cristianos y, a la larga, establecer su dominio sobre toda la
cristiandad. Ese pretendido documento levantó gran polvareda al ser
divulgado; se tradujo a varias lenguas, y constituyó por espacio de
siglos un comodín para atacar a los judíos. Los antisemitas apelarían a
él una y otra vez como prueba de que los judíos querían enseñorearse de
España.
El
hecho de que los judíos conversos pasaran a ocupar importantes puestos
públicos evidenciaba, a ojos de los antisemitas, que habían seguido las
instrucciones atribuidas al rabino Samuel, de Marruecos. Que se hubiesen
visto obligados a bautizarse; que sólo el bautismo les hubiese abierto
las puertas de aquellos cargos; que, aun así, en muchos casos, no se
hubiesen bautizado voluntariamente..., todo eso no contaba en absoluto.
A
falta de periódicos, la propaganda contra los judíos y conversos se
hizo mediante panfletos manuscritos que circulaban entre el pueblo a
modo de coplas cantadas. Alcanzaron gran éxito las Coplas del Provincial, compuestas
en tiempo de Enrique IV, en que el antisemitismo se adereza con
pornografía y sucios ultrajes personales. Así se preparaban las
inminentes matanzas de judíos. Los frailes de las órdenes mendicantes
solían rematar sus prédicas contra los judíos citando fragmentos de tal
literatura —producida con frecuencia en los monasterios—, a fin de
llevar la exaltación del pueblo oyente al paroxismo.
Salvador
de Madariaga, en su libro sobre Cristóbal Colón, comenta: «Sólo en
nuestro siglo ha vuelto a conocer Occidente una época comparable en
cuanto a amenaza de la vida.»
El
antisemitismo característico de algunos judíos bautizados llegó en
España a extremos demenciales. Los que se pusieron al servicio de la
Iglesia contra sus antiguos hermanos no fueron muy numerosos, pero sí lo
bastante activos para demostrar como en pocas otras ocasiones el valor
de la maldad y la vileza en tiempos de crisis. Como se les necesitaba,
escalaron los peldaños del poder a galope. Eran, a la par que conversos,
renegados. Y sabían muy bien que, aun habiendo podido trepar hasta
posiciones medias y altas de la jerarquía eclesiástica, el origen
judaico iba a dificultarles la culminación de su carrera. De ahí que
quisieran raer a toda costa tal estigma. Para ello acudieron al medio
más drástico: borrar del mapa al judaísmo. Proceder, por lo demás, que
representa una constante trágica en la historia del pueblo judío. Los
renegados siempre han tenido un papel clave en las convulsiones
antisemitas.
Los
que actuaron en la España del siglo XV conocían de sobra la manera de
pensar y sentir del grupo del que, mal de su grado, formaban parte. La
mayoría de los conversos no se habían adherido a la fe cristiana sino de
puertas afuera, permaneciendo en sus adentros judíos llenos de
nostalgia por el judaísmo. Presos en las redes de una doble lealtad,
odiaban las circunstancias que les habían constreñido a abjurar la fe de
sus padres para salvar la vida, bienes materiales o posición. El
sentimiento de culpabilidad respecto a la ley judaica les impelía a
observar sus preceptos más estrictamente que nunca, por mucho que se
arriesgaran haciéndolo.
La
manera como, a fines del siglo XIV, se obligó a los judíos a bautizarse
no podía por menos de suscitar enconadas resistencias íntimas. Según un
cronista de la época, durante la ceremonia, las aguas bautismales se
mezclaban con las lágrimas del bautizado. Puestos ante la alternativa de
acceder al bautismo o abandonar el país, optaron sobre todo por abrazar
la fe católica los más ricos. De hecho, aun después del bautismo, la
mayoría de ellos se mantuvieron fieles a la religión judaica. Con el
tiempo, todo el mundo se había acostumbrado a esa situación ambigua.
Nadie ignoraba que muchos cristianos nuevos seguían observando en
secreto las reglas de su antigua ley. De ahí que se distinguiera entre
«conversos» aquellos que tras el bautismo procuraban asimilarse y
rompían con los judíos, y «marranos», convertidos sólo en apariencia.
Como se sabe, la palabra «marrano» tiene dos significaciones: «cerdo» y
«persona maldita o excomulgada». No siempre era fácil discernirlos, pues
muchos marranos dominaban a la perfección el arte del camuflaje. Cuando
la Iglesia quiso cerciorarse de quién era quién, tuvo que recurrir a
los buenos oficios del pueblo.
Los
cristianos viejos, cumpliendo las instrucciones dictadas desde el
pulpito, se aplicaron a observar de cerca a los nuevos. Pronto vinieron a
reparar en una serie de pistas. Tales y cuales judíos convertidos
seguían comiendo conforme a las costumbres hebreas. Sus mujeres,
exactamente igual que antes, aderezaban los manjares con cebolla y ajo,
freían la carne con aceite, y nunca con manteca de cerdo. Nada había,
pues, cambiado: olían a judíos. Expresión, ésta, que no debe entenderse
en sentido figurado. El olor a ajo y cebolla acabaría perdiendo a muchos
cristianos nuevos. Fue uno de los indicios en que se basó la
Inquisición para acusarlos de «judaizantes».
Los marranos
se casaban entre sí: no querían perder su identidad. La grieta abierta
entre cristianos viejos y nuevos fue haciéndose cada vez más honda. No
es de extrañar que, a lo largo y ancho de una España siempre pobre en
agua, circulara el dicho: «En tres casos corre el agua en vano: el agua
del rió en la mar, el agua en el vino y el agua en el bautizo de un
judío.»
En
la fase que subsiguió a la gran campaña de conversión, bautizantes y
bautizados sabían que la profesión de fe era pura comedia. Los
engañadores querían ser engañados, y los engañados los complacían. Los
eclesiásticos podían comunicar a sus superiores brillantes estadísticas
de bautizados. Y, en definitiva, todo redundaba ad majorem Dei gloriam, la divisa suprema de aquellos tiempos.
Más
adelante, sin embargo, la Iglesia no se conformó con una profesión de
fe meramente oral. Exigió que los bautizados cumplieran los nuevos
mandamientos y asistieran con la debida regularidad a los oficios
divinos. Se entró así en la fase caracterizada por el problema de los
cristianos nuevos.
En
realidad, ese problema era obra de la misma Iglesia. Del principio al
fin. Estorbándole la presencia de infieles, se había valido de todos los
medios para incitarlos a bautizarse. Y había logrado, en efecto, que
buena parte de los judíos recibieran el bautismo. ¿Pero cómo podía
esperar que de un acto impuesto por la necesidad, o bien fruto del
oportunismo, manase una fe sincera, acreditada por las obras?
Por
entonces, los cristianos nuevos no estaban aún sujetos a limitaciones
legales. Tenían derecho a ocupar toda clase de cargos del Estado y de la
propia Iglesia. Y los ocuparon realmente. Pronto los encontramos en la
corte como consejeros de los reyes, en las universidades, en la
administración, en el ejército, en los tribunales de justicia. Tampoco
tardaron en emparentar con las principales familias nobles, que por
algún tiempo hasta tuvieron a honra contar con un converso entre los
suyos.
Pero
la misma rapidez de esa ascensión motivó que empezara a desarrollarse
contra los marranos un trabajo de zapa, al principio por parte del bajo
clero. Las cargas fiscales se habían elevado mucho porque era menester
de continuo levar y pertrechar nuevos ejércitos. Hallándose la
administración de las finanzas y contribuciones en manos de conversos,
nada más fácil que atraer sobre ellos las iras populares. Estallaron
repetidos tumultos antisemitas, cada vez más violentos, hasta el punto
de que el Papa tuvo finalmente que intervenir cerca de la Iglesia
española.
Entre
los demagogos que, impulsando aquel juego sanguinario, abrieron paso a
la Inquisición, destaca una figura: el prior del convento sevillano de
dominicos de San Pablo, Hojeda. En los archivos de Sevilla se conservan
sus escritos contra los judíos y marranos de la corte real. Para su
campaña denunciatoria contra los «dominadores judíos», el hombre
aprovechó cualquier oportunidad, por nimia que fuese.
En
1478, la Pascua judaica caía dentro de la Semana Santa cristiana. Por
la noche de la primera cena pascual, o Seder, un joven noble se
introdujo en la judería de Sevilla para visitar furtivamente a una bella
hebrea. Pero el fogoso español no debía conocer muy bien aquel terreno,
pues vino a dar en una sala donde justamente estaba celebrándose el
Seder. Se habían congregado allí no sólo judíos, sino también marranos.
Los numerosos cirios encendidos, los trajes de gala de los participantes
en la ceremonia, los cálices llenos de vino... le parecerían al
católico, en plena Semana Santa, un escarnio sacrílego de su fe.
Horrorizado, abandonó al punto la judería y contó después a sus amigos
lo que había visto. La cosa no tardó en llegar a oídos de Hojeda. Y
éste, sin pensárselo dos veces, hizo de aquel episodio, de por sí
insignificante, el punto central de una acusación en toda regla a la
generalidad de los judíos y marranos. Redactó una denuncia en la que
subrayaba en particular el hecho de que, durante la semana conmemorativa
de la pasión de Cristo, judíos y herejes se reunían para escarnecerla.
Pertrechado con tal escrito, el dominico se dirigió a paso de carga a la
corte real, entonces en Sevilla, para exigir allí frenéticamente que se
introdujera la Inquisición.
Poco
después se reunían en Sevilla, bajo la presidencia de la reina Isabel,
altos dignatarios eclesiásticos, la mayor parte de ellos dominicos. El
tema de las deliberaciones se enunció así: «...fortalecimiento de la
fe». Pero ello no era más que una perífrasis. En realidad, estuvo sobre
el tapete única y exclusivamente la cuestión de los marranos.
La
Inquisición, en cuanto institución religiosa, es difícilmente
comprensible. Quien conoce su historia se pregunta cómo una religión que
dice tener por banderas el amor al prójimo, la tolerancia y la
misericordia pudo hacer quemar a hombres vivos sólo porque no querían
admitir ciertos dogmas o se apartaban de la línea oficial de la Iglesia.
Se
intentó fundamentar la Inquisición en el propio Evangelio. Para ello se
citaban pasajes de los apóstoles —separados de su contexto e
interpretados ad hoc—
sobre la nocividad de los herejes. Con preferencia, los versículos 10 y
11 del capítulo 3 de la Epístola a Tito: «Al sectario, después de una y
otra amonestación, evítale, considerando que está pervertido; peca, y
por su pecado se condena». La última frase, particularmente, era
entendida por los inquisidores como una clara exhortación a condenar.
Olvidaban que el mismo Pablo en la segunda Epístola a los
Tesalonicenses, capítulo 3, versículo 15, había puntualizado sobre el
mismo tema: «Mas no por eso le miréis como enemigo, antes corregidle
como a hermano». De igual manera procedieron con los textos de otros
apóstoles. Los inquisidores, imbuidos de odio y ciego fanatismo,
entresacaban de las palabras apostólicas lo que les convenía, para
presentar luego esas lecciones mutiladas como autoridades irrefutables.
Y, puesto que detentaban el poder, sus falsas exégesis tenían fuerza de
ley.
El
espíritu del Evangelio es claramente opuesto a toda presión exterior en
materia de fe. Los cristianos primitivos, que conformaban a él sus
vidas, rehuyeron siempre servirse de métodos violentos, cuanto más que
ellos mismos eran perseguidos de muerte por los emperadores romanos a
causa de sus creencias. De la indulgencia y tolerancia con que se
conducían hablan los escritos de numerosos santos de la Iglesia Católica
Romana, como Cipriano de Lactancio, Hilario de Poitiers, Ambrosio de
Milán y Gregorio Nacianceno, para mencionar sólo a algunos. La
persecución de los cristianos finalizó en el año 313 con el edicto de
libertad de cultos publicado en Milán por el emperador Constantino el
Grande. Incomprensiblemente, casi en el acto, se pusieron los propios
cristianos a perseguir. En el año 325, el Concilio de Nicea prohibió
bajo pena de muerte leer o poseer los escritos de Arrio, considerado
como hereje. En el año 353, el emperador Constantino publicó un edicto
contra los herejes. Siguieron otros contra los paganos, contra los
judíos, contra cualesquiera discrepantes. La escalada de la violencia
siglo tras siglo acabó llevando a ejecuciones de los heresiarcas y sus
secuaces. Tal represión se contradecía de un modo flagrante con el
Evangelio, pero la aprobaban los mismos papas. La voluntad de exterminar
físicamente a los heterodoxos se definió, sobre todo, al aparecer la
secta de los cataros o albigenses, que rechazaban de lleno la liturgia y
la jerarquía de la Iglesia Romana. Para combatirlos, organizó el papa
Gregorio XIII, en 1233, un tribunal eclesiástico a cargo de los
dominicos: la Inquisición. Los cataros fueron totalmente aniquilados.
Algunos
que otros príncipes de la Iglesia osaron protestar contra semejantes
prácticas. El obispo Wazo, de Lieja, por ejemplo, que, en 1048, tras
afirmar que Dios no quiere la muerte del pecador, clamó: « ¡Basta de
hogueras!» Pero las voces aisladas de cristianos valerosos no pudieron
impedir la aceptación general de los autos de fe en nombre del
Evangelio. El propio santo Tomás de Aquino predicó en 1274 que el hereje
no sólo debe ser apartado de la Iglesia por la excomunión, sino también
del mundo por la muerte.
Esa
consigna se cumplió del siguiente modo: Los inquisidores, tras
penitenciar a los reos de fe excomulgándolos, los entregaban al brazo
secular, que procedía a condenarlos a muerte.
Lo
único que complicaba el funcionamiento de tan perfecto engranaje era,
claro está, la cuestión económica. ¿A quién debían revertir los bienes
del condenado como hereje? Hubo ahí un interminable regateo entre Altar y
Corona. El Papa, sin cuyo beneplácito no podía constituirse ningún
tribunal de la Inquisición, tenía gran interés en hacerse con las
riquezas de los herejes. Pero, ciertamente, no menos las codiciaban los
soberanos temporales.
Fernando
e Isabel se decidieron a implantar la Inquisición en sus reinos por
motivos diferentes. Mientras Isabel se avino en seguida a las demandas
de los dominicos por razones de fe, Fernando se mostró remiso hasta que
aquéllos, comprendiendo el porqué de sus dudas, le pusieron delante de
los ojos otros acicates. La posibilidad de financiar la guerra contra
los moros con el dinero de los herejes: eso convenció al rey. Pero el
papa Sixto IV, antes de autorizar el establecimiento de la Inquisición
en Aragón, quería asegurarse la parte del león en el botín. De ahí que
él también vacilara cuando los emisarios de Fernando se presentaron en
Roma para obtener su beneplácito. Se le hacía muy cuesta arriba dejar
para el otro los cuantiosos caudales de los judíos, marranos y
conversos. Empezó entonces un tira y afloja sobre el repartimiento del
patrimonio de aquellos que, tras infinitas torturas, debían morir. No se
llegó a un compromiso hasta pasados algunos meses.
El
1 de noviembre de 1478, Sixto IV expidió una bula por la que autorizaba
a Fernando e Isabel a introducir el Santo Oficio en los reinos de
Castilla y Aragón. Pudo imponer que el consejo de la Inquisición quedara
en manos de tres obispos investidos de poder judicial.
Lo
paradójico del caso es que, en principio, Fernando tenía todos los
motivos para mostrarse bien dispuesto respecto a los judíos y marranos.
Su padre, el rey Juan II de Aragón, casado con la nieta de una judía
célebre por su belleza, Paloma de Toledo, se había distinguido como
valedor de los judíos. Estos se lo pagaron apoyándole y asistiéndole
fielmente. El médico de cámara de Juan II, el judío Abiater Aben
Cresques, puso a contribución todo su saber curativo para librarle de la
ceguera. Pero lo que más importa aquí subrayar es que sin el concurso
de los judíos no se habría realizado el sueño dorado del monarca: la
unión de Castilla y Aragón mediante el enlace de su hijo con la heredera
de aquel reino, Isabel. Lo aportaron no tan sólo por gratitud. El
destino de los judíos españoles dependió siempre del favor de los
soberanos. Siendo Juan su amigo y protector, y dada la ascendencia
hebrea de Fernando por parte de madre, esperaban que el príncipe
seguiría las huellas paternas y, cuando se hallara al frente del nuevo
Estado peninsular, inauguraría a lo largo y ancho del mismo una época de
tolerancia. Fiados en tal cálculo, judíos influyentes de Cataluña y
Aragón informaron del proyecto a sus correligionarios de Castilla y los
exhortaron a impulsarlo. El administrador de las rentas reales de
Castilla, el judío Abraham Sénior de Segovia, que gozaba de gran
prestigio por su sagacidad, se entrevistó con varios grandes del reino
para inclinarlos al matrimonio de la infanta Isabel con su primo
Fernando.
Aunque
Isabel misma no era nada contraria a ese vínculo, parte de la nobleza
castellana lo rechazaba. Los grandes de Castilla tenían otros
candidatos: el rey de Inglaterra, el rey de Portugal o el duque de
Berry. Entre los enemigos de Fernando destacaban hombres de Iglesia como
el arzobispo de Toledo, Alonso de Carrillo, y el obispo de Sigüenza,
Pedro González de Mendoza, futuro primado de España.
Abraham
Sénior se aconsejó con el jurista más renombrado del reino
catalano-aragonés, Jaime Ram, hijo de un rabino de Monzón y amigo
personal del príncipe. Ram entregó a Fernando 20.000 sueldos para que
pudiera desplazarse a Castilla. El pretendiente, tras atravesar
disfrazado el territorio de ésta, fue a reunirse sin pérdida de tiempo
con Abraham Sénior, en compañía del cual —de noche, tomando las mayores
precauciones— visitó a Isabel. Pero la conformidad de la infanta no
bastaba. Era preciso aún convencer —por vía de razones o de dádivas— a
los nobles castellanos que estaban contra el matrimonio. De ello se
encargaron algunos marranos poderosos, en particular Pedro de la
Caballería. Las arcas de la Corona de Aragón estaban vacías, de modo que
Fernando no estaba en condiciones de ofrecer a Isabel un presente de
bodas adecuado. También ahí ayudaron marranos ricos de ambos reinos:
compraron por 40.000 ducados un magnífico collar para que el príncipe lo
regalara a la infanta.
El matrimonio tuvo, finalmente, lugar en el año 1469.
Fernando
sabía que buena parte de la nobleza castellana le era hostil. De ahí
que odiara a los grandes de Castilla. Y vino a proyectar también su
rencor sobre los marranos que pertenecían a la nobleza —numerosos y
ricos—, por mucho que estuviese en deuda con ellos. En vez de gratitud,
prevaleció en él un complejo de inferioridad. La mera existencia de los
marranos y judíos se le hizo insoportable, porque le recordaban su
pobreza de antaño. Cuando los dominicos le propusieron introducir el
Tribunal de Fe en España, vio al punto en el mismo el instrumento idóneo
para llenar las arcas del Estado. La Inquisición venía ya funcionando
en Sicilia, que formaba parte de sus dominios. Conocía, pues, de sobra
las ventajas que tenía para el soberano.
La
conducta de Fernando es un ejemplo típico de la ingratitud que una y
otra vez cosecharon los judíos en la Edad Media por sus servicios. Fue
también el resultado de un cálculo erróneo. Los judíos ayudaron a medrar
a un príncipe pobre porque habían depositado en él sus esperanzas. Una
vez entronizado en Castilla, Fernando sintió tal ayuda como una
humillación, y recompensó a sus bienhechores expulsándolos y matándolos.
Para
afianzarse en el trono de Castilla, Fernando tenía que abatir y
sojuzgar a los grandes del reino. La guerra con los moros, por otra
parte, era inminente. El monarca sólo podía financiarla con las riquezas
de los cristianos nuevos y elevando los gravámenes sobre los ingresos
de los judíos. No había otra posibilidad. El propio clero estaba ya
pagando impuestos, cosa nunca vista en España.
Años
antes, Isabel había iniciado la promoción de los llamados «tribunales
de urgencia», cuyas sentencias eran de índole muy diversa. En el mejor
de los casos, como particularísima gracia: trabajos forzados en galeras.
Isabel
constituyó además un cuerpo de orden público, la «Santa Hermandad» o
«Milicia de Cristo», dirigida también al principio contra la nobleza: un
ejército privado para someter a los enemigos interiores. Sus miembros,
que llevaban uniformes negros, se reclutaron entre los vagabundos,
ladrones, espadachines, ex-presidiarios... Con el tiempo, esas tropas se
pusieron al servicio de la Inquisición, y llegaron a adquirir tal
autoridad y prestigio, que el país rebosó de aspirantes a ingresar en
sus filas. Se pronunciaron por la Inquisición incluso los nobles,
quienes, sintiéndose amenazados, yuxtapusieron a la Santa Hermandad un
cuerpo de élite. Falta de escrúpulos y vileza pasaron a ser virtudes
patrióticas.
Tras
la muerte de Enrique IV, la nobleza castellana impugnó los derechos al
trono de Isabel, su hermanastra. Alegaban que el rey, en el auténtico
testamento, había designado por sucesora a su hija Juana, que debía
contraer matrimonio con el rey de Portugal, Alfonso V. Se entabló una
guerra de sucesión en la que intervino ese último. Pero Isabel no
contaba con el dinero necesario para salir airosa de la misma. Sí, en
cambio, la nobleza. De ahí que enardeciese al pueblo contra los ricos y
que condenase y ejecutase a muchos de ellos. Pudo de ese modo financiar
la guerra y ganarla.
Una
vez instituida la Inquisición, fue preciso dotarla de un complejo
aparato auxiliar: una burocracia, una policía y una red de denunciantes.
Esos tres elementos indispensables no tardaron en perfilarse y actuar
entre la población. Como los integrantes de cada uno de los grupos
procedían de distintas capas sociales, se vigilaban unos a otros, de
manera que el soborno resultaba casi imposible. No cabe duda de que los
agentes eclesiásticos se hubiesen dejado corromper fácilmente de no ser
por el temor a los denunciantes. Este grupo, engendrado por el ala
extrema del catolicismo, era muy poderoso. La Iglesia Católica
recompensaba a los delatores de dos formas: con dinero y bendiciéndolos.
Dinero, lo obtenían en profusión. Si el condenado era rico, y casi
siempre lo era, les correspondía una parte considerable de sus bienes.
En cuanto al premio moral, baste con decir que, probablemente por
primera vez en la historia de la humanidad, se creó una insignia para
delatores. La llevaban orgullosos en el pecho: una cruz entre un puñal y
un ramo de olivo. Los condecorados ornaban incluso sus casas con ese
emblema. Servidores no sólo de la Inquisición, sino aun del Estado —pues
ambos organismos colaboraban en la misma tarea—, si por cualquier
motivo entraban en dificultades con la justicia, podían siempre invocar
sus servicios públicos, que eran, cuando menos, «circunstancias
atenuantes».
La
Iglesia había ido trabajando según un plan preciso que abrazaba dos
grandes fases. En la primera, se debía obligar a los judíos a bautizarse
para que desaparecieran como comunidad religiosa; en la segunda, se
debía extirpar de los neófitos cuantos rasgos específicamente judaicos
hubiesen subsistido en ellos. Pero a la larga se puso de manifiesto que,
tanto en lo uno como en lo otro, la Iglesia sólo había alcanzado éxitos
parciales.
Al
entrar en acción el Santo Oficio, la confusión general, la ola de
delatores, la amenaza constante, la inseguridad, los ardides para
escapar a las redadas de los esbirros... dieron frutos inesperados
—frutos que volverían a darse en tiempos parecidamente excepcionales—.
Los tribunales sacaban a la luz hechos sorprendentes: monjes que en los
conventos se hacían circuncidar por otros que también eran de origen
hebreo; marranos que retornaban al judaísmo para padecer persecución
junto con los judíos; sinagogas clandestinas donde tenían plaza
reservada altos dignatarios del Estado.
Las
actas inquisitoriales atestiguan que, aun en la tercera generación, los
marranos seguían celebrando el sábado, haciendo el viernes las debidas
abluciones y ayunando el día de la Reconciliación. Sus mujeres
aderezaban como antes típicos manjares judíos. El tribunal del Santo
Oficio no inquiría las creencias íntimas, sino el mantenimiento de ritos
judaicos. Por la mayor parte, los marranos habían abandonado el
judaísmo desde hacía ya tres generaciones. Con el tiempo habían venido a
olvidar muchas de sus verdades. Pero guardaban aún memoria de ciertos
ritos y usos, y se empeñaban en practicarlos. No se les perdonó. Las
familias «judaizantes» fueron desmembradas. Algunos, para salvarse a sí
mismos y a los suyos, pasaron a colaborar con la Inquisición. Fritz
Heymann, en su obra Der Chevalier von Geldern, describe
certeramente el estado de cosas con esta frase: «Sucedió que, de cinco
hermanos, uno ejercía de ministro, el otro fue quemado por hereje, el
tercero era obispo, el cuarto vivía en el extranjero como judío y el
quinto vigilaba como comisario real la expulsión de los judíos».
La
lucha promovida por la Iglesia contra los judíos —contra su poder,
contra su «perfidia y contumacia idiosincrásicas»— y el empeño puesto en
segregarlos produjeron como fenómeno concomitante un mito de
«sangre-y-tierra». Bajo el influjo de la Iglesia empezaron a difundirse
normas sobre la «limpieza de sangre». Los «limpios» constituyeron una
especie de casta de superhombres con derecho a predominar sobre los
demás. Nadie confiaba en nadie, pues siempre cabía la posibilidad de que
por las venas del otro corriese sangre extranjera.
En
la España de la Inquisición, todos sospechaban de todos. Las comisarías
del Santo Oficio rebosaban de denuncias contra gente de sangre impura.
La limpieza de sangre fue un requisito indispensable por espacio de
siglos. Cuando, en 1658, siglo y medio después de la expulsión de los
judíos, el pintor Velázquez pidió autorización para pintar armamentos y
soldados en los cuarteles, se le exigió demostrara la pureza de su
sangre. El documento se basa en declaraciones de testigos. He aquí una
parte del testimonio sobre los padres: «... de los cuales sabe son y
fueron habidos y tenidos de legítimo matrimonio por no haber oído cosa
en contrario y por cristianos viejos limpios de toda mala raza y mezcla
de judío, moro o nuevamente convertido, sin nuevas de que ninguno de
ellos ni sus ascendientes fuesen penitenciados por el Santo Oficio de la
Inquisición».
Los
buenos españoles, los libres de sospecha, tenían una modélica limpieza
de sangre hasta la séptima generación. ¡Ay del cristiano que, citado
ante el tribunal del Santo Oficio, sólo pudiera probarla hasta la
quinta! Su padre sólo podía probarla hasta la cuarta, su abuelo hasta la
tercera... De encontrarse un testigo —y por lo general se encontraba
más de uno— que declarara haber visto comer carne al abuelo en viernes, ipso facto se
acusaba al muerto de judaizante. Su osamenta era desenterrada para
quemarla en la hoguera junto al cuerpo del nieto —que en muchos casos ni
siquiera le había conocido y no se había enterado de la existencia de
ascendientes judíos sino en el curso de las investigaciones para
acreditar su «limpieza de sangre».
«Hermano
en Cristo», era el nombre con que se dirigían los torturadores a sus
víctimas, los semidifuntos, los humillados, los martirizados. Tras la
condena, se les ponía en la cabeza coronas, capirotes de papel blanco
pintados con lenguas de fuego amarillas y rojas, motivo que refulgía
también sobre sus vestiduras. Con grandes cirios encendidos en las
manos, eran conducidos en solemne procesión a la hoguera. Porque la
Iglesia no puede derramar sangre y, según el Evangelio de Juan, dijo
Jesús: «El que no permanece en mí es echado fuera, como el sarmiento, y
se seca, y los amontonan y los arrojan al fuego para que ardan». Ahí se
asió la Iglesia para justificar las hogueras.
La
hipocresía, aliada con la violencia, fue quizá el rasgo más repulsivo
de la Inquisición. Se llegó al extremo de llamar Casa Santa al edificio
donde se efectuaba el tormento. Al convertirse éste, con el tiempo, en
una rutina, hubo de combatirse el tedio de la crueldad inventando
suplicios cada vez más refinados que no provocaran, con todo, la muerte
prematura del reo.
La
Inquisición resucitó el culto pagano de víctimas humanas, fue de hecho
una recaída en el paganismo. Hacía ya largo tiempo que ninguna religión
de Europa ni del mundo entonces conocido sacrificaba hombres a sus
dioses —ni siquiera animales—. Las prácticas del Santo Oficio hicieron
retroceder a la cristiandad nada menos que hasta la época de las
persecuciones neronianas, hasta los circos donde los cristianos eran
despedazados por fieras. A aquella Roma sangrienta habían seguido más de
mil años de progreso, pues no cabe duda de que la religión cristiana lo
trajo consigo al principio. La Inquisición, sin embargo, ocasionó mil
veces más víctimas que el propio Nerón.
Los
métodos de los dominicos para atrapar marranos eran tan primitivos como
hábiles. Sabedores, por ejemplo, de la costumbre hebrea de no cocinar
en sábado, instalaron puestos de vigilancia en lo alto de torres y
edificios elevados para observar de qué casas no salía humo en tal día.
De vivir en las mismas judíos bautizados, bastaba dicha constatación
para encausarlos. Pasó considerable tiempo hasta tanto que los marranos
se percataron de esa táctica y cuidaron de que también en sábado
humearan sus chimeneas.
La
efectividad del Santo Oficio requería la eclosión de una gran ola
denunciatoria. La consigna que la Iglesia había dado a sus fieles —«
¡Vigilad!» — sólo podía cumplirse si la Inquisición era capaz de
movilizar un número suficiente de colaboradores. Conscientes de ello,
los dominicos esparcieron por el país multitud de agentes llamados
«familiares». Los mismos seguían los pasos a los cristianos nuevos,
sobornaban a sus criados para obtener informaciones directas, procuraban
que les diesen hospitalidad los viernes por la noche, a
fin de observar si ardían cirios en alguna sala, si los miembros de la
familia llevaban trajes solemnes y muchos otros detalles reveladores.
Los tenían todos anotados en cuestionarios que les proporcionaba la
Iglesia.
Que
la humanidad no saca enseñanzas de la historia es cosa archisabida. Las
vilezas cometidas una vez, por horribles que sean, van repitiéndose
siempre de nuevo. La institución de la denuncia floreció de un modo
particular en tiempos de la Inquisición española. En virtud de un
acuerdo entre Iglesia y Estado, los familiares del Santo Oficio no
pagaban impuestos. Y a fin de facilitar su misión, los dominicos
reunieron más de veinte reglas para reconocer a los judíos, relativas a
las costumbres, la fisonomía, el habla, etc.
Ya
en 1412 se había promulgado un decreto que prohibía la mezcla de razas
bajo severísimas penas. He aquí uno de sus artículos: «Que ninguna
cristiana, casada o soltera o amigada o mujer pública no sea osada de
entrar dentro en el círculo donde los dichos judíos moren de noche ni de
día. Y cualquier mujer cristiana que dentro entrare, si fuere casada,
que peche por cada vegada que en el dicho círculo entrare cien
maravedís; y si fuere soltera o amigada que pierda la ropa que llevare
vestida; y si fuera mujer pública que le den cien azotes por justicia o
sea echada de la ciudad, villa o lugar donde viviere.» Muchas ciudades
estatuyeron castigos aún más rigurosos: en el fuero de Sobrarbe, por
ejemplo, se mandaba quemar vivos al judío y a la cristiana a quienes se
les declarase convictos de haber consumado el coito.
Naturalmente,
miles de judíos y cristianos nuevos abandonaron a salto de mata el
país. Huyeron a Granada, a Portugal, a Francia o a Roma. Los primeros en
irse fueron los ricos. Al principio, la cosa no preocupó demasiado a la
Iglesia, pues los fugitivos dejaban atrás parte de sus bienes, que
Iglesia y Estado procedían luego a repartirse. Más tarde, sin embargo,
se esforzó por conseguir su extradición: cada vez se detenía a gente más
pobre: sólo reportaba ganancias la venta de sus casas. No acabando de
salir, pues, las cuentas —pese a las enormes sumas ingresadas—, se
acudió incluso a pedir limosnas en las iglesias para subvenir a las
necesidades de la Inquisición, también a través de los consabidos
cepillos. Pronto degenerada en un hipertrófico organismo burocrático que
tenía por fin su propia subsistencia, la Inquisición se tragaba mucho
dinero.
En
el repartimiento del patrimonio de condenados y tránsfugas, las
fricciones entre Iglesia y trono fueron incesantes. O Fernando estafaba a
la Inquisición, o ésta le estafaba a él. Los consiguientes escándalos
trascendieron a menudo más allá de las fronteras. Toda Europa hablaba de
que los Reyes Católicos no habían establecido el tribunal de la
Inquisición sino para apropiarse las riquezas de judíos y marranos.
Isabel y Fernando hicieron lo posible para acallar los «falsos rumores»,
pero sus esfuerzos resultaron ineficaces. En una carta al Papa,
solicitaron su ayuda apostólica contra la «leyenda negra» que iba
forjándose: el Sumo Pontífice, buen conocedor de las prácticas de la
Inquisición, ni siquiera les contestó, descortesía inaudita en aquellos
tiempos.
El
rey Fernando tenía grandes proyectos. Primero quería unificar
completamente a España, luego anexionarle Italia —era ya rey de
Sicilia—, después Francia, y, al fin, medir sus fuerzas con el sultán
turco. Para realizar tamaños planes de conquista necesitaba ingentes
cantidades de dinero, que sólo podía procurarse arrebatándoselo a los
judíos, los moros, los marranos y los nobles rebeldes.
Ya
años antes de la coronación de Fernando, más exactamente en 1465,
algunos exaltados, so pretexto de patriotismo, habían presentado en las
Cortes la propuesta de confiscar los bienes de los judíos para financiar
con ellos la guerra contra los moros. Nada del otro jueves: tales
planes aparecían sin falta siempre que los reyes y ministros apelaban a
los sentimientos patrióticos de sus súbditos con el objeto de elevar los
impuestos con fines bélicos; siempre había entonces «patriotas» que
proponían hacer la guerra a los infieles en nombre de Cristo con dinero
ajeno. Como dice Valeriu Marcu en su obra Die Vertreibung der Juden aus Spanien (La
caza de los judíos en España), publicada en 1934, «los constantemente
odiados tenían en sus manos lo constantemente querido». Ahora bien,
dicha propuesta, que en 1465 nadie había tomado en serio, fue recogida
quince años después por los dominicos para convencer a Fernando de que
introdujese la Inquisición.
Fernando,
con todo, se creía destinado por Dios a una alta misión. Una vez
vencidos los moros y consolidada España, pensaba declarar la guerra a
Francia, muy debilitada tras la muerte de Luis XI. Y quería enseñorearse
también en seguida de Italia. Aspiraba, en definitiva, a la
reordenación de toda Europa bajo su égida. Su lema era: «Primeramente
nos pertenece España, y luego el mundo entero.» Cuando recibía a
delegaciones extranjeras, tenía siempre dos palabras a flor de labios:
«paz» y «fe». Actitud que tal vez no coincidía con su forma de actuar.
En
Cataluña-Aragón, el Santo Oficio sólo podía introducirse con el
consentimiento de las Cortes. La pareja real se desplazó expresamente a
Tarragona para gestionarlo, y se llegó a un acuerdo. Pero apenas habían
empezado a actuar los inquisidores —el canónigo Pedro Arbués y el
dominico Gaspar Juglar— se manifestó una intensa oposición, que subió de
punto tras el primer auto de fe y tras el proceso contra uno de los
hombres más ricos de Zaragoza. Leonardo
o Samuel de Eli. Los Brazos presentaron al rey una resolución en nombre
de los marranos donde le suplicaban que pusiera término a las
persecuciones, declarándose dispuestos a compensarle con una suma
considerable. Fernando rechazó esa demanda, y la Inquisición intensificó
su actividad.
Los
marranos, desesperados, recurrieron a medios extremos. Sancho de
Paternoy, tesorero mayor de Aragón, el vicecanciller Alfonso de la
Caballería, con plaza reservada en la sinagoga de Zaragoza, Juan
Pedro Sánchez, Pedro de Almazán, Pedro Montfort, Juan de la Abadía,
Mateo Ram, García de Moros, Pedro de Vera, Gaspar de Santa Cruz y otros
compañeros de infortunio de Zaragoza, Calatayud y Barbastro celebraron
un conciliábulo en casa de Luis de Santángel, tío del futuro tesorero
mayor de Aragón del mismo nombre. Se acordó quitar de en medio al
inquisidor. En la noche del 15 de septiembre del año 1486, Pedro Arbués
fue herido por Juan de Esperandeu y Vidal Durango en la iglesia
metropolitana de La Seo. A las cuarenta y ocho horas moría.
Cuando
la reina tuvo noticia del asesinato del inquisidor, ordeno proceder con
implacable severidad contra todos los marranos del país y confiscar los
bienes de los condenados. Los conjurados fueron objeto de castigos
atroces. Juan de Esperandeu, otra de las grandes fortunas de Zaragoza,
tuvo que presenciar cómo su padre subía a la hoguera y era quemado vivo.
Y él mismo, tras serle amputadas las manos, fue arrastrado el 30 de
junio de 1486, junto con Vidal Durango, hasta la plaza del mercado, y
allí descuartizado y entregado a las llamas. También pereció en la
hoguera Juan de la Abadía, tras un intento de suicidio en la cárcel, y
con él Mateo Ram, a quien antes le habían cortado las manos. Tres meses
más tarde sufrieron el mismo castigo como adeptos al judaísmo la hermana
de Juan de la Abadía, el caballero Pedro Muñoz y Pedro Montfort,
vicario general del arzobispado de Zaragoza. El hermano de este último
fue quemado en efigie en Barcelona junto con su mujer. Quemar «en
efigie» era una sutileza más del Santo Oficio; cuando los reos de fe
estaban ausentes del país, se quemaba en lugar de ellos un retrato. Los
conspiradores García de Moros, Juan Ram, Juan de Santángel y Luis de
Santángel acabaron asimismo en la hoguera. Al tesorero mayor Sancho de
Paternoy, por intercesión de su pariente Gabriel Sánchez, consejero
real, le fue conmutada la pena de muerte por la de cadena perpetua. El
cabecilla de los conjurados, Juan Pedro Sánchez, pudo huir a Tolosa del
Languedoc; reconocido allí por estudiantes aragoneses, fue arrestado,
pero no tardó en recuperar la libertad. Gaspar de Santa Cruz murió en la
huida. Ambos fueron quemados en efigie en Zaragoza. Los restantes
miembros de la familia Sánchez, el mercader Bernardo Sánchez y su esposa
Brianda, el erudito Alfonso Sánchez. Antonio Pérez y García López,
hubieron también de subir a la hoguera.
La
Inquisición sembró el terror por toda España. Numerosos marranos
padecieron muerte por sus creencias y tradiciones como auténticos
mártires. Cuanto más cruelmente se los perseguía, tanto mas firmemente
perseveraban en la religión de sus padres. Dalmau de Tolosa confesó con
rotundidad que, así él como su madre y sus hermanos Gabriel y Luis, se
habían mantenido fieles por encima de todo a los preceptos de la ley
judaica. A principios del siglo XVI vivía en Nápoles un miembro de esa
familia, «famoso mercader catalán». El rico Jacob de Casafranca
—lugarteniente por algún tiempo del tesorero de Cataluña—, cuya madre
había muerto en los calabozos del Santo Oficio por ser judía, depuso
espontáneamente que el rabino de Gerona le proporcionaba carne «pura» y
todo lo debido. Los inquisidores declararon «judaizantes» a todos sus
descendientes.
Así
vino a enredarse la Iglesia española en un mito nacionalista y racista
traducido en la hoguera. Al procederse a encender el fuego, un coro
religioso entonaba el Te Deum laudamus. ¿A
qué Dios se dirigía? Cristo no es sanguinario, rechaza los sacrificios
humanos. A los anunciadores de la nueva fe, y falsificadores de la
verdadera doctrina de Cristo, los frailes dominicos, les llamaba el
pueblo domini canes, «perros
del Señor». En realidad, tenían por señor a la Inquisición, eran sus
perros de presa. Con una lengua de a palmo andaban al husmeo de
«herejes» por los palacios, las casas burguesas y las juderías y, tras
echarles el diente, se traían a sus pobres víctimas a las celdas de la
Inquisición, donde los custodiaban con ayuda de la Santa Hermandad. El
número de las prisiones inquisitoriales aumentaba de día en día. Docenas
de conventos transformaron sus bóvedas subterráneas en calabozos. Así y
todo, al multiplicarse sin cesar las detenciones, la falta de espacio
se hizo cada vez más sensible. A menudo, los presos tenían que
permanecer de pie. El motivo de su detención lo averiguaban tan sólo en
las cámaras de tortura. Ninguno conocía a sus acusadores ni a su juez.
Ninguno podía defenderse o consultar con un abogado. Los inquisidores
querían una confesión a todo trance. Que aquel a quien debía condenarse
la hiciera con o sin tormento, eso no tenía la menor importancia.
La
Iglesia española se distinguía por su perfecta organización y acérrimo
nacionalismo. Los confesores y los predicadores aprovechaban el dominio
que ejercían sobre el pueblo para apremiarlo a una discriminación total
de los judíos. No era lícito entrar en los ghettos, ni que hubiese baños
públicos comunes. Ningún católico debía estar al servicio de un judío
en ningún plano de la actividad económica.
Cierto
es que el Papa —a quien se dirigieron una y otra vez delegaciones
hebreas— condenaba esos preceptos racistas; sus palabras, con todo, no
tenían a la sazón en España sino fuerza teórica. El Papa estaba lejos, y
la Iglesia española y su Inquisición muy cerca.
Como
ya hemos visto, el origen de la hostilidad entre judaísmo y
cristianismo ha de buscarse en sus raíces comunes. La mayor parte de los
papas de aquella época admitían ese hecho e hicieron declaraciones en
tal sentido que acreditaban la universalidad de la Iglesia. Pero eso de
poco sirvió a los judíos en España, donde la Iglesia era nacional,
independiente e intolerante. Los judíos expulsados hallaban acogida en
el ghetto de Roma con permiso del Papa. De cuando en cuando demostraban
los papas su tolerancia publicando bulas en defensa de los judíos. Pero,
en España, la cosa no tenía remedio. Recordemos que el contraste entre
la tolerancia de Roma y la intolerancia de las diversas Iglesias
nacionales es una constante de la historia medieval europea.
Una
vez que los primeros autos de fe hubieron sembrado el terror por todo
el país y reportado a la Iglesia y a la Corona —particularmente a esta
última, tan ávida de dinero— enormes beneficios económicos, ambos
poderes tenían gran interés en multiplicar los casos. Para conseguirlo,
los inquisidores pusieron en práctica incluso una maniobra de
«generosidad». Se anunció que todos los marranos que desearan
«reconciliarse con la Iglesia» podrían hacerlo sin graves consecuencias
durante cierto tiempo con tal que reconocieran sus culpas y entregaran
parte de sus bienes. Fiados en las palabras de los inquisidores, muchos
marranos se presentaron, en efecto, ante los tribunales para confesar
que judaizaban y hacer un acto de arrepentimiento. Pero resultó que eso
no bastaba. La Inquisición pretendía, además, que asumieran el papel de
confidentes; exigía de ellos informaciones sobre los posibles familiares
y amigos judaizantes de los detenidos. A quienes no quisieron o no
pudieron darlas, se les retiró el derecho a la indulgencia y se les
detuvo. Por fas o por nefas, la medida redundó, como se deseaba, en un
gran incremento del negocio.
Tuvieron
particular resonancia las crueldades perpetradas por los inquisidores
en Sevilla, hasta el punto de que las relaciones de los marranos huidos a
Roma motivaron la intervención del Papa. Sixto IV reprobó las prácticas
que habían llevado a quitar la vida a tantas personas sin probar
siquiera su culpabilidad. Tres meses más tarde expidió otra bula en que
manifestaba sin ambages que el Tribunal se movía a impulsos «no del celo
religioso ni de la inquietud por la salvación de las almas, sino de la
codicia». Quería modificar la composición del Santo Oficio. Fernando vio
ahí una tentativa de coartar sus facultades y el riesgo de perder los
bienes confiscados a los marranos, de modo que rechazó la bula con suma
aspereza. El Papa tuvo que ceder.
La
esfera de acción del Santo Oficio se ensanchó más aún. Fue instituido
el cargo de Gran Inquisidor, y en septiembre de 1483 se designó para
ocuparlo a Tomás de Torquemada, en quien se personificó, sin duda, el
período más cruel de todos. La situación de los judíos no bautizados se
deterioró con él bruscamente. Tomás de Torquemada era nieto de una judía
conversa, y quizá por eso mismo los odiaba intensamente. Desde el
principio persiguió objetivos concretos. Más que en los marranos, puso
la mira en los judíos. Estaba convencido de que seguiría habiendo
marranos, es decir, judíos disfrazados, en España mientras hubiera
judíos. A su entender, éstos ejercían mala influencia sobre los
neófitos. La herejía iba a desaparecer de una vez para todas en cuanto
los cristianos nuevos no tuvieran ya oportunidad de recordar, por la
existencia de los judíos, su antigua fe ni de celebrar con ellos las
fiestas hebraicas.
Tomás
de Torquemada sabía perfectamente cuánto se le detestaba, y vivía,
también él, en continua zozobra. Cuando transitaba por la calle, iba
siempre escoltado por cincuenta familiares de la Inquisición a caballo y
doscientos infantes. Encima de la mesa tenía un unicornio que, según
las supersticiones de aquel entonces, debía librarle de envenenamiento.
A
él se atribuye el lema que se convirtió en divisa del Estado: «Un
pueblo, un reino, una fe». Significaba en el fondo que los judíos no
tenían derecho a vivir en el mismo país que Torquemada. Expulsar a los
judíos de España, tal fue su idea suprema, y se aplicó a hacerla
realidad sin reparar en los medios.
El
Gran Inquisidor se salió con la suya. A la larga pudo persuadir a
Isabel y Fernando a que tomaran dicha medida. A decir verdad, no debió
resultarle muy difícil, por cuanto los propios monarcas ya venían
pensando en ello desde el principio de la Inquisición. Como
posteriormente tantos otros gobernantes antisemitas, estaban convencidos
de que, una vez eliminados los judíos, iba a empezar para su país una
perpetua edad de oro. Digamos aquí que en la actitud general de los
Reyes Católicos se manifiesta un rasgo característico de la Edad Media.
El fervor religioso les impelía tanto a la misericordia más sublime como
a la más feroz crueldad. Esas dos antitéticas inclinaciones estaban
estrechamente fundidas en sus ánimos, sin que ello les planteara ningún
problema de conciencia ni extrañara tampoco en lo más mínimo a sus
contemporáneos.
Muchos
marranos, sabiéndose en peligro, habían tomado la precaución de
transferir sus bienes a parientes de sangre incuestionablemente
«limpia». De ese modo, cuando en efecto se les juzgaba y condenaba a
perder vida y hacienda, los inquisidores se llevaban un chasco. Pero,
bajo Torquemada, se halló una salida. Por medio de un decreto, se
anularon todas las transferencias de bienes efectuadas después del año
1478, o sea, desde el establecimiento de la Inquisición.
Andando
el tiempo, el gran inquisidor Torquemada se dejó llevar tanto por el
odio, que se puso a perseguir no sólo a los incrédulos e infieles, sino a
cuantos no pensaran como él, incluso a personas que gozaban de gran
prestigio en la Iglesia o que eran altos dignatarios de la misma. De ahí
que el Papa, tras varias amonestaciones inútiles, se resolviera a
excomulgarlo. Más Roma estaba lejos, y Torquemada, pese a la excomunión,
se mantuvo al frente del Santo Oficio y prosiguió su sanguinaria labor
en nombre de unos sacramentos de que había quedado excluido por
sentencia del vicario de Cristo en la tierra.
La
suerte de los judíos y marranos estaba echada desde el comienzo de la
Inquisición. Que se consumara era tan sólo cuestión de tiempo. Y en el
curso de los años el horizonte fue ensombreciéndose más y más. A una
calamidad seguía otra. Muchos de los amenazados, no obstante, abrigaban
un falso sentimiento de seguridad recordando situaciones análogas del
pasado. ¿O iban quizá a reproducirse los trágicos sucesos del año 1391?
¿No hacía todo presagiar que esta vez acabaría decretándose una
expulsión masiva e indiscriminada? Si bien un tercio de los judíos de
España estaban bautizados, tanto peligro corrían los infieles —que
desafiaban el poder de la Iglesia, una Iglesia que en España era más
poderosa aún que en el resto de la cristiandad— como los conversos,
todos judaizantes, poseedores de fabulosas riquezas que habían de serles
arrebatadas de un modo o de otro.
A
medida que la Inquisición fue desarrollándose, los judíos y conversos
más clarividentes comprendieron que era insensato permanecer en España
cuando el poder temporal y el espiritual se habían coaligado para
exterminarlos. No había más remedio que plegarse al eterno destino de su
pueblo: emigrar. Se reanudaron las relaciones con conocidos y
familiares del extranjero. Muchos judíos y marranos ricos pudieron huir.
Pero, desgraciadamente, ello fue, con todo, privilegio de una minoría,
inalcanzable para los más.
Así
pues, a fines del siglo XV había venido a crearse en España una
situación repetida una y otra vez a lo largo de la historia del pueblo
judío. La amenaza de exterminio, su fiel compañera, reaparecía. De ahí
que se reavivara también el sueño dorado de un pedazo de tierra donde
poder vivir finalmente en paz: una nostalgia tan vieja como la misma
Diáspora. Desde la emigración de Israel, los judíos habían sido, ya
perseguidos, ya tolerados, pero en ninguna parte se habían sentido nunca
verdaderamente en casa. A lo sumo habían podido aquistarse libertad con
dinero, pero nunca de un modo definitivo.
Hasta
fines del siglo XV vivieron los judíos en España como sobre un volcán.
Cuando el volcán estaba inactivo, disfrutaban de más libertad que en
ningún otro país de Europa. Cuando el fuego interior de las pasiones
religiosas y nacionalistas hacía erupción, por el contrario, eran los
primeros en ser arrollados por la lava del odio. Se hallaban entre dos
polos: el fanatismo religioso y la intolerancia religiosa.
Las
últimas décadas del siglo XV se caracterizaron por la fiebre de los
viajes de descubrimiento. A esas expediciones contribuyeron de un modo
decisivo los judíos españoles, en particular los que residían en la isla
de Mallorca. Sin ellos, a buen seguro, nunca se habrían llevado a cabo
tales viajes de descubrimiento.
En
la Península Ibérica, la cartografía era un dominio hebreo. Desde hacía
algunos siglos, escuelas especiales para cartógrafos dirigidas casi
siempre por sabios judíos venían formando a científicos excelentes cuyas
investigaciones no cesaban de ensanchar el mundo medieval, tan pequeño
aún. Los españoles y los portugueses los llamaban «judíos de carta o de
compás». Las cartas terrestres y marítimas y los instrumentos náuticos
que confeccionaban se difundieron por toda Europa. Soberanos y príncipes
tenían gran interés en adquirirlos, se los regalaban unos a otros como
objetos preciosos.
La
cartografía hispano-hebrea tuvo su momento de máximo esplendor en el
siglo XIII, cuando la escuela de Mallorca fue dirigida por mestre Jaume
o Jafudá (Jehuda) Cresques, hijo de Abraham Cresques. Posteriormente,
los reyes de Portugal y otras naciones marineras contrataron los
servicios de cartógrafos judíos de Mallorca para que dibujaran las islas
y comarcas que iban descubriéndose. Todos sabían que se trataba tan
sólo del principio, que esas cartas eran necesariamente incompletas, que
quedaba aún mucho mundo por descubrir.
Hasta
que se desencadenaron las persecuciones del Santo Oficio, los judíos de
España habían apoyado a los soberanos de Cataluña-Aragón y de Castilla
en el empeño de convertir sus reinos en grandes potencias marítimas.
Así, en la segunda mitad del siglo XIII, Jehuda de Valencia, consejero
de Jaime I el Conquistador, se ocupó de aprestar para Cataluña una
poderosa armada. Astrónomos y matemáticos judíos hicieron los cálculos
necesarios para las navegaciones, cartógrafos judíos suministraron los
así mismo indispensables materiales geográficos, y artesanos judíos
construyeron los no menos importantes aparatos técnicos.
El
papel de los científicos hebreos de Mallorca en la nueva representación
cartográfica del mundo, que puso la base para los viajes de
descubrimiento, no ha sido todavía justamente valorado. La contribución
de la laboriosidad judía y de la inteligencia judía a la «Operación
Nuevo Mundo», como se diría hoy, constituye uno de los capítulos más
gloriosos de la historia del pueblo de Israel.
Mientras
andaba metido en el estudio de diversas fuentes sobre los cartógrafos
hispano-judíos, me vino a la memoria una anécdota que se contaba allá
por el año 1938. En una agencia de viajes de Viena, tras la anexión de
Austria al Tercer Reich, un judío se informa sobre las posibilidades de
emigrar. El empleado, con un globo terráqueo ante sí, va deslizando los
dedos de un país a otro, y dice: «La emigración a Palestina se ha
prohibido; el cupo de inmigrantes que admiten los Estados Unidos está ya
agotado; el visado para Inglaterra es dificilísimo de obtener; para
China, Paraguay, Uruguay y Brasil se necesitan garantías financieras;
Polonia ni siquiera permite que regresen judíos polacos...» Y, tras
haber paseado los dedos por todo el universo, dice, a modo de
conclusión: «Y eso es todo». El judío señala el globo con el índice y
pregunta: « ¿Pero aparte de ése, no tiene otro?» Esa historia es una
muestra del humorismo de que suelen usar los judíos para mitigar sus
sufrimientos. Riéndose de sí mismos, ridiculizan la situación de que son
victimas.
Pero,
volviendo a nuestro tema, ¡cuan a menudo no se habrán puesto los judíos
desde la Diáspora ante un mapa o ante un globo del universo para
inquirir lo mismo que el hombre de la anécdota!
Casi
todas las aventuras de la humanidad han empezado interrogando a un
mapa. Sin duda alguna, aquellas gentes presas en los angostos callejones
de las juderías eran felices cuando podían echar una ojeada a algo que
les transportaba lejos. Su imaginación debía animar las regiones
inexploradas y avivarles la añoranza de alguna tierra donde pudieran ser
libres y vivir en paz.
A
la sazón se sabía ya en España, aunque bastantes no quisieran creerlo,
que el mundo es una esfera y que buena parte de su redondez era todavía
desconocida. Justamente en esas posibilidades de descubrimiento se
concentraron las esperanzas de muchos hombres perseguidos.
II. LA ESPERANZA
Imagen
de las islas descubiertas. Xilografía de la edición latina del informe
enviado por Colón a los Reyes Católicos (1493-1494).
En
las últimas décadas del siglo XV, las de los grandes viajes de
descubrimiento, entró en contacto con los judíos españoles un
aventurero, Cristóbal Colón, que conocía muy bien sus nostalgias y sus
creencias: un hombre que afirmaba poder llegar a las Indias por el
camino de Occidente, surcando la mar, y que buscaba apoyo para tal
empresa. Las Indias... Este nombre tenía entonces una resonancia mágica,
y no sólo para los mercaderes hebreos. Evocaba la posibilidad de trabar
relación con los habitantes de aquel remoto país. ¿Más quiénes eran
ésos para los judíos, y aun para algunos círculos no judíos?
El
patriarca Jacob tuvo doce hijos: Rubén, Simeón, Leví, Judá, Isacar,
Zabulón, Dan, Neftalí, Gad, Aser, José y Benjamín. Sus respectivos
descendientes constituyeron las tribus de Israel, asentadas en
territorios de Palestina claramente delimitados unos de otros. Las
vicisitudes de la historia hebrea llevaron a la formación de dos reinos:
el de Judá, al sur, compuesto tan sólo de las tribus de Judá y de
Benjamín, y el de Israel, al norte, mucho mayor e integrado por las
restantes diez tribus.
Unos
setecientos años antes del inicio de la era cristiana, los reyes
asirios Teglatfalasar III y Salmanasar V desencadenaron contra el reino
de Israel una asoladora campaña de conquista. Tras ocuparlo por entero, a
excepción de la capital, Samaría, deportaron a sus habitantes a
Babilonia. A la muerte de Salmanasar, su sucesor Sargón II puso sitio a
Samaría, que le resistió por espacio de tres años. Los supervivientes
fueron también deportados. En el Libro de los Reyes se refiere que
Sargón los «llevó cautivos a Asiría, obligándoles a vivir en Galac y
Jabor, junto al río Gozan, y en las ciudades de la Media». Se trata de
lejanas provincias orientales del imperio asirio. Las inscripciones
cuneiformes conservadas en monumentos del reinado de Sargón II nos dan
cifras parciales. Solamente de la ciudad de Samaría cayeron en
cautiverio 27.290 personas. El número total de los deportados del reino
de las diez tribus no se conoce, pero, a juzgar por datos como el
anterior, debió ser considerablemente crecido.
El
territorio del ex reino de Israel fue repoblado con asirios, babilonios
y árameos, que no tardaron en mezclarse con los escasos restos de la
población autóctona, tomando muchos de sus ritos y costumbres. De ahí
nació un nuevo pueblo, el de los samaritanos, que aún hoy viven, en
número muy reducido, en la misma región.
Por
obra de los reyes asirios, pues, vinieron a regresar los más de los
israelitas a su tierra de origen, Caldea, de donde, en parte, irían
corriéndose aún más hacia el este. Unos acabaron asimilándose a los
pobladores locales, otros se mantuvieron fieles a la ley de Moisés.
También
el reino de Judá tuvo un final trágico. Conquistado por Nabucodonosor,
sus habitantes fueron asimismo deportados a la región comprendida entre
el Tigris y el Eufrates. Pero ciento cincuenta años más tarde, en 537 a.
C., pudieron volver a Palestina. Con ellos se repatriaron los pocos
israelitas que habían perseverado en su fe.
Todos
los judíos que se hallan hoy diseminados por el mundo —y también los de
España en la Edad Media— proceden de las dos tribus del Sur. Las otras
diez tribus parecen haberse esfumado en el aire. Se han perdido para el
judaísmo.
Los
judíos nunca han vivido sin patria. La llevan consigo dondequiera que
estén, por miles de kilómetros y años que les separen de Palestina. Los
preceptos y preces del judaísmo se la recuerdan día tras día y alimentan
su esperanza de regresar a la Tierra de Promisión. Tampoco han olvidado
jamás a sus hermanos de las otras diez tribus, recuerdo que fue
particularmente vivo a fines del siglo XV, cuando las persecuciones de
la Inquisición.
En
aquellos años de prueba se aferraban a cualquier rumor, a cualquier
habladuría, a cualquier leyenda, por inverosímil que fuese. No tenían
ningún interés en discernir lo verdadero de lo falso, lo real de lo
quimérico. Necesitaban ilusiones, aunque las supieran tales, para que no
pereciesen sus almas. De ahí que se dieran entonces como nunca a pensar
en las diez tribus perdidas. Quizá llegara pronto la hora en que,
emergiendo de las sombras de la Historia, se darían a conocer a sus
hermanos perseguidos para acogerlos a su lado, para abrirles la puerta
de países donde ya no serían huéspedes de paso sino condueños.
Un
pueblo amenazado y sin patria como era el de los judíos mira anheloso a
lo lejos, a tierras de las que apenas sabe nada, pero que precisamente
por ello mismo les despiertan las más vivas esperanzas. Tal vez
habitaran allá los israelitas deportados tras la destrucción del primer
templo.
Las
partes remotas del incompleto mundo medieval no se conocían sino por
mapas imprecisos y por los relatos de marineros y mercaderes en los
puertos, quienes contaban que en Oriente vivían hebreos que no sólo eran
libres, sino que incluso pertenecían a las clases privilegiadas o
regían territorios. La noticia de la existencia de principados hebreos
caló tanto en los ánimos, que ha seguido dando pie a especulaciones
hasta tiempos recientes.
Quien
se ve abocado a la emigración hace memoria de qué parientes tiene en el
extranjero que puedan ayudarle. Es un reflejo no específico de los
judíos, sino común a los emigrantes de todas las naciones y de todos los
tiempos. Pero los judíos, que desde hace dos mil años, o están para
huir de alguna parte, o acaban de llegar fugitivos a otra, lo poseen en
grado sumo. Todo hombre perseguido necesita forjarse ilusiones, y cuanto
más desesperada sea su situación actual, tanto más ciegamente esperará
que un día van a hacerse realidad. Advirtamos, por otra parte, que las
cábalas sobre los habitantes de países lejanos no siempre eran pura
invención. A menudo se trataba de leyendas difundidas por prestigiosos
sabios y rabinos, atentos a mantener viva la llama de la esperanza en
sus comunidades. La de los reinos fundados en tal o cual lugar del vasto
mundo por las diez tribus perdidas fue quizá la que caló más hondo.
Dónde terminaron asentándose verdaderamente las tribus israelitas
errantes —si en los desiertos de Arabia, si en la India, si en la China o
más allá aún— sigue siendo todavía hoy un enigma histórico, pese a los
esfuerzos seculares de un sinfín de investigadores por esclarecerlo,
reflejados en los consiguientes escritos.
Recientemente, cuando Israel existía ya como Estado, han ido al mismo judíos de Cochin, región de la India, los Bnei Israel («hijos
de Israel»), y se han obtenido informaciones sobre los judíos amarillos
de la China, minúsculas comunidades que algunos han considerado como
los últimos restos de las diez tribus israelitas. Otros investigadores
han sostenido que de Asia, cruzando el mar de Bering, pasaron en parte a
Alaska, y a partir de allí se diseminaron por América del Norte, de
modo que se habrían aposentado ya en América mucho antes de que Colón la
descubriera. Volveremos sobre esta cuestión más adelante.
Por
desgracia, no se conservan suficientes documentos para poder demostrar,
sin lagunas la añoranza de las dos tribus de Judá, por las diez
desaparecidas. Los primeros testimonios que poseemos se remontan al
siglo IX. Pocas dudas caben, sin embargo, acerca del interés que existía
por los hermanos perdidos y de ciertas tentativas hechas para
encontrarlos —que podemos documentar a partir del siglo IX—, y que
descansaban ya entonces en una tradición plurisecular.
Detengámonos
un poco en esa cuestión; por una parte, porque los detalles de la
búsqueda de las tribus israelitas es hoy algo poco menos que
desconocido, y, sobre todo, porque tuvo que ver, a mi juicio, con las
circunstancias que rodearon el descubrimiento del Nuevo Mundo. Para
probarlo, he de exponer ante todo qué sabían y pensaban en el siglo XV
los judíos y marranos acerca de las diez tribus de Israel, y qué
significaba para ellos su descubrimiento.
Desde
la expulsión de Palestina hasta el siglo IX, se tienen muy pocos datos
sobre la vida de los judíos. En contraste con los tiempos de Cristo y
precedentes, no nos ha llegado de aquel período ninguna crónica del
judaísmo. Podemos estar ciertos, sin embargo, de que la idea de la
existencia de territorios israelitas estuvo constantemente en el ánimo
de los judíos desde la misma Diáspora, y así mismo de que ya antes del
siglo IX hubo viajeros judíos que informaron oralmente y por escrito de
sus aventuras, alimentando así la fe y la esperanza y las ilusiones de
sus correligionarios.
Pero
vayamos a nuestro tema: las creencias de los judíos españoles del siglo
XV. No interesa aquí someterlas a crítica para averiguar en qué medida
se fundaban en hechos comprobables. Tampoco se trata de establecer hasta
qué punto merecen crédito los testimonios y escritos que les dieron
pábulo. Importa tan sólo subrayar que, para el espacio de tiempo
comprendido entre los siglos IX y XV, las especulaciones sobre las
tribus de Israel están sólidamente documentadas. Menudearon tanto
—incluso entre la población cristiana—, que se acabó por creer a pies
juntillas en la realidad de dichos territorios hebreos.
La
sensación del siglo IX, para decirlo a la manera actual, fue la llegada
a España de un hombre que afirmaba llamarse Eldad had-Dani y pertenecer
a la tribu de Dan, o sea, a una de las diez tribus perdidas. En las
obras históricas se le conoce por Eldad el Danita. Los judíos españoles
vieron en él un enviado de lejanas tierras que venía a informarse sobre
las tribus de Judá. Al parecer, había estado antes en Egipto, en África
del Norte y en Marruecos, y probablemente también en Francia y en
Italia. Las noticias que trajo consigo ocuparon el primer plano de la
actualidad por espacio de décadas. Eldad es uno de los hebreos más
enigmáticos de toda la Edad Media. Fue él, sin duda alguna, quien dio
nuevo impulso a las cabalas y fantasías de los judíos del área
mediterránea. Lo que contaba parecía verosímil. Las preguntas de los
sabios, por arduas que fuesen, nunca le ponían en dificultades. Eso sí,
sus informaciones geográficas son tan escasas como las de los mapas de
entonces. Según las mismas, las tribus de Dan, Neftalí, Gad y Aser
habrían fundado un reino llamado Hawila más allá de los grandes ríos de
Abisinia. Las otras seis habrían permanecido en Asia: la de Isacar,
dijo, paraba cerca de Persia, y la de Zabulón en las sierras de Paran,
desde donde iba y venía, a lo nómada, por las llanuras del Eufrates; la
de Rubén, dada al bandidaje, hacía inseguro el camino de La Meca a
Bagdad; la de Efraím habitaba en las montañas de Nejd, no lejos de La
Meca; la de Simeón y la mitad de la de Manases, en el país de Kardim. El
Danita mencionó aún el reino de los kázaros, e indicó algunas
distancias; el viaje de Jerusalén a Kardim, por ejemplo, duraba seis
meses.
Tuvo
que satisfacer además la curiosidad de los rabinos y escribas acerca de
otro extremo: qué ritos y hábitos religiosos mantenían las tribus dadas
por perdidas. De cuestiones raciales, en cambio, no se habló en
absoluto. Lo único que interesaba a los judíos de aquel tiempo era la
perseverancia en la ley de Moisés.
Las
revelaciones de Eldad el Danita ocupaban todavía a los eruditos judíos
en la segunda mitad del siglo XIX. Claro está, éstos pudieron
considerarlas de un modo más crítico que los de la Edad Media, pues
disponían de muchas más fuentes documentales con que confrontarlas. Pero
a nosotros no nos importa el juicio de los modernos, sino el de
aquellos siglos oscuros. Si al principio pocos consignaron su opinión
—así Abraham ibn-Esra—, después fue apareciendo sobre el tema una
abundante literatura. Con el relato de sus experiencias, el Danita había
tocado las fibras más sensibles de los judíos. De ahí que los
estudiosos tuvieran tanto afán por aquilatarlas. Pues bien, ni los más
escépticos lo catalogaron como un vulgar charlatán. Y no es de extrañar:
los propios investigadores científicos del siglo pasado llegaron a la
conclusión de que el Danita había estado de veras en contacto con sectas
hebreas existentes aún a la sazón en la Arabia meridional, en Abisinia y
en otras partes de Asia y de África. Los ritos por él descritos han
persistido hasta hoy en el seno de una secta hebrea de Etiopía, la de
los falachás. Cuando estuvo allí el Danita, los falachás eran la tribu
dirigente del reino de Gondar. La hasta hace poco dinastía etíope tiene
su origen en el enlace del rey Salomón y la reina de Saba, y el Negus
Negesti, el emperador, lleva el título de «León de Judá». Inmigrantes
hebreos y árabes llegaron en tiempos antiguos a la meseta de Etiopía a
través del mar Rojo y se establecieron en ella. Los colonos hebreos
perdieron luego el contacto con el judaísmo, de modo que no participaron
en absoluto en el desarrollo de sus corrientes. Poco a poco fueron
formándose sectas cristiano-judaicas con elementos comunes a ambas
religiones, pese a que menudeaban, por otro lado, las luchas entre uno y
otro grupo por el poder.
Para
nuestro estudio tiene también interés la descripción que hace el Danita
de los países donde habitaban las tribus de Israel. Según él, abundaban
en oro y en riquezas naturales, especialmente Porainoth y Parwaim, que
califica de «dorados». Siglos después hallamos las mismas expresiones en
las propuestas de Colón a los reyes de Portugal y España. Los
incentivos con que trató de moverlos no chocaron nada ni a los judíos ni
a los cristianos. Entre éstos venían circulando las cartas apócrifas
del Preste Juan, legendario emperador de un reino cristiano en África.
Que también Colón las conocía está fuera de dudas, pues al margen de un
libro que le perteneció, Ymago mundi, hay anotado de su puño y letra: «Preste Juan».
Las
cartas apócrifas del Preste Juan al emperador Federico II y al Papa
datan del siglo XIII y eran conocidas de los intelectuales. Han de
entenderse como una especie de antipropaganda contra los relatos del
Danita para poner en claro que, por doquier, los judíos estaban
sometidos a la autoridad cristiana y no eran soberanos en parte alguna.
Los investigadores de los siglos XIX y XX, confrontando los textos, han
podido demostrar de un modo concluyente que los principales pasajes de
las cartas del Preste Juan guardan relación con las noticias aportadas
por el Danita. Sus descripciones geográficas se corresponden punto por
punto con las de los relatos de este último. De ahí que las cartas del
Preste Juan, publicadas dos siglos después de dichos relatos, redundaran
paradójicamente en darles nueva actualidad entre los judíos.
Confirmaron que el Danita tenía razón.
Actualidad
que, en rigor, nunca les faltó, simplemente porque los judíos se
hallaban siempre en medio de o ante un período de persecución o acababan
de dejarlo atrás. Nunca se sabía cuánto iba a durar el favor del
soberano. La tolerancia prometida podía cesar de la noche a la mañana.
Las noticias de discriminaciones en otros países hacían temer que se
extendieran al propio. Tal estado de inseguridad alimentó de continuo el
anhelo por entrar en contacto con las tribus perdidas. Los judíos
españoles de la Edad Media hablaron de ese tema día tras día, año tras
año. Las gentes de mar cuidaron de que no se agotara con sus noticias
sobre lejanas tierras donde había grupos de origen hebreo.
Buena
prueba del interés de los judíos españoles por las tribus de Israel es
la embajada de Hasday Ben Saprut a José, rey de los kázaros. Hasday Ben
Saprut fue, de hecho, el ministro de asuntos exteriores del primer
califa cordobés, Abderramán III. No oficialmente, pues por la segunda
mitad del siglo X los pasajes antihebreos del Corán pesaban aún mucho en
la Península Ibérica, lo cual no impedía, con todo, que musulmanes y
judíos convivieran en paz. Aunque nunca le concediese el título de
visir, Abderramán le tenía en gran estima, hasta el punto de que, además
de las relaciones diplomáticas con los principados y reinos
extranjeros, puso también en sus manos el comercio y las finanzas.
Hasday
Ben Saprut procedía de una distinguida familia hebrea de la ciudad de
Córdoba, sede del califato, y dominaba varios idiomas extranjeros, entre
ellos el latín, la lengua diplomática de entonces. De ahí que formase
parte de su cometido recibir a los embajadores extranjeros y
presentarlos al califa, tras las conversaciones preliminares de rigor.
Tal circunstancia le permitió estar al corriente de la situación de los
judíos no sólo en la Península Ibérica, sino asimismo en los numerosos
Estados con que el califato tenía relaciones diplomáticas, en su mayor
parte cristianos. Sabía, pues, que incluso allí donde se les toleraba
eran objeto de un trato discriminatorio, por muchos y buenos servicios
que hubiesen prestado a los gobernantes.
Con
quien más a menudo se entrevistó fue con los representantes de las dos
grandes potencias de la cristiandad: Bizancio y el Sacro Imperio
romano-germánico. El emperador bizantino Constantino VIII hizo lo
posible por estar en buenas relaciones con el poderoso califato de
Córdoba, ya que se sentía amenazado por los del Próximo y Medio Oriente.
También las tuvo por deseables el emperador germánico Otón I. Hasday
aprovechó los coloquios con los diplomáticos de aquellos imperios para
interceder por los judíos que vivían en los mismos. Pero el afán por
ayudar a sus correligionarios le empujó a ir más allá de tal mediación.
Comprendiendo que si se los menospreciaba y humillaba tanto por todas
partes era porque pertenecían a un pueblo sin patria, intentó dársela.
Conocía muy bien los relatos del Danita, venido a España pocas décadas
antes. Los bizantinos le confirmaron que el reino de los kázaros existía
realmente, a orillas del mar Negro, y que tenía el judaísmo por
religión oficial. He ahí la posibilidad de una patria para los judíos.
Ben Saprut, hombre de acción, trató de asirla.
El
origen de los kázaros es aún hoy objeto de debate. Para unos, se trata
de una tribu ugro-finesa, emparentada con los búlgaros, los avaros y los
magiares; para otros, de un pueblo turco. Tras la ruina del imperio de
los hunos, se establecieron en los confines entre Asia y Europa, en las
riberas del Volga y del mar Caspio. Guerreaban sin cesar con sus
vecinos. Los persas intentaron protegerse de ellos cerrando los pasos
del Cáucaso. Pero, al hundirse el imperio persa, los kázaros los
atravesaron, devastaron Armenia y conquistaron la península de Crimea,
conocida después durante largo tiempo por Kazaria. Los bizantinos los
temían tanto, que, para mantenerlos lejos de Constantinopla, les pagaban
tributo. También los príncipes de Kiev. Estaban en permanente estado de
guerra con los pueblos árabes de aquella zona.
La
orden dada en el año 723 por el emperador bizantino León III Isaurio de
que todos los judíos se convirtieran al cristianismo impulsó a muchos a
buscar refugio en el reino de los kázaros. Entre los que así lo
hicieron, predominaban los médicos, los comerciantes y los artesanos.
Otra gran oleada migratoria se produjo en la segunda mitad del siglo IX,
a consecuencia de las crueles persecuciones que desencadenó Basilio I
el Macedonio al grito de « ¡Bautismo o muerte!» Los fugitivos de ese
período hallaron ya constituidas en el reino de los kázaros numerosas
colonias hebreas, sobre todo en Tiflis, en Kertch y en la comarca de la
actual Sebastopol. En el extenso territorio dominado a la sazón por los
reyes kázaros —iba del mar Caspio hasta el Dniéper—, convivían
pacíficamente cristianos, musulmanes y judíos. Estos últimos
desempeñaban un importante papel, así en la economía como en la
política.
A
mediados del siglo XIII, el rey —el Sah-kan Bulan— y la capa superior
de los kázaros abrazaron la religión judaica. No poseemos datos precisos
al respecto, pero el historiador árabe Massudi escribe que la nación
kázar se adhirió al judaísmo en tiempo del califa Harún-al-Raschid.
Justamente por entonces se inició la expansión de los kázaros desde el
mar Caspio hacia Europa. En el curso de un avance ininterrumpido, sus
huestes fueron engrosándose más y más con elementos de las tribus y
poblaciones que se sometían, para mayor espanto de los pueblos vecinos.
Anteriormente,
el califa de Bagdad y el emperador de Bizancio habían intentado
convertir a los kázaros a sus respectivas religiones. Entre los kázaros
existió la tradición de que Bulan, tras informarse sobre el islamismo,
el cristianismo y el judaísmo, se había dedicido por esta última fe al
advertir que era la raíz de las otras dos. El sucesor de Bulan, Abdías,
estableció una ley por la que todos los futuros sah-kanes debían
profesar el judaísmo. Buscó contactos con los judíos de los países
árabes, pero a la vez se propuso dar ejemplo de tolerancia en el trato a
sus súbditos no hebreos. Entre los kázaros había muchos musulmanes: el
ejército estaba compuesto en su mayor parte de mercenarios fieles al
Islam. No se ejerció sobre ellos ninguna presión para que se
convirtieran al judaísmo. Ni tampoco sobre los otros disidentes. De los
siete jueces que formaban el tribunal supremo, dos eran hebreos, dos
musulmanes, dos cristianos y uno pagano —para entender en las causas de
rusos y búlgaros—.
Tras
la conversión de Bulan al judaísmo, el mando militar fue ejercido por
hebreos. En vista del ímpetu bélico de los kázaros, los eslavos del sur
de Rusia y el Imperio bizantino se aliaron para contenerlos. Estalló una
guerra, que terminó con la victoria de los kázaros, acaudillados por el
general hebreo Pessach: los eslavos y los bizantinos, los vencidos,
tuvieron que comprometerse a pagar en adelante tributo al sah-kan; los
eslavos, particularmente, quedaron sujetos a duras condiciones de
vasallaje.
Cuando,
a mediados del siglo X, el emperador de Constantinopla inició nuevas
persecuciones contra los judíos de Bizancio, el sah-kan José le envió
una embajada amenazándole con tomar represalias contra los griegos
cristianos residentes en su reino en caso de que prosiguieran. Tal
ultimátum no dejó de surtir efecto.
En esa coyuntura fue cuando se produjo la conocida tentativa de Hasday Ben Saprut de entrar en contacto con los kázaros.
El
hombre llevaba ya varios años recogiendo información sobre ellos. Por
fin, persuadido del interés de la cuestión, puso al corriente a la
comunidad hebrea de Córdoba. El prestigio de que gozaba en la misma —era
uno de sus jueces— determinó que se le diera pleno crédito. Las
referencias de Hasday causaron enorme impresión entre los judíos, no
sólo de Córdoba, sino de toda España. Claro está, la confirmada realidad
del reino de los kázaros reavivó la fe en todos los otros de que había
hablado el Danita. De aquél se divulgaron muchos detalles: que estaba a
quince jornadas de Constantinopla; que su rey llevaba el título de
sah-kan y se llamaba José; que tenía relaciones diplomáticas, e incluso
comerciales, con Bizancio...
Por
fin, a mediados del siglo X, Hasday Ben Saprut se decidió a establecer
lazos con los kázaros mandando un mensaje a su sah-kan. Dada la
situación de entonces, ello le pareció particularmente aconsejable por
haber venido en conocimiento de que José intentaba ayudar con medidas
políticas a sus correligionarios de allende el Cáucaso. Creía, por otra
parte, que el establecer contacto con el reino de los kázaros serviría
para demostrar la existencia de países donde los judíos no tan sólo eran
huéspedes, sino dueños. Cosa que sin duda habría acrecido sobremanera
el prestigio de los judíos, también en el Occidente cristiano.
Así
pues, Hasday redactó un mensaje para el sah-kan José y confió la misión
de llevarlo a un amigo íntimo, Isaac Ben Nathan, no sin antes proveerle
de abundantes medios. Habiendo de partir entonces para Constantinopla
un emisario del califa, Abderramán le autorizó a viajar con él hasta
aquella ciudad, e incluso escribió una carta al emperador de Bizancio
rogándole que facilitara al mensajero de su favorito la continuación del
viaje hacia el país de los kázaros.
Sin
embargo, por motivos que aún hoy no se conocen a ciencia cierta, Isaac
Ben Nathan fue retenido medio año en Constantinopla y devuelto luego a
España con una carta en la que los bizantinos informaban a Hasday Ben
Saprut de que no podían permitir a su enviado el viaje a la otra orilla
del mar Negro por ser demasiado peligroso. Probablemente el auténtico
motivo fue otro: en Bizancio no debía tenerse por conveniente una
relación entre el califato de Córdoba y el reino vecino; tampoco
interesaba que los judíos entraran en contacto con sus correligionarios.
Como
ya sabemos, la existencia del reino de los kázaros había sido revelada a
los judíos españoles por Eldad had-Dani algunas décadas antes. Había
hablado de una escabrosa cordillera donde vivían dos tribus y media
israelitas, descendientes de Abraham por Simeón y Manases, de un reino
tan poderoso, que muchos pueblos extranjeros debían pagarle tributo. El
testimonio del Danita era bien conocido del «ministro de asuntos
exteriores» del califa cordobés, Hasday Ben Saprut. Lo evidencia su
mensaje al sah-kan José, en el que se lee: «En tiempo de nuestros padres
vino a España un hombre de la tribu de Dan que hablaba hebreo.» No cabe
duda de que aludía a Eldad had-Dani.
Pocos
años después del fracaso de aquella tentativa en que había puesto
tantas esperanzas, en 953, llegó a Córdoba una embajada del rey
eslavonio Hunu. Formaban parte de la misma dos judíos, Mar Saúl y Mar
José, indicio del buen trato dispensado al pueblo hebreo en aquel país
del Danubio. Mar Saúl y Mar José afirmaron estar en relación con el
reino de los kázaros: no hacía mucho que uno de los suyos, Mar Amram, lo
había visitado, siendo recibido con grandes honores. Se ofrecieron para
hacer llegar al sah-kan José el mensaje de Hasday Ben Saprut a través
de los judíos residentes en Hungría, Bulgaria y Rusia.
Hasday
les entregó una carta redactada en hebreo clásico, cuya copia se
conserva aún. Constituye un documento histórico de inapreciable valor.
El político cordobés habla en ella de los hermanos que vivían en el
exilio español. Tenía, pues, a los kázaros por miembros de alguna de las
diez tribus de Israel. Tras describirles España, las características de
la dinastía de los omeyas y las condiciones de vida de los judíos en su
reino, subrayaba que su carta no obedecía a la curiosidad, sino a la
necesidad de averiguar si existía en el mundo algún país donde Israel
fuera libre. «De ser así, despreciaría todos los honores, renunciaría a
mi posición, abandonaría a mi familia, atravesaría montañas y valles,
tierras y mares, hasta poder postrarme a los pies de mi rey de la tribu
de Israel y alegrarme de su grandeza y admirar su poderío.» Preguntaba a
continuación de cuál de las diez tribus procedían, si guerreaban en
sábado, si tenían por lengua el hebreo, cuándo se consumaría, a su
juicio, la liberación de Israel. No olvidó referirse, con doloridas
palabras, a cómo se humillaba día tras día a los judíos diciéndoseles:
«Todos los pueblos forman un reino unido; vosotros, en cambio, estáis
privados de independencia».
El
historiador hebreo Heinrich Graetz ha escrito acerca de ese documento:
«Así dirigió el representante de los judíos en el Extremo Occidente de
Europa su salutación fraternal a los judíos en el trono».
A
través de muchos intermediarios, la carta de Hasday Ben Saprut
terminaría llegando, en efecto, a manos de José, duodécimo sah-kan
judeo-kázaro desde Bulan, el monarca que había abrazado la religión
judaica. Y se conserva el escrito con que respondió aquel rey que tenía
su residencia en una isla del Volga. Si bien su autenticidad es aún
objeto de controversias entre los estudiosos, los más se inclinan por
admitirla. También en hebreo, parece que José lo hizo redactar por un
doctor de la ley. El sah-kan empezaba por comunicar a Hasday Ben Saprut
que los kázaros no descendían de ninguna de las diez tribus de Israel,
sino que se habían convertido al judaísmo: sus tribus afines eran los
avaros, los usos, los tarnios, los búlgaros, los sabires y otros pueblos
originarios de la Escitia que habían venido a establecerse en Hungría y
a lo largo del Danubio inferior. Relacionaba luego los sah-kanes
posteriores a Abdías, todos los cuales habían llevado nombres hebraicos:
Chiskia, Manases I, Chanukka, Isaac, Zabulón, Manases II, Nissi,
Menachem, Benjamín y Aarón, su padre. Más adelante decía estar en
relación con los judíos de Jerusalén y con las escuelas superiores de
Babilonia. Finalizaba la carta invitando a Hasday Ben Saprut a visitar
su reino.
El
misticismo había echado hondas raíces entre los sefarditas. No era pura
evasión, un intento de eludir la triste realidad transportándose a un
plano más alto, sino que respondía también a la pervivencia de
corrientes mesiánicas.
La
carta de Hasday Ben Saprut al sah-kan José lo pone de manifiesto. Todos
los historiadores coinciden en interpretar en tal sentido el interés
que demuestra por la existencia de un reino israelita. Y las esperanzas
que despertó aquel episodio están henchidas también de mesianismo. Del
mensaje del político cordobés y la respuesta del sah-kan se hicieron en
los siglos siguientes, sobre todo en el XIII, gran número de copias,
cuyos redactores interpolaban en el texto original glosas místicas
adecuadas a la situación del momento. Tales escritos mantuvieron siempre
actual el tema y configuraron las ideas de los judíos sobre presuntos
Estados hebreos enclavados en el corazón de Asia con el que el reino de
los kázaros habría tenido contactos.
Cuando
el sah-kan José procedió a responder a Hasday Ben Saprut florecía aún
la paz en sus territorios. Pero, pocos años después, una serie de
conflictos bélicos con el gran príncipe Svjatoslav de Kiev, hasta
entonces vasallo de los sah-kanes, y otras guerras fueron debilitando
más y más al reino kázar y acabaron por destruirlo totalmente. Los
kázaros huyeron a través del mar Caspio y del Cáucaso, o cayeron en
cautividad. Andando el tiempo se disolverían en los pueblos que los
habían vencido.
Algunos
miembros de la estirpe dominante, sin embargo, se trasladaron a España y
se incorporaron a distintas comunidades hebreas. Un historiador y
cronista judío del siglo XII, Abraham ibn Daud, refiere que habló en
Toledo con descendientes de los mismos. Fácil es imaginar con qué avidez
escuchaban o leían los judíos españoles noticias sobre los kázaros, y
cómo intensificaron su fe en la pervivencia de las tribus de Israel y su
esperanza de reanudar el trato con ellas.
A
principios del siglo XII circularon también por España las copias de
una carta escrita en el siglo X por un judío de Constantinopla y
referente a las guerras entre los emperadores de Bizancio y los reyes
kázaros. El rabino de Barcelona, Yehuda Albarzeloni, sostuvo al respecto
con otros sabios discusiones científicas. En el año 1140. Yehuda
Ha-Levi describió la historia de los kázaros en una obra titulada Kusari, objeto
asimismo de numerosas copias —siglos más tarde, en 1506, se imprimiría
en Constantinopla—. El reino de los kázaros, ya desaparecido, siguió de
ese modo dando pábulo a las ilusiones de los sefarditas.
Consta
documentalmente que, ya en el siglo IX, los judíos de Barcelona habían
tenido contactos con algunas comunidades hebreas de Asia. Se conservan
cartas dirigidas al rabino Amram Gaon de Babilonia, en que, además de
plantearse varias cuestiones religiosas, se pregunta por la pervivencia
en Asia de las tribus de Israel. Dado el afán de los sefarditas por
ponerse en relación con las mismas, cabe suponer que se escribieron
otras muchas, hoy perdidas. De todos modos, los escasos documentos de
que se dispone bastan para concluir que el interés por los hermanos de
lejanas tierras fue siempre muy vivo.
Tal
interés subió aún de punto al propagarse las doctrinas cabalísticas. Se
forjaron entonces leyendas según las cuales, allende el Sambation, río
cuyo curso impetuoso separaba Europa de Asia, las diez tribus de Israel
gobernaban prósperos reinos. Ese mito echó con el tiempo profundas
raíces, dando alas a la fantasía popular. De él arrancan todas las
esperanzas puestas en una reagrupación con los hermanos perdidos.
Retengamos
el caso de Hasday Ben Saprut, particularmente significativo para el
tema de esta obra: un rico dignatario judío que goza del favor del
califa reinante quiere renunciar a todas las ventajas para vivir en una
tierra hebrea. Claro está, tal anhelo animaba también a otros judíos que
no se hallaban en sus privilegiadas condiciones.
¿Cómo
iba a ser distinto siglos después, cuando las persecuciones de los
judíos se sucedían ininterrumpidamente, y la amenaza era la fiel
compañera de sus vidas? Aunque se hubieran desgajado por completo del
judaísmo y desearan asimilarse a su nuevo medio, los conversos tenían
interés en el descubrimiento de algún país hebraico. Sabían que ello
aumentaría su prestigio a los ojos de los cristianos viejos. Ni querían
ni debían emigrar, pero hubieran bendecido la existencia de tal país.
Cuanto más que los cristianos nuevos que mantenían aún vínculos de
parentesco con los judíos estaban amenazados de expulsión. Deseaban con
toda el alma que hubiera algún lugar donde sus familiares —y acaso un
día u otro ellos mismos, o sus descendientes— pudieran hallar asilo.
Una
de las más importantes relaciones de viajes del siglo XII es el diario
de Benjamín de Tudela, hijo de Jonás. Habiendo partido en 1159, y tras
haber recorrido distintas partes de Europa, Asia y África, regresó a
España en 1173, para establecerse en Toledo. Allí puso por escrito sus
experiencias, y allí murió. Su relación, que venía a ensanchar el campo
visual de los geógrafos, confirmando en algunos puntos las noticias de
Eldad had-Dani, despertó gran interés, y no sólo entre los judíos. A
poco de aparecer, fue traducida a varias lenguas.
Benjamín
de Tudela empieza por contar su tránsito por una serie de ciudades
españolas hasta llegar a Barcelona. De ahí se dirige a Constantinopla, a
través de Francia, Italia, Corfú y Grecia. Va luego a Armenia y
Antioquía. El sefardita indica siempre el número de hebreos residentes
en las ciudades que visita. Describe cómo se los trata y a qué
actividades se dedican. Nombra a sabios y artesanos hebreos. Al recorrer
el Líbano y Siria, da con tribus drusas, y observa su manera de vivir y
sus relaciones con los judíos. Visita Jerusalén, Nablus y otras muchas
ciudades de Palestina; trata en la región del monte Garizim con los
samaritanos. Se dirige a Damasco, con una colonia hebrea de 3.000
personas. Remonta el curso del Tigris hasta el pie del Ararat. Va
enumerando ciudades donde vivían judíos: 4.000, por ejemplo, en Gezir
ibn Ornar, 7.000 en Gran Azur, 2.000 en Rahaba. Pasa luego a las riberas
del Eufrates, a la ciudad de Gargesia. con 500 judíos y, a dos
jornadas, Aljuba y Pumpedita, con 2.000 y una gran escuela talmúdica. De
ahí, en cinco jornadas, se planta en Harda, ciudad donde vivían 15.000
judíos. Tras detenerse en Ogbera, con 10.000 judíos, llega a Bagdad. El
califa es un gran amigo de los judíos, habla y escribe hebreo. Viven en
la misma en un régimen de plena libertad 10.000 judíos, entre ellos
famosos doctores de la ley, que presiden diez escuelas o sanedrines.
Hay, además, veintiocho sinagogas, adornadas con columnas policromadas y
con tapices recamados de oro y plata donde se leen versículos de los
Salmos. De Bagdad pasa a Babilonia, con 20.000 judíos. Tras veintiuna
jornadas, pasa los umbrales del país de Tema, habitado por hebreos que
se llaman rehaviti. Menciona
dos grandes ciudades. Tema y Telimas, donde viven 100.000 judíos bajo
dos príncipes de la familia de David: Salomón y Anas. Llevan luto
cuarenta días al año por la destrucción de Jerusalén y la expulsión de
los judíos de Palestina. Alude aún a la capital, Tanai. A tres jornadas
de los confines de Tema, se hallaba Haibar, donde se habían establecido,
dice, las tribus de Rubén y de Gad y parte de la de Manases. «La ciudad
misma de Haibar es grande y está habitada por 50.000 hebreos, entre los
cuales hay muchos estudiosos, pero aún más guerreros que contienden de
continuo con los habitantes de Babilonia, de las tierras del Norte y del
Yemen. Aquí empieza la India. Del territorio de los hebreos hasta el
río Mira, que atraviesa la tierra del Yemen, hay veinticinco jornadas.
Se encuentran en ella 3.000 hebreos, y de ahí llegué yo en siete
jornadas a Wassed, con 22.000 hebreos, y luego a Basora, con 2.000
hebreos.»
Del
«territorio de los hebreos» pasó Benjamín de Tudela a Susa, con 7.000
hebreos y catorce sinagogas, así como la tumba del profeta Daniel. Sigue
una descripción de Persia y de su sultán, cuyos dominios se extendían
hasta la ciudad de Samarcanda, el río Gosán y la provincia de Kaswin. Se
encamina luego a Rudbar, con 20.000 hebreos, y se adentra en las
montañas próximas, donde los hebreos conviven con otras tribus y no son
vasallos del sultán de Persia.
El
viajero llega a Amaria, con 20.000 hebreos, de donde pasa al país de
los medas, y de éste a Dabahristán, a orillas del río Gosán, con 4.000
hebreos, y a Schiras, con 10.000. A sólo una jornada de esa última
ciudad, Samarcanda, la gran urbe situada en los confines del reino, que
alberga a más de 50.000 hebreos. De ahí, en cuatro jornadas, alcanza el
Tibet, rodeado de bosques donde crece el almizclero, y, en otras
veintiocho, las montañas de Kazwin, junto al río Gosán. Las habitan
hebreos, quienes le explican que cuatro tribus de Israel han sido
deportadas a las ciudades del país de Nisapur. Su territorio se extiende
veinte jornadas a lo largo de aquella cordillera, y no dependen de
ningún soberano extranjero, sino del rabino José, un levita. Cuentan con
numerosos doctores de la ley y practican la agricultura. En guerra con
el país de Kush, se llevan bien, en cambio, con los turcos, que «adoran
al viento, habitan el desierto y no comen pan ni beben vino, antes se
alimentan tan sólo de carne cruda». El rabino Benjamín informa de
guerras sostenidas conjuntamente con los turcos, contra los persas, y
pondera sus aptitudes bélicas.
Más
adelante habla de la isla de Kisch, emporio importantísimo para el
comercio con la India. Dice: «Aquí concurren mercaderes de la India y de
las islas vecinas; aquí traían también los habitantes de Mesopotamia,
Yemen y Persia toda suerte de tejidos de seda y púrpura, de lino y
cáñamo, tapices, trigo, cebada, mijo, avena, toda suerte de comestibles y
legumbres, para traficar con todo ello, mientras que los habitantes de
la India llevan toda suerte de especias. Los insulanos hacen de
intermediarios y viven de las ganancias. Viven también aquí 500 hebreos.
En diez jornadas, por mar, llegué a Katipa, con 5.000 hebreos.»
Explica después su viaje a las islas Khandy, «cuyos habitantes son adoradores del fuego y se llaman dugbius, con
23.000 hebreos. Los habitantes paganos de esas islas tienen en sus
templos sacerdotes que son los más grandes magos del mundo». El mar que
las baña se extiende, según le dicen, hasta la China, pero él, en vez de
navegar hacia la India, vuelve atrás para dirigirse a Aden, donde
encuentra también hebreos. Escribe: «Desde allí llegué en diez jornadas
por el desierto de Sheba a Asuán, junto al río Nilo, que desciende de
Etiopía».
Desde
Egipto (país del que describe asimismo numerosas ciudades con densas
colonias hebreas) se traslada a Mesina, la ciudad de Sicilia, y luego, a
través de Italia, Alemania y Francia, regresa finalmente a España.
Sus
sensacionales descripciones de tantas comunidades hebreas de Asia hasta
entonces desconocidas intensificaron el deseo de entrar en contacto con
las mismas. El ejemplo de Benjamín de Tudela espoleó a otros sabios a
investigar la suerte de los hebreos a lo largo y ancho del mundo. Entre
ellos destaca el rabino Petachia, de Ratisbona, que inició su viaje
entre 1175 y 1180, o sea, dentro de la misma década en que retornó
Benjamín de Tudela, y visitó a grupos hebreos de Polonia, Rusia
meridional, Crimea, Persia, Georgia, Armenia, Siria, Mesopotamia y
Palestina. Narró después sus aventuras en el libro Sibbub olam (Viaje alrededor del mundo).
Las
relaciones de viajes, popularizadas por los judíos, fueron traducidas a
muchas lenguas y leídas también por los cristianos. Según la opinión
general, en el interior de Asia vivían tribus hebreas que, a diferencia
de los judíos europeos, eran en extremo belicosas y se atrevían incluso a
atacar a los pueblos vecinos.
Cuando,
en la primera mitad del siglo XIII, gran parte de Europa fue invadida
por los tártaros, la cristiandad, y sobre todo Alemania, sintiéndose
amenazada, reaccionó persiguiendo a los judíos. Se difundió la opinión, o
fue intencionadamente difundida por los instigadores de los pogroms, de
que los tártaros descendían de las tribus israelitas y eran el
instrumento del judaísmo para destruir al Occidente cristiano: los
judíos querían exterminar a los cristianos tal y como, trece siglos
antes, habían crucificado a Jesús.
No
es preciso analizar tal rumor para demostrar su absurdidad. Lo menciono
solamente porque indica que, por entonces, se habían propagado ya
también entre la población cristiana leyendas sobre las diez tribus de
Israel, y no como cuentos, sino como hechos reales.
La
importancia de las relaciones de viajes escritas por judíos no debe
hacernos olvidar el influjo que ejerció en el siglo XIV y siguientes el
libro de Marco Polo. El veneciano emprendió su viaje en 1271 —casi cien
años después del regreso a España del rabino Benjamín de Tudela— movido
por el afán de ensanchar el área de comercio. Como se sabe, llegó hasta
la China y sirvió diecisiete años al gran kan Kubilay. En su relación,
que Colón también poseyó, figuran observaciones sobre hebreos con los
que se había encontrado en sus andanzas por la India y la China.
Traducida al castellano por el converso de Sevilla Rodrigo de Santaela,
dio pie a que los judíos españoles especularan sobre la existencia de
vínculos entre las diez tribus y los chinos, e incluso los japoneses.
Cosa
no tan descabellada como puede parecer a primera vista. Más tarde, en
tiempos modernos, se analizarían ciertas conformidades entre los ritos
judaicos y sintoístas; se llevarían a cabo estudios fisionómicos para
comprobar ciertas semejanzas raciales; se confrontarían nombres. Se ha
caído así en la cuenta de que el primer rey conocido del Japón se llamó
Osei y reinaba en el año 730 antes de Jesucristo, ocho años después de
la muerte del último rey de Israel, Oseas. De ese corto período de
tiempo, además de la homonimia, hay quien ha sacado ciertas
conclusiones. Ha salido también a la luz que tanto el templo sintoísta
como el judaico estaban divididos en una parte sagrada (el «sancta») y
en la más sagrada de las sagradas (el «sanctasanctórum»), que la
vestidura de lino y la prenda para cubrir la cabeza del sacerdote
sintoísta se correspondían con las del sacerdote del antiguo Israel. Por
otra parte, ciertos grabados japoneses primitivos representan, a juicio
de algunos, la entrada de los israelitas en el Japón. Hay quien se ha
atrevido, incluso, a señalar la ruta por la que los israelitas habrían
llegado al Japón, a saber, desde el continente asiático y a través de
las islas Sajalín.
El
tema sigue interesando todavía hoy. En 1970, mientras trabajaba en este
libro, vine en conocimiento de que acababa de aparecer en el Japón un
estudio de carácter étnico titulado Japoneses y hebreos. Lo
firma Jeseia Ben Dassan, pero se trata de un pseudónimo. Según el
editor, se esconde detrás del mismo un judío norteamericano nacido en la
ciudad japonesa de Kobe (1918). La obra, que ha tenido gran éxito,
analiza las semejanzas y diferencias entre el pueblo japonés y el
hebreo.
Japoneses y hebreos no
es, por lo demás, ninguna rareza. Hace ya largo tiempo que estudiosos
japoneses vienen investigando dichas afinidades. Procedentes en su mayor
parte de las castas sacerdotales sintoístas, algunos —como, hace pocos
años, Temamitso Fuinomeya y otros— han acabado por convertirse al
judaísmo y adoptar nombres hebraicos.
Después
de 1945, cuando el Japón fue ocupado por los Estados Unidos, formaban
parte de las tropas extranjeras un número considerable de judíos y, por
tanto, un rabino militar. Habiendo éste trabado amistad con el hermano
del emperador Hirohito, el príncipe Mikassa, obtuvo permiso para ver
cierto «espejo sagrado»: según parece, tiene grabada detrás una
inscripción en hebreo antiguo de la época del primer templo.
Esa actualidad de la cuestión denota cómo debió apasionar a los hombres medievales, menos críticos que nosotros.
Las
mencionadas tentativas de los judíos para entrar en contacto con sus
hermanos de las tribus de Israel no fueron, a buen seguro, las únicas.
El que no se conserven testimonios escritos sobre otras se debe a las
condiciones en que vivían los judíos y, de una manera particular, a las
dificultades de los viajes. Tengamos en cuenta la ausencia o escasez de
medios de transporte, el mal estado de las vías terrestres, la perfidia
de no pocos guías, la abundancia de ladrones y salteadores de caminos y,
en la mar, de piratas, la falta de planos, el sinfín de pequeñas áreas
de soberanía con las consiguientes fronteras, los problemas de
lenguaje... Un hombre tan poderoso como Hasday Ben Saprut tardó
muchísimo tiempo en hacer llegar una carta a la península de Crimea, a
corta distancia de España en comparación con la India. El viaje hasta
sus umbrales y feliz regreso de Benjamín de Tudela parece un milagro.
El
libro de Marco Polo da una idea de los peligros que acechaban al
viajero, constantemente expuesto a ser asesinado, asaltado o vendido
como esclavo. Para un judío, las dificultades eran aún mayores a causa
de las reglas de alimentación prescritas por la ley hebraica, que los
judíos de la Edad Media cumplían rigurosamente.
Las
noticias de los numerosos judíos que, sin duda alguna, siguieron los
pasos del Danita y de Benjamín de Tudela desaparecieron con sus
protagonistas, víctimas de uno u otro azar. No nos queda de ellos sino
una gran variedad de amuletos de plata contra enfermedades, piratas y
bandidos, que fueron vendidos por quienes se los arrancaron. Se hallan
hoy en museos o colecciones particulares.
Cabe
suponer que los hebreos de Asia intentaron también, a su vez, viajar
hasta sus hermanos de Europa, y que sufrieron la misma suerte. Quizá,
incluso, alguna de tales empresas tuviera buen éxito, porque el que no
tengamos conocimiento de ninguna nada quiere decir: la dramática
historia del pueblo judío a lo largo de la Edad Media —las quemas de
personas y libros, los bautismos forzosos, las expulsiones, los saqueos—
no fue precisamente favorable a la constitución de archivos.
La
mayor parte de las noticias que llegaban en aquellos siglos a los
judíos procedían de fuentes cristianas. Basadas en relatos de marineros
qué las habían recogido a su vez en contactos superficiales con
mercaderes árabes, nos parecen hoy a menudo salir de las páginas de Las mil y una noches. En
las tabernas portuarias, como es fama, se tenía sumo arte para exagerar
e inventar, cuanto más que por entonces no era posible comprobar los
hechos. El propio Colón acudió no pocas veces a las mismas para
informarse de experiencias náuticas y aventuras en tierras remotas. Allí
oyó hablar de los países «dorados» y sus habitantes. Posteriormente
aprovecharía esos elementos en los escritos en que propuso el viaje a
las Indias.
El
crédito dado en la Edad Media a toda suerte de noticias, por fabulosas
que fueran, se explica por el escaso desarrollo del saber científico y
las nulas posibilidades de verificación. Un viaje que hoy puede hacerse
sin correr ningún riesgo —piratería aérea aparte— en cuatro horas,
duraba entonces como mínimo un año, y había una probabilidad entre cien
de llegar a la meta y regresar sano y salvo.
Los
relatos de los marineros no dejaban de tener, con todo, un fundamento
real. Sabemos hoy que, ya en tiempo de Cristo, mercaderes hebreos de
Persia y de la India habían establecido factorías en Ceilán, e incluso
en la China, a lo largo del río Amarillo y en el delta del Yang-tsé.
Que, en la India anterior, entre otros muchos pequeños Estados, existió
uno, Anjuvanán, con un alto porcentaje de población hebrea y regido
probablemente por judíos. La costa occidental de la India, en toda su
extensión, atrajo a numerosos judíos fugitivos del área árabe-persa,
hasta el punto de que vinieron a formarse en distintos lugares de la
misma auténticas colonias hebreas. En la costa del Malabar, los judíos
desarrollaron entre la población autóctona una actividad misionera. Las
ulteriores misiones cristianas de los nestorianos encontrarían el
terreno preparado. Si la Iglesia sirio-caldea pudo arraigar en la India,
fue gracias al trabajo previo de los judíos. En las costas del Malabar y
del Konkán subsistieron grandes colonias hebreas hasta el siglo XIV.
Benjamín de Tudela las menciona en su relación, pese a que, como hemos
visto, no llegó hasta la India.
La
presencia de una comunidad hebrea en Kaifeng, capital de la provincia
de Honan y una de las ciudades más antiguas de la China, se remonta al
siglo VIII. Algunos documentos locales atestiguan la construcción en
1183 de una sinagoga, restaurada en 1488. Por aquellos siglos, habitaban
asimismo en Kaifeng musulmanes que tenían frecuentes contactos con
Occidente. Casi seguro que, a través de ellos o de los mercaderes judíos
de los países árabes, los hubo también entre la colonia hebrea de la
ciudad y los judíos de Europa. Ya hemos visto cómo se interesaban estos
últimos por los hermanos de Asia. Cuando menos, debían estar enterados,
por conducto de los mercaderes árabes, de que aquélla existía.
Para
las gentes del siglo XV, tales datos demostraban, sin lugar a dudas,
todas las demás noticias y tradiciones. Judíos y cristianos estaban
convencidos de que las diez tribus de Israel habían podido subsistir en
partes recónditas de Asia.
Noticias
que hoy nos parecen puras fábulas se tomaban entonces muy en serio.
Tanto, que indujeron no pocas veces a reyes y gobernantes a organizar
expediciones.
El
7 de mayo de 1847, Pero da Corvilha y Alfonso de Paiva iniciaron un
viaje por encargo del rey Juan II de Portugal para descubrir el reino
del Preste Juan. También los judíos fundaban esperanzas en la existencia
de ese territorio, al opinar que el nombre de su emperador denotaba un
origen hebraico, y por ciertas relaciones de viajes sobre una región del
África oriental donde hebreos y cristianos convivían amigablemente. Los
exploradores portugueses creyeron haber hallado el «reino del Preste
Juan de las Indias» en Abisinia.
Los
cristianos de la Península Ibérica tenían, como los judíos, hermanos
perdidos, y se afanaban asimismo en buscarlos. Ello obedecía a
tradiciones que, para un hombre del siglo XX, resultan totalmente
fabulosas. Según una leyenda antiquísima, los pocos visigodos
supervivientes de la batalla de Guadalete —año 711— habían huido de los
sarracenos hacia el oeste en siete barcos. Los conducían el arzobispo de
Oporto y otros seis obispos. Tras superar terribles tormentas, habían
tomado tierra en una isla situada en medio del océano y quemado allí los
barcos para hacer imposible el regreso. Fundaron luego en la misma
siete maravillosas ciudades. La isla de las siete ciudades era conocida
entre los españoles por el nombre de Antilla.
Tal
leyenda caló tan hondo en los ánimos que, siete siglos después del
desastre de Guadalete, pasaba aún por realidad. Incluso la aceptó el
mundialmente famoso cosmógrafo alemán Martin Beheim: la «Antilla» figura
en su globo terráqueo, muy a occidente de España, en medio del océano,
tal y como era tradición. En una licencia para viajes de descubrimiento
concedida en 1489 por el rey portugués Juan II, especifica el soberano
que se debe buscar el reino de las siete ciudades. El rey de Inglaterra,
Enrique VII, al promover en 1497 una expedición para hallar una ruta
hacia el Brasil, ordenó a su jefe, el veneciano Giovanni Caboto (John
Cabot), residente en Bristol, que procurara dar también con la Antilla.
Se
divulgaron asimismo otras leyendas más verosímiles. En tiempos de Colón
existían ya frecuentes comunicaciones con Islandia, cuyos habitantes
explicaban que, hacia el año mil, los normandos habían navegado en
dirección oeste y descubierto diversas islas. Las sagas islandesas —en
particular la de Erik el Rojo, normando proscrito descubridor de una
«tierra verde», Groenlandia— empezaron también a circular de boca en
boca en el continente, a partir de los puertos.
A
lo largo de los siglos XIII y XIV, aparecieron en España numerosos
libros cabalísticos. Por escritos polémicos de los rabinos en el siglo
XVI, sabemos que dieron lugar a cálculos según los cuales la redención
mesiánica del pueblo hebreo se consumaría alrededor del año 1490, tras
una ola de persecuciones. Aunque impugnados por las autoridades
religiosas, hallaron gran resonancia entre las masas, pues satisfacían
su necesidad de creer en tiempos mejores. Claro está, uno de los frutos
de la venida del Mesías iba a ser la reagrupación de todos los hijos de
Abraham. No se conservan documentos que prueben la vigencia de las
interpretaciones cabalísticas entre los judíos y marranos que vivían en
España por el año 1490. Pero los tiempos de persecución son propicios a
los sueños y esperanzas, a la concepción de planes ideales donde poder
moverse libremente. Por otra parte, el hecho de que algunos rabinos del
siglo XVI polemizaran contra esas cabalas indica que no se habían
extinguido.
De
todo lo expuesto en este capítulo podemos concluir que, a fines del
siglo XV, los judíos y marranos de la Península Ibérica estaban
convencidos de la existencia en Asia de territorios gobernados por
hebreos. Esa convicción se fundaba en un haz de noticias orales,
relaciones de viajes y tradiciones. Los cristianos las compartían, y
daban crédito además a leyendas propias. Sino que, mientras los
cristianos podían mandar barcos en busca del reino del Preste Juan o la
isla de las siete ciudades, los judíos debían limitarse a esperar que la
apertura de nuevas vías marítimas llevara al descubrimiento de dichas
tierras hebreas. Estaban convencidos de que así sería, tarde o temprano,
y lo deseaban con toda el alma, tanto porque ello les permitiría
disponer de lugares de refugio como por el prestigio que les conferiría
ante el resto de la población. En ese último aspecto, se hubieran
beneficiado también de ello los cristianos nuevos procedentes del
judaísmo. Además, los regidores de los Estados hebreos, con los que la
cristiandad no tardaría en tener relaciones comerciales, intervendrían
sin duda a favor de los judíos en los países donde se los siguiese
discriminando o persiguiendo.
Tal
demostraba el caso de los mudéjares. Los judíos sabían que los
soberanos musulmanes se habían dirigido una y otra vez a los papas
amenazando con tomar represalias en las personas de los cristianos
residentes en sus territorios en caso de que los malos tratos a sus
correligionarios persistieran, y que los sumos pontífices habían
transmitido siempre esas advertencias a los reyes españoles.
En
1490, justamente cuando estaban ultimándose los preparativos para
atacar al reino de Granada, último reducto musulmán en la Península
Ibérica, se presentó ante la reina Isabel una delegación del sultán de
Egipto integrada por religiosos católicos de los monasterios de
Jerusalén. Le comunicaron que, de continuar los vejámenes infligidos a
los moros, el sultán adoptaría medidas contra los cristianos de
Palestina y Siria. Isabel, profundamente conmovida, rogó a los
religiosos que procuraran apaciguar al soberano islámico informándole
del trato «tolerante» que recibían los moros en España. Les prometió
además mil ducados anuales para el mantenimiento del Santo Sepulcro, y
les dio un velo tejido de sus propias manos a fin de que lo depositaran
en aquel Santo Lugar.
La
noticia de la embajada Palestina causó enorme impresión entre los
judíos. En sus sueños más audaces, esperaban contar también ellos con
semejantes valedores una vez establecido contacto con las tierras de las
tribus de Israel.
III. EL PROFETA ENIGMÁTICO
Desembarco en la Española. Xilografía de la edición latina citada.
¿Quién
fue en realidad el hombre que supo polarizar las esperanzas de los
judíos y marranos? ¿Cómo llegó a advertir que la realización de sus
planes dependía en parte de quienes estaban amenazados de muerte o
expulsión o se hallaban cuando menos ante un futuro incierto?
Se
han escrito sobre él centenares de libros. Ningún otro hombre es tan
«conocido» como él. Ninguno tan discutido. Prácticamente desde su
muerte, disputan los estudiosos sobre su nacimiento, su carácter, su
vida y sus hechos. Sobreabundan las falsificaciones y tesis infundadas.
Todavía hoy sigue habiendo personas interesadas en encubrir la verdad.
Todo
aquel que se ocupa de la historia de los judíos de España viene a
enfrentarse, tarde o temprano, con la figura de Colón. Una parte de su
vida es a la vez parte esencial de la historia de los judíos de su
tiempo, sea cual fuere el origen del descubridor. Cuenta tan sólo el
hecho de que, al coincidir sus planes con las esperanzas de los judíos,
éstos los impulsaron.
Tras
leer muchos libros sobre Colón y sus viajes, decidí ir a España para
examinar en la Biblioteca Colombina de Sevilla los que le pertenecieron,
algunos de los cuales contienen acotaciones escritas autógrafas,
convencido de que tanto esos comentarios como la selección de sus
lecturas me ayudarían en gran manera a comprender su personalidad y sus
designios. Quería abarcar con mis propios ojos el mundo espiritual en
que se movió el descubridor de América. Me interesaba asimismo ver las
cartas a su hijo Diego, en las que aparece cierto signo enigmático.
La
Biblioteca Colombina es un anexo de la catedral, antigua mezquita, y se
formó por una donación del hijo ilegítimo de Colón, Hernando, culto
eclesiástico que vino a reunir doce mil volúmenes, entre los cuales
figuran obras de gran valor y algunas que habían pertenecido a su padre.
Los legó todos a los dominicos del convento sevillano de San Pablo.
Están hoy expuestos en vitrinas que ocupan varias salas. En las de la
central, se hallan los que poseyó Colón.
Experimenté
una singular sensación cuando, con permiso del bibliotecario, fui
sacando uno tras otro de la vitrina todos los libros que otrora fueran
objeto de estudio del descubridor del Nuevo Mundo. Quiero mencionar aquí
primeramente el Libro de los Profetas. Colón lo había copiado en parte
de propio puño. Lo cita con frecuencia tanto en el diario como en las
cartas; según informa el padre Las Casas, solía citarlo también en las
conversaciones. Su profeta predilecto era Isaías. Otras obras de suma
importancia para él fueron Ymago mundi, de Fierre d'Ailly; Historia Naturalis, de Plinio, con notas marginales de Colón en castellano, en portugués y sólo una en italiano, un Marco Polo latino —De consultidinibus et conditionibus orientalum regionum—, Historia rerum ubique gestarum del humanista italiano Eneas Silvio Piccolomini —Papa con el nombre de Pío II—, también con muchas acotaciones, y Almanach perpetuum, almanaque de navegación de Abraham Zacuto.
Colón
se había procurado ya la mayor parte de esos libros antes de su viaje
de descubrimiento. Los historiadores creen que poseyó otros muchos que
no vinieron a poder de Hernando. Con motivo del cuatricentenario del
descubrimiento de América, el Ministerio de Educación de Italia publicó
una obra en doce volúmenes titulada Raccolta di Documenti e Studi que reúne todos los documentos sobre Colón y las notas puestas en los márgenes de sus libros.
La
imagen que el mundo tiene hoy de Colón ha sido forjada o por los
italianos o por los españoles. Nadie ignora que luchó con empeño para
poder realizar sus planes; que vivió a menudo en la miseria sin que por
ello los abandonara jamás; que habitó en diversos países sin sentirse en
ninguno verdaderamente en casa... Ahora bien, ¿qué se sabe de su
mentalidad? Ahí sólo pueden ayudarnos sus cartas y dichos libros y
comentarios. Estos últimos no iban destinados a nadie más que a sí
mismo, eran una especie de puntal de su memoria; a menudo se limitó a
señalar en los márgenes con un elegante signo aquellos pasajes a que se
proponía volver.
Charlé
largo y tendido con el profesor Peña, ex director del Archivo de Indias
de Sevilla. Convinimos en que Colón fue un hombre extraordinario, pero
que debe considerársele desde las perspectivas de su tiempo. Al
preguntarle si los libros de la Biblioteca Colombina podían encerrar el
mundo espiritual de un navegante del siglo XV, me habló de una
investigación llevada a cabo por expertos de la Marina estadounidense
basándose en algunas anotaciones de Colón y en los instrumentos que
utilizó en el viaje de 1492. Esta investigación, circunscrita al aspecto
náutico de la empresa, evidenció que Colón fue un marinero excelente.
Cuanto
recordaba haber leído sobre Colón, fijado por otra parte en numerosos
apuntes, me pareció de pronto insatisfactorio. Comprendí que los
investigadores tendrían que descifrar aún muchos enigmas antes de llegar
a ofrecer una imagen completa del descubridor, cosa quizá inalcanzable.
El obstáculo principal para una visión objetiva de su personalidad y de
la historia previa a sus descubrimientos estriba en las pasiones
nacionalistas, entorpecedoras del sentido crítico, obstáculo que fue
engrosándose década tras década.
Los
documentos tienen un destino tan dramático como el de los hombres a
quienes sobreviven. Uno no puede por menos de pensarlo cuando sigue la
historia de los relativos a Colón. Sólo se conserva una parte del
archivo familiar, y lo extraño es que se conserve algo, pues en el curso
de los siglos ha ido de mano en mano y de continente en continente. A
la muerte de Diego Colón, en 1526, fue heredado por su esposa, María de
Toledo, y su hijo, Luis. En 1544, al trasladarse a América, donde María
era virreina, lo llevaron consigo. Allá lo examinó el biógrafo del
descubridor, fray Bartolomé de las Casas. Sólo cinco años más tarde, al
morir María de Toledo, volvían los documentos a España, donde quedaron
bajo la custodia de los religiosos del convento de Las Cuevas. Pronto
empezó una querella entre varios aspirantes a heredarlos, que se
prolongaría hasta el siglo XVII. Al cabo, se falló a favor de Muño
Colón, de Portugal. Pero éste no obtuvo sino una parte de los mismos,
pues sabemos que, entretanto, otros de los depositados en Las Cuevas
habían ido a parar a las manos de los duques de Alba. María de Toledo,
la esposa de Diego Colón, además de estar emparentada con el rey
Fernando, era una sobrina del más famoso de los duques de Alba, Fernando
Álvarez de Toledo —el rígido gobernador de los Países Bajos, donde
actuó como dócil instrumento de la Inquisición; tenía, por cierto, una
abuela marrana—; los duques de Alba tuvieron en su poder esos papeles
hasta 1790. Pasaron luego a otra rama de la familia, los Colón-Artegón y
Ávila. Cuando vino a heredarlos el duodécimo duque de Veragua, se
habían ya reducido sensiblemente: quedaban tan sólo las cartas del
descubridor a su hijo Diego. Así pues, en el curso de tantas idas y
venidas, buena parte del archivo familiar colombino se perdió. Como es
bien sabido, contamos, en cambio, con numerosas falsificaciones, obra de
personas que tenían interés en presentar torcidamente la vida o los
viajes de Colón. Es probable que muchos de los documentos no conservados
se destruyeron a propósito para sustituirlos por las mismas. Las cartas
y relaciones de Colón que hoy se conocen fueron exhumadas en 1791 por
un oficial de Marina español, Navarrete, quien las halló en los archivos
del monasterio de San Esteban y de los duques de Veragua, descendientes
del descubridor.
Del
diario que llevó Colón durante el viaje de descubrimiento se conserva
tan sólo una copia más o menos completa de fray Bartolomé de las Casas,
hecha probablemente sobre el original y hallada a fines del siglo XIX.
No
poseemos tampoco retratos indiscutibles del descubridor de América.
Cierto es que los hay en abundancia, pero datan de décadas o siglos
después de la muerte del retratado y no tienen ningún parecido entre sí.
Sólo de uno, el más antiguo, cabe pensar que su autor viera
personalmente a Colón. Se halla en la Galería de los Oficios de
Florencia. Muestra a un hombre de acusados rasgos semíticos, así en el
semblante como en la forma de la boca y la nariz. Nada nos acredita, sin
embargo, que represente de verdad a Colón.
Análogo
misterio rodea su nacimiento. La historia de los orígenes de Colón se
caracteriza por las contradicciones, debidas sobre todo a él mismo y a
su familia. Aumenta el embrollo el hecho de que muchos historiadores,
una vez que se han pronunciado al respecto, no están ya dispuestos a
rectificar.
Inmediatamente
después de la muerte de su padre, manifestó Hernando Colón que no había
podido dar con ningún pariente ni en la ciudad de Génova ni en los
alrededores. Pero esa declaración es ya sospechosa de parcialidad, toda
vez que, apenas muerto el descubridor, empezaron a disputárselo dos
naciones, España e Italia, ansiosas ambas de contarlo entre sus hijos.
Es muy probable que el testimonio de Hernando persiguiera respaldar las
pretensiones españolas. De ahí que los estudiosos no le concedan
demasiada importancia.
Si
uno procede a reunir todo cuanto se ha publicado hasta la fecha sobre
los orígenes de Colón, viene a hallarse ante un rompecabezas
difícilmente soluble. Han sido muchas las energías dedicadas a velar la
verdad o a lanzar a los investigadores sobre falsas pistas. El propio
Colón tuvo gran interés en que el mundo, e incluso parte de su familia,
ignorara su procedencia. Las pocas veces que se refirió a tal extremo,
lo hizo de un modo confuso. Para aclarar los hechos, uno ha de empezar
por preguntarse a qué se debió tal actitud.
Las
indicaciones que dio Colón sobre sus orígenes se contradicen
sensiblemente con los documentos oficiales italianos y las teorías
españolas. La diversidad de pareceres se extiende aún hoy no sólo al
lugar natal, sino incluso a la región. Mientras los italianos se
concentran en Génova y Savona, algunos investigadores españoles se
inclinan por la isla de Mallorca, otros por el Principado de Cataluña,
por Galicia, por Extremadura, por Castilla... Y surgen sin cesar nuevas
tesis.
La
fecha en que murió Colón está bien determinada: 20 de mayo de 1506,
Valladolid. En cuanto a la de nacimiento, de considerar todas las
referencias del propio Colón, nos moveríamos entre 1447 y 1453. Pero sus
declaraciones más precisas, las contenidas en actas judiciales, inducen
a muchos a situarla entre el 25 de agosto y el 31 de octubre de 1451,
de acuerdo, por lo demás, con la versión italiana.
Y
desde el nacimiento hasta la muerte, ¿qué sabemos con certeza de su
vida? Nos consta que apareció en Lisboa cuando contaba alrededor de
veinticinco años. Lo que ya no está tan claro es cómo llegó a la ciudad.
Los detalles que especifica la biografía de Colón escrita por su hijo
Hernando —reproducidos al pie de la letra por el padre Las Casas—
podrían pertenecer a una novela de aventuras de la época: combate naval
contra piratas, fuego en la nave en que se halla Colón, hundimiento de
la misma, Colón gana a nado la costa, genoveses residentes en Lisboa le
reaniman y hospedan... El único dato en que puede apoyarse tal episodio
es en que por aquel tiempo tuvo lugar realmente cerca de Lisboa un
combate naval. Así y todo, la gran mayoría de los historiadores no dan
crédito alguno al mismo. Como quiera que fuere, lo cierto es que Colón
pasó algunos años de su juventud en Portugal.
Nos
consta, además, que en 1478 se casó con la portuguesa Felipa Moniz, la
cual le dio un hijo, Diego, en 1479 o 1480, y que, aproximadamente hasta
sus treinta y dos años, se esforzó sin éxito por convencer de sus
planes a la junta científica que asesoraba al rey de Portugal en materia
de viajes de descubrimiento. En 1485, lo encontrarnos ya en Castilla,
en el monasterio de La Rábida, y después lo vemos hacer antesala en los
palacios de diversos personajes del reino, hasta que, por último, a
principios de 1492, los reyes católicos le autorizan a emprender el
viaje a las Indias.
De
ahí en adelante, la vida del descubridor de América está perfectamente
documentada. Añadamos que, en el curso de aquellos años de espera, tuvo
relaciones extramatrimoniales con una castellana, de las que nació
Hernando. Su esposa, Felipa Moniz, había muerto un año después de dar a
luz a Diego.
Es
ésta una biografía muy corta para un hombre al que el mundo debe tanto.
Todos ansiamos saber de él algo más que una simple porción de datos
escuetos. Pero ahí empiezan las grandes dificultades.
Según
los documentos alegados por los italianos —de cuya autenticidad dudan
no pocos investigadores españoles—, Colón era de extracción muy humilde.
Su padre habría sido torrero en Génova y, posteriormente, tejedor en
Savona. Los archivos de Italia guardan una serie de papeles relativos a
esa familia: las actas notariales sobre el alquiler de una casa de
Génova perteneciente a la Iglesia, cédulas de multas y de deudas. En uno
de los resguardos de deuda figura un hijo, Christoforo Colombo, de
dieciocho años de edad, de profesión tejedor. Existen también
inequívocos testimonios documentales de que la familia Colombo se
trasladó de Génova a la pequeña ciudad de Savona, donde se dedicó a la
tejeduría y regentó por algún tiempo una taberna.
Vemos,
pues, que se trataba de gentes de condición modestísima. Uno no puede
por menos de preguntarse: ¿qué posibilidades de estudio había tenido
aquel tejedor genovés de dieciocho años que, según parece, con
veinticinco se encontraba ya en Portugal? El hombre que hacia 1476 llegó
a Lisboa poseía amplios conocimientos náuticos: pudo ejercer en seguida
el oficio de cartógrafo. Quien lea las acotaciones de sus libros
comprobará que dominaba a la perfección el latín y el castellano, así
como, ciertamente, el italiano —si bien no se sirvió de ese idioma sino
raras veces—, y que sabía también el portugués. Comprobará, además, que
era versado en historia, geografía, geometría, religión y Sagradas
Escrituras. Sus comentarios a tal o cual pasaje interesante de una
lectura reflejan a menudo que podía contrastarla con un sólido saber
previo en tan distintas materias. Ahora bien, ¿cómo, cuándo, dónde lo
había adquirido?
Las
posibilidades de estudio en aquel entonces distaban mucho de las
actuales. Colón hubiera podido adquirir dicha cultura en un monasterio
de haber abrazado la carrera eclesiástica. Pero nos consta que no fue
así. A la luz de los documentos italianos, tuvo que ganarse la vida muy
pronto con un trabajo manual. Cabe también pensar que los padres de un
niño tan superdotado como debió ser el descubridor de América procuraran
darle una buena instrucción recurriendo, por ejemplo, a educadores
privados. Por lo que sabemos de la familia Colombo, sin embargo, aun en
el caso de que se lo hubiesen propuesto, que ya es mucho suponer, no les
habría sido posible, por falta de medios.
Según
testimonio del propio Colón, por otra parte, se puso ya a navegar a la
edad de catorce años. La vida de un grumete en el siglo XV no era
precisamente propicia al estudio de idiomas y ciencias, mucho menos si
no se había iniciado en el mismo con anterioridad. Más tarde se mostrará
Colón un gran conocedor de la náutica y de la marinería, buena prueba
de que pudo y supo aprovechar aquel tiempo.
De
ser Colón italiano, sorprende el hecho de que no utilizara casi nunca
su lengua materna. Las mismas cartas a su banco de Génova, el de San
Giorgio, están redactadas, contra lo que sería de esperar, en
castellano. En distintos escritos alude a este último idioma como su
lengua materna. Quizá se trate tan solo de una más de sus maniobras de
simulación, pero algunos españoles sostienen que nunca habló en
italiano. Según el testimonio de personas que le conocieron, se
expresaba por lo común en un buen castellano, con cierto deje portugués.
Sin embargo, existe también la tradición de que, durante los viajes de
descubrimiento, cuando, por un motivo u otro se enfurecía con los
marineros, echaba pestes en italiano. Y de todos es sabido que, al
dejarse uno llevar por la ira, suele volver instintivamente a la lengua
materna.
De
acuerdo con la tesis italiana, Colón habría sido un autodidacta, un
muchacho ávido de saber. Ahora bien, siendo así que sus conocimientos se
extendieron a disciplinas como las matemáticas, la astronomía y el
latín, lengua cultivada entonces tan sólo en reducidos círculos, es
inimaginable que los adquiriera durante los años de aprendizaje en la
mar. A lo sumo le servirían para completarlos. Uno tiende a pensar al
pronto en estudios privados. Mas ¿quién habría pagado a sus maestros?
Los libros, en aquel tiempo, no eran precisamente baratos. ¿O fue Colón
quizá una especie de estudiante-obrero que se costeó los estudios
trabajando? A juzgar por los documentos que se conservan sobre su
supuesto padre, Domenico Colombo, y la familia Colombo en general, no
parece que la misma estuviera en condiciones de dárselos, si bien esa
hipótesis tampoco puede descartarse en redondo.
Cuando,
años después de la muerte del almirante de la mar océana, Hernando
Colón se pone a escribir su historia, no ignora que el mundo se
preguntará dónde había adquirido dichos conocimientos en latín,
aritmética, geometría y astronomía (llamada a la sazón astrología). Pues
bien, afirma lisa y llanamente que su padre estudió en la Universidad
de Pavía. Entra así en juego otra región de Italia, Lombardía, como
posible lugar de residencia, si no más: durante el siglo XIX, Milán,
Plasencia y Módena disputaron a Génova el honor de haber sido la cuna
del descubridor de América. Con todo, la mayor parte de los estudiosos
tienen el testimonio de Hernando por una fábula o un expediente para
salir del paso. El propio Colón, es verdad, se refirió una vez a cierta
estancia en Lombardía. Mas nunca habló de estudios universitarios. De
tenerlos, no hubiera dejado de mencionarlos para calificarse ante los
científicos de Portugal y Castilla que examinaron sus planes.
En
las notas marginales de los libros que poseyó, demuestra Colón conocer a
fondo el patrimonio cultural del judaísmo. Así, una de las que figuran
en la Historia rerum ubique gestarum del
papa Pío II pone de manifiesto cómo estaba familiarizado con la
cronología hebraica. Tras referirse al año de 1481, aquel en que estaba
escribiendo el comentario, consigna en seguida el correspondiente del
cómputo hebraico, 5241, la edad que tenía entonces el mundo según la
Biblia, y de ahí pasa a observar que Adán murió a los ciento treinta
años, y que la destrucción del segundo templo —al que llama «secunda
Casa», denominación típicamente hebrea, nunca usada por los no judíos—
había ocurrido 1413 años atrás. Como esa nota se conservan otras muchas.
Prueban, en conjunto, que Colón dominaba la historia hebraica y que
había penetrado en el carácter del judaísmo. ¿Cuándo adquirió tal saber?
Y aún otra pregunta: ¿Qué otro navegante cristiano de aquella época lo
poseyó en grado comparable? Y permítaseme citar aquí la frase que
escribió en una carta a Diego de Deza, preceptor del príncipe Juan:
«Pónganme el nombre que quisieren, que al fin David, Rey muy sabio,
guardó ovejas y después fue hecho rey de Jerusalén; yo soy siervo de aquel mismo Señor que puso a David en este estado». Una frase que, ciertamente, da qué pensar.
En
otro libro de la Biblioteca Colombina se halla la siguiente acotación,
también de su puño y letra: «Gog Magog». Según el profeta Ezequías, el
nuevo David, el redentor, advendrá tras haber erigido Gog, el demoníaco
soberano de la tierra de Magog, un poderoso imperio. ¿No parece esa nota
como un símbolo de aquel tiempo? Bien podría haberla escrito un judío,
pues, para los judíos, el demonio Gog reinaba ya sobre España.
El
diario del primer viaje contiene una página muy significativa, fechada
el 23 de septiembre de 1492. El viaje se prolongaba, no se veía aún
tierra. «Y como la mar estuviese mansa y llana, murmuraba la gente
diciendo: que pues allí no había mar grande, que nunca ventaría para
volver a España...» De pronto «alzóse mucho la mar y sin viento» —era el
período de los huracanes ecuatoriales—, cosa que asombró y apaciguó a
la vez a los marineros. Comenta entonces Colón: «Así que muy necesario
me fue la mar alta, que no pareció, salvo el tiempo de los judíos cuando
salieron de Egipto contra Moisés, que los sacaba de cautiverio».
Esa
manera de reaccionar del almirante nos llena de pasmo: es típica de los
judíos, siempre prontos a ilustrar toda suerte de situaciones con
lugares o episodios de la Biblia y otras escrituras sagradas. Tal hace
también Colón, y no sólo en el caso descrito, sino muy a menudo, clara
prueba de su familiaridad con el judaísmo. Para sacar de ahí
consecuencias generales y objetivas, sin embargo, sería preciso
considerar todas esas citas en su conjunto. Ello ayudaría indudablemente
a trascender el espíritu de Colón, y conduciría, quizá a la postre, a
descifrar los numerosos enigmas que sigue aún deparando.
Innumerables
estudiosos se han leído ya todos los textos de Colón. Han escrito
prolijos ensayos sobre el hecho de que el trazado de ciertas letras no
es uniforme. Han analizado la puntuación y la longitud de sus frases,
las particularidades de su latín y su castellano, con miras a deducir de
qué parte de España procedía. Destaca, entre ese enjambre de
investigadores, Fritz Streicher, autor en los años treinta de Die Columbus-Originale, obra de gran rigor científico.
Ninguno
de ellos parece haberse planteado a fondo el problema central (o a lo
menos ninguno ha sabido aclararlo): de dónde procedían los conocimientos
de Colón.
En
muchos casos, adivinamos tras su actitud un pánico cerval a considerar
la hipótesis de que el descubridor de América, cuya paternidad se
disputan dos grandes naciones, fue :—¡Dios nos libre!— judío o de
ascendencia judía. Algunos están dispuestos a cualquier compromiso con
tal de excluirla del juego. De poco tiempo a esta parte, con todo, se
tiende a no descartarla tan decididamente, pues resulta ya muy difícil
cerrar los ojos a los sustanciales datos
e indicios que la abonan, clave tal vez de enigmas insolubles hasta la
fecha. Aun así, pocos son los historiadores dispuestos a revisar sus
teorías partiendo de nuevos criterios. Lo mismo que en tantos otros
ramos de la ciencia, quien se ha pronunciado ya sobre el tema se aferra a
su opinión como si de un dogma se tratase. Por eso, justamente, los
especialistas que estudian la vida y los orígenes de aquel gran hombre
se mantienen, hoy como ayer, salvo honrosas excepciones, divididos en
dos campos y no procuran sino combatirse y confundirse unos a otros.
Fuerza
es reconocer que la vida del descubridor abunda en episodios
discordantes y controvertibles. Pongamos un ejemplo: la citada batalla
marítima en las proximidades del cabo de San Vicente, en la que Colón
habría combatido contra la flota genovesa, y a consecuencia de la cual
habría llegado a Lisboa. Los españoles ven ahí una prueba de que la
tesis italiana es falsa: un genovés no hubiera hecho armas contra sus
coterráneos. Objeción a la que los italianos no saben qué responder. Y
cabría aducir muchos casos análogos que afectan, ya a una, ya a otra de
las partes. Génova, con todo, da por sentado que Colón es hijo de la
ciudad. Para evidenciarlo, muestra incluso el edificio donde nació, a
saber, la Casa del-1’Olivella, situada frente a la Porta de Sant'Andrea.
Desde 1887, la decora una lápida con la siguiente inscripción: Nulla domus titulo dignior hac. Paternis in aedibus Christophorus Columbus pueritiam primamque juventum transegit. Ahí
está, pues, la casa paterna de Colón, aquélla donde transcurrió su
infancia y primera juventud. Un dogma, hoy, para cualquier italiano.
¿Qué
oponen a ello los españoles? Los autógrafos de Colón están escritos en
un castellano muy fluido. Tras su estancia en Portugal, el descubridor
se valió casi exclusivamente de esa lengua, que dominaba con la
seguridad con que se domina la lengua materna. Así se deja ver, sobre
todo, en las notas marginales. Para los españoles, tal hecho constituye
una prueba concluyente, cuanto más que la tradición italiana presenta
lagunas incolmables por lo que respecta a la enseñanza del futuro gran
hombre.
En
lo tocante a esta cuestión, parece como si estuviera en juego el
prestigio de algunas naciones. Cierto historiador italiano, al intentar
exponerle mis puntos de vista sobre el origen de Colón, me espetó:
«Llegue usted a donde llegue, lo importante es que Colón no sea
español.» De un modo análogo, pero en sentido contrario, me habló una
personalidad española. Así son de antagónicos los puntos de vista.
Mientras
en el bando italiano reina hoy la unidad en torno a Génova, toda vez
que las ciudades lombardas han renunciado a sus pretensiones, los
españoles no saben aún dónde concentrar sus esfuerzos. Se dicen que la
suma de los puntos flacos de la tesis italiana comporta automáticamente
el origen hispánico del descubridor. Pero, en el fondo, no dejan de
advertir la precariedad de su posición: los italianos presentan padres,
hermanos, casa natal...; ellos no pueden entrar en semejantes
pormenores, por cuanto ningún lugar de España posee datos indiscutibles
sobre el origen de Cristóbal Colón; han de basarse tan sólo en algunas
de sus observaciones y en ciertos pasajes de sus cartas, puntales
demasiado inconcretos.
A
fines del siglo XIX pareció que también España podría, por fin, exhibir
documentos de familia. Se trata de las famosas actas de Pontevedra,
descubiertas por el historiador Celso García de la Riega y publicadas en
1898. Verosímilmente del siglo XV, se refieren a ciertos Domingo,
Bartholomeo y Blanca Colón, habitantes de aquella ciudad costera de
Galicia. Registran algunas operaciones mercantiles entre esa familia y
la de ciertos Fonterossa, y mencionan el matrimonio de Domingo Colón con
Susana Fonterossa.
Noticias
sensacionales. Los nombres de pila de los Colón pontevedreses, Domingo,
Bartholomeo y Blanca, coincidían con los del padre, el hermano y la
hermana, respectivamente, del descubridor de América, cuya madre se
llamó Susana Fonterossa. La familia Fonterossa estaba documentada en un
lugar a cuatro millas de Génova por el siglo XV, y algunos estudiosos
habían sostenido que era hebrea. También se conocían ya, por otra parte,
los documentos relativos a una familia Colom condenada a la hoguera en
Tarragona en 1489 por judaizante y emparentada con otra de nombre
Fonterossa.
En
suma, las actas de Pontevedra anunciaban un compromiso entre todas las
tesis. Además de establecer la españolidad de Colón, indicaban que era
de origen hebraico y, a la vez, que su madre procedía de los alrededores
de Génova.
Algunos
expertos las declararon auténticas. Ya podemos imaginarnos el alborozo
de los españoles. Multitud de estudiosos se pusieron a indagar todo
posible nexo entre la vida de Colón y Pontevedra, trabajo que no dejó de
dar sus frutos. Comprobaron, por ejemplo, que, para bautizar las
tierras del Nuevo Mundo, Colón había recurrido a topónimos de las
cercanías de Pontevedra: Puente de la Galera, Puente Lanzada, Porto
Santo, San Salvador. Pero aquella exaltación se deshinchó de golpe
cuando los veintitrés documentos de Pontevedra, sometidos a riguroso
examen en Madrid por la Real Academia de la Historia, se revelaron, a lo
menos en gran parte, falsificaciones. En un dictamen del 19 de octubre
de 1928 fueron públicamente reprobados por eminentes historiadores
españoles.
Hoy día nadie habla ya de las actas de Pontevedra. Si uno pregunta a estudiosos españoles por las mismas, se encogen de hombros.
Dos
años después de la dura sentencia de la Real Academia de la Historia,
sale a luz un nuevo documento, del que se conserva una copia, dicen, en
la biblioteca de la Universidad de Barcelona. El original, redactado al
parecer por el conde Giovanni dei Borromei en 1494 —o sea mientras Colón
estaba preparando su tercer viaje—, se halla en la Casa dei Borromei,
solar de la familia. El folio que lo contiene se encontró dentro de un
libro perteneciente al propio Giovanni dei Borromei. He aquí el texto:
«Yo.
Giovanni dei Borromei, me he comprometido a no revelar la verdad que me
comunicó en secreto el señor Fiero de Angliera, pero para que se tenga
memoria de la misma confieso ante la posterioridad que Cristóbal Colón
es de origen mallorquín y no ligur. Y dicho Piero de Angliera añadió que
Juan Colón cometió tal engaño por motivos religiosos y políticos a fin
de obtener la ayuda del rey español. Y quiero decir además que Colón y
Colom son idénticos, pues Cristóbal Colón Canajola, hijo de Domenico y
Susana Fontanarossa, que vive en Génova, no debe confundirse con el
navegante de las Indias Occidentales. Bérgamo, en el año del Señor
1494.»
El
hallazgo de ese manuscrito, pese a ratificar la tesis del origen
mallorquín de Colón, no hizo ya mucho ruido. Los estudiosos españoles
estaban escarmentados por la triste experiencia de las actas de
Pontevedra.
A
fines del siglo XIX y principios del XX se creyó que los asuntos en
litigio estaban por aclararse. Tanto mayor fue la decepción en 1928. Con
todo, los españoles no cejaron en su empeño por desmontar la tesis
italiana, y los italianos, a su vez, redoblaron sus ataques contra los
puntos débiles de la española.
Los
italianos aducen numerosos testimonios indicativos de que Colón pasaba
por extranjero en España. En particular, las actas del proceso que Diego
Colón entabló contra el fisco español porque el rey no le concedía los
privilegios acordados en las capitulaciones con su padre. El tribunal
rechazó la demanda de Diego basándose en que los reyes sólo podían
otorgar tales prerrogativas a naturales de España o a extranjeros que
llevaran residiendo en ella más de diez años. Durante la vista de la
causa, declararon una serie de personas que decían haber conocido
personalmente a Colón. Según esos testigos, hablaba el castellano con
acento extranjero, y había dado muestras en repetidas ocasiones de que
no se consideraba ciudadano español.
En la Historia General de las Indias, el
padre Las Casas refiere que Colón y su hermano Bartolomé hubieron de
afrontar en América repetidos actos de indisciplina de los
expedicionarios españoles, y lo atribuye a que éstos los miraban con
malos ojos por ser extranjeros.
Numerosos
contemporáneos de Colón le tienen por genovés. En el encabezamiento de
una carta a él dirigida, el magistrado de San Giorgio, de Génova, le
llama clarissime amantissime que concivis, o sea conciudadano.
Los
italianos objetan a los españoles, por otra parte, que basan sus
teorías en documentos que no son origínales, sino copias, o incluso
copias de copias.
El
libro de Salvador de Madariaga sobre Colón representa, en cierto modo,
un compromiso entre ambos frentes. Sostiene que los Colombo descendían
de judíos españoles que se habían establecido en Génova por el siglo XIV
y convertido al cristianismo. Colón, pues, no habría hecho más que
retornar a la patria de sus antepasados.
Esa
tesis es interesantísima, y Madariaga la documenta indirectamente con
una serie de detalles significativos, como por ejemplo la transformación
del nombre de Colón en Colombo, y luego, otra vez, en Colón. No
afronta, sin embargo, un problema capital.
En
1391, como se ha dicho más arriba, los judíos de España sufrieron
atroces persecuciones. Muchos tuvieron que convertirse al cristianismo.
Otros huyeron para salvar la vida. Los judíos de Sevilla, alrededor de
una cuarta parte de los habitantes de la ciudad, en la que ocupaban
altas posiciones administrativas y económicas, debieron abandonarla.
Cosa interesante: en la antigua judería vinieron a instalarse como
sucesores suyos numerosos mercaderes genoveses.
De
estar Madariaga en lo cierto, los Colón, judíos españoles, se habrían
refugiado entonces en Italia, lo cual es, claro está, verosímil, pues
los príncipes italianos de aquel tiempo acogían de buena gana a los
perseguidos sefarditas. Ahora bien, uno se pregunta por qué un
descendiente de aquellos Colón habría vuelto a España justamente cuando
la Inquisición se hallaba en su apogeo. No tenemos noticia de casos
análogos. Mientras Colón vivió en España, se procedía al exterminio de
los marranos y se preparaba la expulsión de los judíos, consumada al
emprenderse el primer viaje de descubrimiento.
La
Iglesia desplegaba un celo sin precedentes para desenmascarar a los
judíos secretos y falsos conversos, y las delaciones no respetaban a
nadie.
Madariaga
no se plantea esa dificultad. Es de justicia, con todo, subrayar la
firmeza con que aboga por el origen hebraico de Colón contra el parecer
de la gran mayoría de los estudiosos, cualesquiera que sea su
nacionalidad. El concluye: si se acepta que Colón desciende de judíos
españoles, muchos puntos oscuros de la vida del insigne navegante pasan a
ser más claros y más explicables.
La
tesis de Madariaga, si bien da a Génova por lugar natal, es
difícilmente conciliable con la italiana en cuanto a 'a familia del
descubridor. Sin duda, de ser válida, supondría otros Colombo.
Demos
ahora la palabra por un momento al obispo Las Casas, el biógrafo de
Colón que, pocas décadas después de su muerte, tuvo acceso a documentos
originales y pudo hablar con gentes que le conocieron y examinar los
archivos de la familia. Investigaciones recientes, sobre todo el
hallazgo en la Biblioteca Nacional de París de una carta dirigida en
1510 por trescientos noventa marranos de Sevilla a la reina Juana la
Loca, mueven a pensar que descendía de marranos. El obispo era de
Sevilla, y muchos de los firmantes de tal escrito se llamaban como él,
Las Casas. Téngase en cuenta, por otra parte, las dificultades con que
tropezó al regresar de las Indias Occidentales a España. Hago todas
estas consideraciones previas porque, si el obispo Las Casas fue, como
parece, de origen marrano, conviene pasar por el tamiz la imagen que da
de Colón. Éste, pese a todos sus esfuerzos por oscurecer su pasado y
confundir a los curiosos, se muestra a menudo imprudente en escritos
íntimos o destinados a Diego. Se le escapan entonces detalles que
hubieran podido comprometerle. Cuando Las Casas se ocupó de él, estando
ya muerto, poco podía perjudicarle, pero sí a sus descendientes,
empeñados en continuos procesos contra la Corona española por el
incumplimiento de las mercedes concedidas a Colón. No hay que descartar,
pues, la posibilidad de que el biógrafo, celoso del buen nombre de la
familia del descubridor, procurara omitir ciertos aspectos de su vida
que la hubieran empañado, cuanto más si él mismo no era castellano
viejo.
El
obispo Las Casas consigna, sin embargo, algunos pormenores de gran
importancia, ya que podrían, según y cómo, fundamentar una versión común
ítalo-española coincidente con la de Madariaga. Dice que los abuelos y
padres del descubridor habían residido en Lombardía, de donde se
marcharon por ciertos reveses de fortuna, y que éste, en España, volvió a
adoptar el nombre familiar originario, Colón —indica así,
indirectamente, la transformación previa en Colombo—, tras servirse de
una forma apocopada, Colom.
Madariaga
no ha dejado de investigar el nombre primitivo de la familia. En las
notas de su libro cita a tres judíos llamados Colón que vivieron en
Lombardía entre los siglos XVI y XVIII.
Hace
ya bastantes años, cuando aún no conocía en absoluto la obra del
estudioso español, también yo di, en el curso de mis investigaciones,
con algunos Colón residentes en Lombardía, y por cierto dentro del mismo
siglo en que, según Las Casas, habitaron allí los progenitores del
descubridor de América. Ahora bien, yo no pensé en la posibilidad de que
fuesen judíos españoles emigrados a Italia, sino en el consabido hecho
de que, en la Edad Media, por lo común, los judíos tomaban —o les daban—
el nombre de la ciudad de procedencia. Creo, con todo, que los Colón
modernos citados por Madariaga en su libro, sin describirlos, se
identifican con dichas familias medievales.
El
rabino Josef Ben Salomo Colón nació en Chambéry. Expulsados los judíos
de Saboya, pasó a Mestre, cerca de Venecia. Fue rabino en Mantua y en
Bolonia, y más tarde en Pavía. Fue el talmudista más célebre de su
época, y tuvo numerosos discípulos, procedentes de distintos países de
Europa. Predicó sin pausa la solidaridad entre todos los judíos, donde
quiera que habitasen, e intentó traducir sus palabras en obras. Indujo,
por ejemplo, a las comunidades hebreas de Lombardía a pagar cantidades
fijas para auxiliar a los hermanos perseguidos de otras comunidades,
incluso del extranjero, ya facilitándoles la huida, y rescatando a los
cautivos. Murió en 1480.
Otros Colón lombardos fueron cierto rabino Josef (siglo XIII) y un médico del mismo nombre (siglo XV).
También en el siglo XV, hubo en el Piamonte familias judías apellidadas Colombo, Colón en el dialecto local.
Todos
esos Colón procedían del área germano-francesa centralizada en Colonia.
La histórica ciudad del Rin posee una larga tradición hebraica. Fue
fundada hace casi dos mil años como un castrum, campamento
fijo, por los romanos, quienes la llamaron Colonia Agrippina. Punto de
confluencia de importantes vías comerciales, pronto vinieron a
establecerse en su recinto mercaderes fenicios y hebreos. Con el tiempo,
el atributo Agrippina cayó en desuso y la ciudad pasó a ser conocida
meramente por Colonia. Atrajo cada vez a más judíos, que formaron en
ella una de las comunidades hebreas más antiguas de Europa. Se conservan
ordenanzas del siglo IV relativas a la misma. Durante la Edad Media,
acudían a las ferias de la ciudad miembros de todas las demás
comunidades hebreas renanas.
Con
lo que acabo de decir, quiero únicamente demostrar que en la Italia
medieval hubo también familias Colón que no procedían de España, sino de
Alemania. Su entronque con el descubridor de América es ya harina de
otro costal, pero valdría la pena indagarlo. De confirmarse, los rasgos
judaicos que advertimos en su personalidad quedarían explicados.
Se
apellidaron asimismo como el gran navegante, en la Edad Media, judíos
de Francia. En 1250 se juzgó en Carcasona a cierto Petrus Columbus,
mencionado también a la francesa como Fierre Colomb. Judío bautizado,
tuvo que responder a la acusación de seguir observando en secreto los
preceptos y ritos hebraicos.
Claro
está, encontramos, por otra parte, el apellido Colón entre los
sefarditas que huyeron de España. Destacan los que se establecieron en
Ámsterdam, uno de cuyos descendientes fue el célebre Jacob Colón, autor a
mediados del siglo XVII de un atlas marino que los navegantes
utilizaron después largo tiempo.
En
Cataluña era un apellido bastante difundido, también entre los
«conversos». Según se ha dicho arriba, las actas del Santo Oficio
registran el caso de una familia Colón ejecutada en Tarragona. Mientras
Cristóbal Colón andaba de corte en corte para hallar apoyo a sus planes,
el 18 de julio de 1489 fueron mandados a la hoguera en aquella ciudad,
con vestiduras penitenciales, los marranos Andreo Colom, su mujer,
Blanca, y su suegra, Francesca. Todos ellos confesaron que, pese al
bautismo, se habían mantenido fieles en sus adentros a la ley mosaica.
En
1461, cuando aún no existía la Inquisición de los Reyes Católicos, tuvo
lugar en Valencia un proceso contra Thomé Colom, su mujer, Eleonora, y
su joven hijo Joan, probablemente uno de los primeros efectuados contra
una familia de conversos. Se les acusó de haber lavado, vestido y
enterrado a un difunto —la madre de Eleonora, Clara— según el rito
judaico.
Algunos
estudiosos han notado que Colón proclama contra viento y marea sus
«convicciones» religiosas. Se condujo a ese respecto como los conversos
de aquel periodo, que debían estar siempre atentos a hacer gala de
cristianismo. Igualmente notable es su sentido de la familia: se desveló
por asegurar medios económicos y cargos honoríficos no sólo a sus
hijos, sino a todas las generaciones sucesivas de su descendencia.
Actitud en la que muchos han visto un rasgo italiano, pero que es
también típica de los hebreos.
De
los escritos de Colón se desprende que los primeros impulsos para el
descubrimiento de nuevas tierras no se formaron a base de cálculos
científicos, sino de la interpretación de las predicciones de Isaías, su
gran guía espiritual. La mayor parte de los pasajes del Libro de los
Profetas que Colón transcribió de su propio puño son de Isaías. En sus
cartas le cita una y otra vez. particularmente estos dos versículos:
«Sí,
se reúnen las naves para mí, con los navíos de Tarsis a la cabeza, para
traer de lejos a tus hijos con su oro y su plata, para el nombre de
Yavé, tu Dios; para el Santo de Israel, que te glorifica.» (60, 9.)
«Porque
he aquí que voy a crear unos cielos nuevos y una tierra nueva, y ya no
se recordará lo pasado, ni vendrá más a la mente.» (65, 17.)
Después verá en el feliz éxito de su empresa una confirmación de las profecías de Isaías.
Consta,
por otra parte, que Colón leyó diversas obras de autores hebreos. Entre
otras, la de Flavio Josefo sobre la caída del antiguo Estado judío, y De Nativitatibus, de
Abraham ibn Esras. También una sobre el Mesías escrita por el renegado
Samjel ibn Abbas, de Marruecos, ex rabino, de la que transcribió algunos
capítulos. Uno se pregunta por qué le interesaron los argumentos de ese
apóstata judío. Era por aquel entonces insólito que un cristiano leyera
libros hebraicos. Por otra parte, lo que le interesaba a Colón eran los
viajes marítimos y la ciencia náutica.
Otro
punto que valdría la pena investigar a fondo es cómo se comportó el
descubridor de América en cuanto cristiano. De ser un converso, es
decir, un judío convertido auténticamente al cristianismo y no un
marrano, su actitud religiosa resulta más comprensible. No cabe duda de
que conocía a la perfección el Antiguo Testamento, y que las doctrinas
del mismo impregnaron su modo de pensar. Recordemos la carta al
preceptor del príncipe Juan en que se decía orgulloso de servir al Dios
de la casa de David. Pugnó tenazmente para que los Reyes Católicos le
autorizaran a ostentar el título de «don». Algunos estudiosos lo
atribuyen al hecho de que los judíos no podían llevarlo, por decreto de
Juan II de Castilla, promulgado en Valladolid el 2 de enero de 1412.
Cuando
Colón, en mayo de 1493, fue ennoblecido, recibió un escudo de armas con
una torre y un león: un gran honor, según Madariaga, por cuanto eran
las mismas figuras del de los reyes de Castilla y León.
Los
conocimientos de Colón sobre el judaísmo, sus acotaciones al Libro de
los Profetas, que estudió con ahínco, sus frecuentes citas de Isaías, y
también del Libro de Esdras..., no fueron tan sólo parte integrante de
su cultura, sino primariamente de su fe. Para muchos conversos sinceros,
Cristo había sido el renovador de la religión hebraica, de modo que la
«fe verdadera», el cristianismo, constituía, a la vez que una
transformación, una continuación de aquélla. Un camino directo llevaba
del monte Sinaí a la fe cristiana. Tal actitud observamos en Colón. Se
manifiesta, por ejemplo, en su afán por liberar a Jerusalén de los
musulmanes, idea que le preocupó después de sus viajes y poco antes de
su muerte.
Viene
aquí al caso hablar de cierto signo que llamó la atención, en los años
treinta, a un estudioso hebreo de los Estados Unidos, Maurice David. Lo
interpretó como una abreviatura de la bendición hebraica «Baruch
Haschem» (Alabado sea el Señor) mediante las iniciales de las dos
palabras, bet y hai.
Maurice
David halló ese signo en una carta de Colón a su hijo Diego, de fecha
29 de diciembre de 1504. Como Diego había nacido del matrimonio con
Felipa Moniz, probablemente de origen marrano, consideró que se trataba
de una alusión a tal descendencia.
Yo
lo he encontrado en otras doce cartas de Colón, a saber, las del 21 de
noviembre de 1504, 28 de noviembre de 1504, 3 de diciembre de 1504, 21
de diciembre de 1504, 24 de diciembre de 1504, 5 de febrero de 1505, 18
de febrero de 1505, 24 de febrero de 1505, y dos más de fecha ilegible.
Algunos
estudiosos lo han interpretado como una marca del archivero de los
Veragua. Fritz Streicher, en cambio, que goza de gran prestigio entre
los especialistas españoles y que ha estudiado la escritura de Colón y
ha examinado escrupulosamente cada punto, cada coma y cada rasgo de
pluma, comenta: «En todas las cartas a Diego, desde la del 21 de
noviembre de 1504, se observa en el ángulo superior izquierdo un rasgo
trazado por la mano de Colón; puesto que sólo aparece en las cartas a
Diego, puede interpretarse como un signo afectuoso de identificación
paterna» (Spanische Forschungen, I,
1928). Streicher, aplicado como tantos otros estudiosos a leer el
origen de Colón en las peculiaridades de su castellano —él habla de
catalanismos—, rechaza rotundamente la posibilidad de que procediese de
judíos, pero admite, según acabamos de ver, que dicho rasgo era un signo
convenido entre padre e hijo.
También
Madariaga se ha interesado por el hallazgo de Maurice David. Pese a
tener al descubridor de América por descendiente de conversos, cree que
no se trata de un signo hebraico porque en las mismas cartas hay una
cruz.
La
cruz, sin embargo, aparece en toda la correspondencia de la época.
Significaba «en nombre de Dios», y el español que no la ponía en sus
cartas se hacía automáticamente sospechoso. Tengamos en cuenta la
actitud típica de los marranos: mostrarse en público cien por cien —uno
diría ciento cincuenta por cien— cristianos y, a la vez, dar testimonio
de su apego a la antigua religión en el seno de reducidos círculos
familiares. Acostumbraban casarse entre sí para evitar que se
debilitaran los vínculos que les unían aún al judaísmo. Nunca dejaban de
ir a misa los domingos; en la intimidad de la familia observaban
escrupulosamente los preceptos judaicos, por más riesgo que ello
entrañara. El uso simultáneo de ambos signos en escritos dirigidos a
personas de confianza sería, pues, muy conforme a ese «doble juego» de
los marranos.
Si
Colón era converso o marrano, le importaba defenderse de aquel mundo de
inquisidores y autos de fe poniéndoles ante las narices el signo de la
cruz, por si acaso las metían allí donde no debían; por otra parte, para
sí mismo y para su hijo, decía en cifra y en la lengua de sus mayores:
«Alabado sea el Señor.»
Madariaga
no está, en realidad, muy lejos de esa interpretación cuando aventura
la hipótesis de que el enigmático signo representa una advertencia de
padre a hijo o una tradición familiar.
Por
mi parte, al examinar en el Archivo de Indias de Sevilla uno de los
originales de dichas cartas, el primero que me mostraron —se trataba de
la carta del 5 de febrero de 1505—, me pareció al punto que Maurice
David tenía razón. Mientras el texto está escrito en caracteres latinos y
de izquierda a derecha, el rasgo interpretado por aquél, como bet-hai va
de derecha a izquierda, al modo semítico. Además, se encuentra sobre la
primera palabra del texto, como en las cartas de los judíos devotos.
Sino que, tanto la primera palabra como el signo sobrepuesto se hallan,
no a la derecha de la línea, sino a la izquierda, por estar escrita la
carta al modo latino.
Si
se tratara de un signo cualquiera convenido entre padre e hijo, como
supone Streicher, lo lógico hubiera sido, para un cristiano de pura cepa
que siempre escribía de izquierda a derecha, trazarlo en la misma
dirección que las líneas del texto, y no en sentido opuesto.
En
todas las cartas a Diego de los últimos años de vida de Colón hallamos
el mismo signo, trazado de la misma manera y situado en el mismo lugar.
Pero la que más me impresionó fue la del 25 de febrero de 1505. La letra
del texto no es la de Colón. Debió dictarlo. No olvidemos que estuvo a
menudo enfermo y que padecía de gota, de modo que los dolores le
impedían a veces escribir. Ahora bien, la firma sí es autógrafa, y
arriba figura también el enigmático signo, y está escrito claramente por
la misma mano: no puede, pues, deberse a la pluma de un archivero o de
un copista.
Examiné
esos documentos junto con el profesor Peña. El hombre, poco dispuesto
en principio a aceptar mis teorías, no hizo gran caso de la carta del 5
de febrero. Mas, al estudiar la del 25 de febrero, su escepticismo
pareció disminuir, particularmente cuando yo le dibujé todas las formas
posibles de Baruch Haschem. Me
objetó entonces, siguiendo a Madariaga, la presencia de una cruz. Yo le
expuse las conclusiones a que ya había llegado: si nos hallamos de
verdad ante un bet-hai, se
trata sin duda de un signo de la tradición marrana, de un testimonio a
su hijo Diego: «...no olvides de dónde vienes; la cruz es un tributo a
la religión oficial, pero en el seno de la familia debemos perseverar en
las creencias de nuestros mayores». Claro está, Colón no trazó el signo
tan distintamente como para que cualquiera pudiese entenderlo. Ello
habría ido contra la cautela típica de los marranos, siempre atentos a
no poner de manifiesto su intimidad. El bet-hai debía
ser irreconocible para un extraño; de ahí que aparezca a primera vista
como un simple garabato. Tales argumentos impresionaron muchísimo al
profesor Peña, aunque no hasta el punto de convencerle plenamente.
Verdad es que, según advertí, los estudiosos españoles no tenían por
entonces la menor noticia de la hipótesis de Maurice David; para ellos
sólo contaba la de Fritz Streicher.
Firma de Colón en una carta dirigida a su hijo Diego, en la que aparece el bet-hai.
Las cartas a Diego encabezadas por tan enigmático signo, abreviatura quizá de la bendición hebrea Baruch Haschem, presentan
al pie, además, una extraña firma en forma de triángulo. Ha sido
también objeto de muchos dimes y diretes entre los estudiosos, sin que
hasta ahora haya llegado ninguno a una interpretación segura o a gusto
de todos. Encima de la línea que contiene el nombre, hay las siguientes
letras, así dispuestas:
S
S A S
X M Y
Dado
el espíritu de la época, lo más probable es que sean una fórmula
religiosa. Los partidarios de la ascendencia hebrea de Colón leen:
Shaday
Shaday Adonai Shaday
Chesed Moleh Yehova
(Señor, Señor Dios Señor, Dios ten piedad.)
Completan, pues, las siete siglas con palabras hebreas, ordenadas, por supuesto, de derecha a izquierda.
Mientras por parte judía hay acuerdo en torno a esa lectura, por parte cristiana existen diversas. Entre otras, estas tres:
La
firma misma: «Xpo Ferens», forma la base del triángulo. Los dos puntos
que aparecen delante de la palabra «Xpo», en castellano se llama colon, y los
estudiosos convienen en que sustituyen al apellido del descubridor.
«Xpo» es la abreviatura de Cristo. En cuanto al vocablo «Ferens», reina
gran diversidad de pareceres; unos lo explican a partir del latín, otros
del hebreo, involucrándose a veces en el asunto el hecho de que Colón
evitaba escribir completo su nombre de pila cristiano, Cristóbal o
Christophorus. Mas entrar en esas especulaciones, todas poco
convincentes, nos llevaría demasiado lejos.
«: Xpo Ferens» sólo figura en las cartas con el signo bet-hai. En
las cartas a Diego donde éste no aparece, encontramos el mismo
triángulo, pero su base es distinta: están firmadas «El Almirante». No
tienen un carácter tan íntimo, y Diego debía poder mostrarlas a otras
personas.
Algunos
estudiosos hebreos apuntan que la disposición de la firma en triángulo
recuerda las inscripciones sepulcrales de antiguos cementerios judíos de
España y del Sur de Francia. Es imposible, sin embargo, demostrar que
Colón la eligiera justamente por ese motivo.
Firma de Colón en una carta dirigida a su hijo Diego, en la que no aparece el bet-hai.
Claro
está, hay aún quien la tiene más por un adorno que por un monograma.
Pero en el acta por la que Colón constituyó un mayorazgo, que también
puede considerarse su testamento, con fecha del 22 de febrero de 1498,
se lee: «D. Diego, mi hijo, o cualquier otro que heredare este
mayorazgo, después de haber heredado y estado en posesión de ello, firme
de mi firma, la cual agora acostumbro, que es una X con una S encima y
una M con una A romana con una S encima, con sus rayas y vírgulas, como
yo agora fago y se parecerá por mis firmas, de las cuales encima, y
encima de ella una S y después una Y griega se hallarán muchas y por
esta parecerá.» Es interesante subrayar que no indica las siglas de
arriba abajo, sino de abajo arriba.
No
cabe duda de que la interpretación de tal firma seguirá ocupando
todavía a los estudiosos largo tiempo, quizá por siempre jamás: uno de
tantos enigmas que presenta el caso de Colón.
El
nombre de pila Christophorus —«portador de Cristo»— era adoptado por
numerosos judíos al bautizarse. Algunos investigadores ponen en relación
tal uso con el origen del descubridor de América. Esas especulaciones
con su nombre van aún más lejos. Se ha hecho hincapié en que Colombo
significa paloma, símbolo del Espíritu Santo y del acto del bautismo
para la Iglesia Católica.
El
mismo Pietro de Angliera mencionado en el supuesto manuscrito del conde
Giovanni dei Borromei refiere que, en 1499, Francisco de Bobadilla, el
sucesor de Colón en el gobierno de las Indias Occidentales, entregó a
los Reyes Católicos cartas del navegante dirigidas a su hermano
Bartolomé y redactadas en una «escritura desconocida». No nos consta que
ninguno de los dos dominara otra escritura que la latina. Mas, de ser
cierta la información de Pietro de Angliera —conocido también por Pietro
Martire—, ¿cómo habríamos de interpretarla? ¿Eran acaso cartas escritas
en cifra? ¿O existe otra posibilidad?
Madariaga
opina que la familia Colón, descendiente de conversos, dominaba el
alfabeto hebreo, y que probablemente tales cartas estaban redactadas en
castellano, pero con caracteres hebreos. Por desgracia, no se conservan
y, siendo así que Bobadilla fue un enemigo acérrimo de Colón, poco
podemos fiarnos de su testimonio, el único con que contamos al respecto.
Diversos
estudiosos, en fin, han pretendido encuadrar a Colón, extranjero en
todas partes, en la categoría de los apátridas. En este orden de cosas,
lo que salta a la vista es que Colón se comportó por doquier como un
perseguido y un desarraigado. Las fronteras nunca significaron nada para
él. Quizá fuese una especie de cosmopolita de aquella época, que no se
sentía vinculado a ningún país y que deseaba ofrecer a toda la humanidad
sus descubrimientos destinados a llenar los blancos de las cartas
geográficas.
La
figura del descubridor de América ha ido modificándose sin cesar, sobre
todo desde mediados del siglo XIX: no en vano ha sido denominado siglo
de la «muerte de los héroes». A todas luces, nos hallamos ante un
fanático que no pensaba sino en la realización de sus ideas. Pero quizá
lo que más nos asombra es este otro hecho: nunca llegó a apercibirse del
alcance de su descubrimiento. Realizó sus planes sin darse cuenta de lo
que realmente estaba llevando a cabo. La extraordinaria imaginación que
le permitió concebir sus gestas y le dio recursos para encararse con
los grandes de la época le desvalora a ojos de algunos autores
contemporáneos, pronto a tacharlo de iluso. Olvidan que nos las habernos
con un hombre interesado, por lo que fuese, en ocultar su identidad. A
preguntas precisas debía dar respuestas plausibles, lo cual, en su caso,
requería una gran dosis de imaginación. Él, por fortuna, poseía esa
facultad en grado superlativo. Y como por entonces las posibilidades de
comprobar escaseaban, pudo darle rienda suelta.
Para
completar su semblanza, debemos aún referimos a la llamada «sed de
oro», ostensible, tanto en las cartas a los Reyes Católicos como en las
notas marginales de los libros de la Biblioteca Colombina. Algunos
estudiosos creen ver ahí un rasgo hebraico.
Verdad
es que el pueblo hebreo, siempre con un pie en el aire, se ha
caracterizado a lo largo de siglos y siglos por un interés agudísimo en
la posesión de bienes muebles poco voluminosos —o sea, fácilmente
transportables—, y en particular del metal que tiene valor en todo el
mundo. Ahora bien, cuando el descubrimiento de América, la «fiebre del
oro» estaba muy extendida. ¿Vamos a considerar a cuantos la padecieron
judíos o descendientes judíos?
Del
conjunto de docenas y docenas de libros que diversos autores han
escrito en diversas épocas y desde diversos puntos de vista sobre Colón,
vino a cobrar forma ante mis ojos, en un momento dado, un personaje muy
distinto al de cada una de mis lecturas. Me ayudó sin duda a tener esa
intuición la perspectiva de que hoy gozamos. Durante las últimas
persecuciones antisemitas conocí a un sin fin de personas que trataban
desesperadamente de ocultar su pasado y su origen, temerosas siempre,
aun en los contactos más normales con el prójimo, de que sus
interlocutores no salieran con la pregunta: ¿De qué clase de familia
eres hijo? Si en efecto se les formulaba, procuraban cambiar de tema o
responder con evasivas. No querían caer en una de tantas posibles
trampas. De ahí que adoptasen por sistema una táctica de camuflaje.
Colón
va de país en país sin echar raíces en ninguno, y parece no sentirse
tampoco vinculado en lo más mínimo a su supuesta ciudad natal, Génova.
Tras el rechazo de sus planes por los reyes de Portugal y de España,
manda a su hermano Bartolomé a ofrecérselos al de Inglaterra, en vez de
dirigirse a la República de Génova, una de las máximas potencias
marítimas medievales.
Tenía
sin duda buenos motivos para no volver a Portugal —país que había
abandonado en circunstancias misteriosas—, pues desdeñó la oferta de un
salvoconducto y de impunidad por parte del propio rey, Juan II. ¿Los
tuvo también para no regresar a Génova? ¿Quizá su participación en dicha
batalla contra la flota genovesa? ¿O se inventó ese lance, como tantas
otras cosas, para darse tono? Sea como fuere, uno de los rasgos
característicos que se advierten en él es un complejo de inferioridad
relacionado con su origen, que intentó superar adoptando un porte
arrogante o con fábulas ennoblecedoras. Al retornar a España de su
gloriosa expedición, colmado de títulos y honores, declara sin más ni
más: «No soy el primer Almirante de mi familia».
Nos hallamos, en suma, ante un hombre que se siente perseguido, sin patria, que trata de disimular su origen.
Ni
siquiera difunto hallaría reposo. El destino del cadáver del
descubridor de América ha sido similar al de sus cartas y documentos en
general. Sepultado primero en un convento franciscano de Valladolid, a
los pocos años se le desenterró para que yaciera en el de cartujos de
Las Cuevas. Allí cuidó de la tumba el padre Gorricio, amigo íntimo de
Colón, con quien estuvo en contacto hasta el fin de su vida. A la muerte
de Diego, en 1536, los restos del navegante fueron llevados junto con
los del hijo allende el Atlántico y depositados bajo la capilla mayor de
la catedral de Santo Domingo. En 1795, cedida la mitad de esa isla a
los franceses en virtud de un tratado, pasaron a La Habana. Cuando, en
1898, los españoles pierden la guerra con los Estados Unidos y deben
retirarse de sus últimos dominios en ultramar, se traen consigo a la
Península Ibérica la osamenta de Colón y la sepultan en la catedral de
Sevilla, donde está todavía hoy. Ahora bien, para aumentar los enigmas
en torno al personaje, resulta que, en 1877, al abrir una tumba de la
catedral de Santo Domingo, se halló en la misma un ataúd que, a juicio
de algunos estudiosos, contiene los verdaderos restos de Colón.
Pero
volvamos, tras ese inciso, a la personalidad del gran hombre. En cierto
punto de mis indagaciones, yo me dije: «Olvida que han transcurrido
cuatrocientos cincuenta años desde su muerte; considéralo partiendo de
su pasado inmediato —que, para muchos de nuestros contemporáneos, parece
aún presente—; compáralo con personas que has conocido; quizá así
podrás formarte de él una imagen aceptable.» Y me lo imaginé
andrajosamente vestido, con su hijito de la mano, llamando a la puerta
del convento de La Rábida para pedir asilo. ¡Cuántas veces no se han
repetido escenas análogas en la historia reciente! Hombres perseguidos
que negaban su pasado, sin presente, vuelto contra ellos, y sin futuro,
inconcebible como realidad, de no querer dar en la esquizofrenia;
hombres que disfrazan su identidad llevados por el instinto de
conservación ante puertas tal vez acogedoras, como las de! convento de
La Rábida, y acaso asimismo con un hijo de corta edad, el último que les
quedaba, por todo bien. ¿Temía igualmente Colón, al llegar a España, un
presente que amenazaba destruirle, ser una víctima más de la
persecución que estaba perpetrándose en ella?
Para
los fines de este estudio —esclarecer por qué los judíos y marranos
españoles apoyaron los planes de Cotón—, no es trascendental determinar
si el descubridor de América era judío, descendiente de judíos o
cristiano viejo, ni si había nacido en Italia o en España. Si me he
detenido en los ardides del propio Colón y de su familia para velar su
ascendencia, ha sido tan sólo porque tal conducta, en la España de la
Inquisición, era típica de los hombres perseguidos por pertenecer a
determinado grupo social. Lo fue entonces, lo es hoy y lo será siempre
en análogas circunstancias. Recientemente, muchos judíos, para salvar la
vida, hacían todo lo posible para ocultar su origen: llevaban en el
pecho grandes cruces cristianas, frecuentaban muy a menudo la iglesia...
Al familiarizarse con la figura de Colón, uno no puede por menos de
identificar su actitud con la de personas que yo mismo conocí durante
una época trágica.
En
la segunda mitad del siglo pasado, diversos círculos se esforzaron por
lograr que se beatificara y santificara a quien, descubriendo el Nuevo
Mundo, había ganado para el catolicismo a millones de almas. El promotor
de tal campaña fue el conde francés Roselle de Lorique. En 1866, el
papa Pío IX encargó al arzobispo de Burdeos, cardenal Donnet, que
instruyera la causa de beatificación. El asunto salió incluso a relucir
en el concilio de 1870. En 1892, con motivo del cuatricentenario del
descubrimiento de América, el Estado de Colombia se adhirió oficialmente
a la demanda. Tanto Pío IX como León XIII estaban a favor de la misma.
Sin embargo, tras estudiar los documentos sobre Colón conservados en los
archivos vaticanos, el Santo Oficio la denegó, alegando ciertas máculas
en su vida privada.
Ahora
bien, a mi entender, la negativa debió fundarse en otras razones de
mayor entidad. La vida privada de Colón no fue más pecaminosa que la de
tantos hombres laicos y eclesiásticos de su tiempo, quienes no sólo
tenían queridas oficiales e hijos espurios, sino que agraciaban a éstos
con altos cargos eclesiásticos. El Papa reinante en tiempo del
descubrimiento de América, Alejandro VI, de la familia valenciana de los
Borja, en la misma bula de 1493 por la que repartió el Nuevo Mundo
entre españoles y portugueses, califica a Colón de hijo dilectísimo,
particularmente digno de estima y predestinado por sus méritos a tan
alta empresa. ¿Por qué la misma Roma lo valoró de un modo tan distinto
cuatro siglos más tarde?
Solicité
del Vaticano autorización para consultar los documentos relativos al
descubridor existentes en sus archivos. Se me respondió que eran
secretos. De ahí que no pueda por menos de preguntarme: ¿Cuáles fueron
los verdaderos motivos para la decisión de la Iglesia Católica? Quizá
dichos documentos, inaccesibles a los estudiosos, los revelarían y, a la
vez, permitirían desentrañar muchos de los enigmas con que tropiezan
cuantos se ocupan de Colón, impenetrables hoy por hoy.
En
la querella entre las dos naciones que lleva siglos disputándose la
paternidad del descubridor de América, no puedo ni quiero tomar partido.
Me he circunscrito a exponer los argumentos de ambas partes. De ser
Colón natural de España, ello reforzaría sin duda la hipótesis de una
ascendencia hebrea, pero su nacimiento en Génova no bastaría ni mucho
menos para excluirla. El pleito nunca podrá fallarse a favor de ninguna
de las partes si no comparecen nuevos testimonios. Ahora bien, quizá
llegue el día en que se conozcan los documentos vaticanos. Si llega ese
día, es probable que se cuente, no sólo con más interpretaciones, sino
con hechos probatorios.
IV. CASI MEDIANOCHE
Judíos
condenados a la hoguera por la Inquisición. Las víctimas llevan la
cabeza cubierta con la característica coroza. Grabado de Heilige Zeremonien (Zurich, 1748).
Los
planes en torno a los que giró la vida entera de Colón, hallar una ruta
marítima por Occidente hacia la India, no tomaron forma sino durante su
estancia en Portugal. Allí, poco a poco, asimiló cuanto se sabía
entonces de aquellas remotas tierras, escuchó atentamente en los puertos
los relatos de mercaderes y gentes de mar sobre viajes a la misma,
sobre las rutas seguidas para alcanzarla, sobre sus habitantes, sobre
las regiones vecinas. Poseía, por otra parte, el libro de Marco Polo,
pródigo en noticias no sólo de la China, sino también de la India. Menos
que nadie podía él ignorar, además, las leyendas que circulaban
entonces de boca en boca, y tenidas por hechos positivos, entre otras,
la de las diez tribus de Israel perdidas en las profundidades de Asia.
En sus notas marginales, se refiere a una leyenda análoga y relacionada
con la anterior sobre el reino del Preste Juan (entre cuyos súbditos se
contaban hebreos, al decir de muchos). No cabe duda tampoco de que
conocía la relación del rabino Benjamín de Tudela.
La
gran tradición marinera del país adonde llegó hacia 1475 se remontaba a
Enrique el Navegante, cuya obra prosiguieron el rey Alfonso V el
Africano, muerto en 1481, y su sucesor, Juan II. Portugal había pasado a
ser una de las máximas potencias marítimas de Europa, y sus naves
surcaban todos los mares conocidos. El rey tenía una junta científica
que le asesoraba en asuntos náuticos. De cuando en cuando otorgaba
permisos y concesiones para viajes de descubrimiento. A los navegantes
seguían los mercaderes, de modo que la riqueza del reino no cesaba de
aumentar. Colón, pues, debió considerarlo el país idóneo para dar alas a
sus ambiciones. Sólo que las naves portuguesas singlaban siempre hacia
el sur, bordeando la costa del África occidental, y él tenía ya en la
cabeza otro rumbo.
El
camino hacia Oriente estaba interceptado por árabes y turcos. Las
mercancías de la India y otros países asiáticos, en particular sedas y
especias, no llegaban a la cristiandad sino a través de aquéllos,
sensiblemente encarecidas. Tráfico que, además, bloqueaban a menudo los
enfrentamientos bélicos con los pueblos musulmanes. De ahí que Portugal,
una de las máximas potencias mercantiles de la época, ansiara hallar
una ruta marítima hacia la India que le permitiese prescindir de
intermediarios. Se propuso descubrirla circunnavegando África. Le iba
mucho en lograrlo: quizá el monopolio del suministro a Europa de las
valiosas mercancías orientales. Todo el país estaba pendiente de tal
empresa cuando Colón llegó a Lisboa.
Nuestro
hombre se mostró contrario desde el principio a la dirección elegida
por los portugueses. A su juicio, la India se podía alcanzar mucho más
fácilmente surcando el océano occidental. Ahora bien, para los
navegantes portugueses, ese mar «tenebroso» no llevaba sino al fin del
mundo, Occidente era tan sólo un inmenso desierto de agua. La teoría de
la esfericidad de la Tierra iba divulgándose, sí, pero muy despacio y a
trompicones. Pocas décadas antes, Pietro d'Albano y Ceceo d'Ascoli
habían sido condenados a la hoguera por sustentarla. Se les opuso que,
de ser la Tierra redonda, lógicamente, en el hemisferio inferior las
personas andarían con los pies para arriba (los famosos «antípodas»), y
los árboles crecerían hacia abajo y llovería y nevaría hacia el cielo.
¿Eran posibles tales monstruosidades? Sí, respondieron Pietro d'Albano y
Ceceo d'Ascoli, de considerar la cosa desde el punto de vista del
hemisferio donde uno se halla. «Herejía» que les costó la vida. En la
Edad Media, ciencia y religión estaban estrechamente vinculadas. San
Agustín había denunciado ya la doctrina de los antípodas como herética,
por juzgarla inconciliable con la fe cristiana. Por otra parte, incluso
quienes opinaban que la Tierra era redonda creían que sólo era habitable
en su mitad superior, y que, si alguien osaba navegar hacia el
inferior, jamás podría regresar, pues ello exigiría, por así decir,
remontar las aguas a contracorriente.
En
tiempos de Colón, el principio de la esfericidad de la Tierra no se
había impuesto aún totalmente. La Iglesia se mostraba indecisa. Colón
sabía que, de poder ejecutar y llevar a feliz término sus planes,
aportaría la prueba definitiva. Era una empresa comparable a lo que ha
sido hace poco la exploración de la parte oscura de la luna. Las
legendarias riquezas de las Indias —Marco Polo había hablado de dos
grandes reinos en las entrañas de Asia sobreabundantes en tesoros
naturales, particularmente en oro— estimulaban la fantasía de jóvenes y
quitaban el sueño a los navegantes. Era cosa de hallar una ruta marítima
que condujese hasta aquellas tierras doradas. Los más, temiendo los
peligros del «mar tenebroso», preferían probar fortuna circunnavegando
África, continente en parte ya conocido. No así Colón: él quería hacer
mundo nuevo.
En
1478 desposó en Lisboa a Felipa Moniz-Perestrello. Ella era de familia
noble, rica e influyente. Él, un insignificante hombre de mar, un
cartógrafo extranjero sin ingresos fijos y de humilde extracción. ¿Cómo
pudo tener lugar un matrimonio tan desigual? Por aquel entonces, las
barreras entre las clases sociales eran casi insalvables, y la voluntad
de los padres determinante. Los estudiosos no se han puesto aún de
acuerdo sobre las causas de un hecho tan anómalo. Unos lo atribuyen a
cálculo por parte del futuro descubridor, interesado en introducirse en
los círculos que podían imponer sus planes; otros a que, contando ya la
novia veinticinco años, edad avanzada en aquella época para una mujer
casadera, los padres tenían prisa en colocarla, fuese quien fuese el
marido; unos terceros, en fin, han intentado aclararlo estudiando el
árbol genealógico de la familia Moniz-Perestrello, y han descubierto que
la madre era de estirpe hebraica, si bien ya sus antepasados se habían
convertido al cristianismo. De ahí que se inclinen por esta explicación:
un matrimonio entre marranos. Ésos procuraban casarse entre sí, hasta
el punto de que, en la petición de mano, novio y novia debían mostrarse
mutuamente su procedencia del judaísmo, abjurado a veces hacía ya muchas
generaciones.
Armoniza
con la última hipótesis el oficio que Colón ejerció durante su estancia
en Portugal, propio de judíos. El futuro descubridor de América hizo de
calígrafo, dibujó cartas geográficas y comerció en libros impresos. Por
eso algunos historiadores españoles lo creen nativo de Mallorca, el
gran centro medieval, como ya se ha dicho, de la cartografía y la
cosmografía, y donde existe un lugar llamado Génova. Casi todos los
cultivadores mallorquines de tales ciencias eran judíos. A menudo fueron
llamados a dirigir las escuelas de otros países. Así, bajo el nombre de
magister Jacome,
rector de la academia cosmográfica de Sagres, en Portugal, se ocultaba
nada menos que el ya citado judío mallorquín Jehuda Cresques; y muchos,
muchos otros de los que se ocupaban en tales ramas de la ciencia aquí o
allá en Europa eran judíos de Mallorca.
En
una época en que la Inquisición causaba ya estragos en España y muchos
judíos y marranos españoles huían a Portugal, el rey Juan II, sobrino
nieto de Enrique el Navegante, fundó una junta científica encargada de
crear las condiciones necesarias para los viajes de descubrimiento.
Formaron parte de la misma matemáticos, astrónomos y cosmógrafos judíos,
los dos médicos de cámara del soberano, Rodrigo y Joseph Vizinho,
discípulo de Abraham Zacuto, y el matemático Moses. La presidió el
obispo de Ceuta, Castelano. El cometido de la junta era de suma
importancia: hallar medios que permitiesen a los barcos navegar lejos de
la costa manteniendo el rumbo elegido. Sin mejores instrumentos, sin un
método para determinar la posición del Sol en cada una de las
estaciones y la distancia de la nave respecto al ecuador, los viajes por
mares ignotos resultaban casi imposibles. Y aquel grupo de sabios
consiguió, en efecto, descubrir una técnica para observar la posición
relativa del Sol en el horizonte y, partiendo de la misma, la de la
nave. Y logró también, tras largos estudios, y con la colaboración de
los especialistas judíos Abraham ibn Esra, Jacob Carsoni y Don Profazius (Jacob ben Machir), perfeccionar decisivamente los instrumentos náuticos.
Con
miras a hacer de Portugal la primera potencia marítima de Europa, la
junta propuso que se contrataran los servicios de navegantes y
científicos destacados de otros países. Tal hizo el rey. La corte
portuguesa había comprendido muy pronto la importancia de la cosmografía
para los viajes de descubrimiento. Acudieron así a Portugal, además de
Jehuda Cresques, gran número de «cerebros», entre otros el célebre
científico y astrónomo hebreo Abraham Zacuto, con quien Colón estuvo en
contacto, según consta documentalmente.
La navegación y los viajes de descubrimiento saltaron al primer plano de la actualidad nacional y se convirtieron en el hobby, por
así decirlo, de muchos portugueses. De ahí que floreciese el comercio
de cartas geográficas, instrumentos náuticos y relaciones de viaje
(llegaron a existir en el país más de cien librerías dedicadas a la
venta de ese género de libros). En la mayor parte se hallaba en manos de
judíos.
Colón
lo practicó, tuvo continuas relaciones con los mercaderes judíos de
Lisboa, tomó dinero prestado de ellos y, cuando se fue de Portugal,
debía a más de cuatro. En sus últimos años de vida, al hacer testamento,
se acordó de uno de esos acreedores, «un judío que moraba a la puerta
de la judería en Lisboa»; gesto inútil, por cierto, pues por entonces ya
no quedaban judíos ni en Lisboa ni en parte alguna de Portugal: se les
había expulsado del país.
Tuvo
asimismo trato con los miembros de la junta científica real,
particularmente con los matemáticos, astrónomos y cosmógrafos judíos.
Joseph Vizinho le procuró las tablas astronómicas calculadas por Abraham
Zacuto para uso de navegantes, y que tan útiles le serían a él también
más tarde. Así, el magister Joseph, como el otro médico de cámara, magister Rodrigo,
que eran, además, astrónomos de la corte, ayudaron de un modo decisivo a
Colón a perfilar sus proyectos informándole de las últimas novedades
científicas. Se ignora la fecha exacta en que los expuso por primera vez
a Juan II, pero fue probablemente entre 1478 y 1481; por esos años,
Juan II, pese a no haber subido todavía al trono, se ocupaba ya de
navegaciones. El plan definitivo, en otra redacción, lo sometió al
monarca hacia 1483-84, o sea, cuando Colón contaba unos treinta años de
edad. Magister Joseph y magister Rodrigo respaldaron la propuesta e hicieron todo lo posible para que Juan II la aprobara.
En
suma, Colón se entendió muy bien, y ya desde el principio, con los
judíos portugueses, y halló en ellos plena comprensión para sus ideas.
No es de excluir que tal apoyo se debiese a lo siguiente: las
oportunidades que un viaje a las tierras del otro lado del Atlántico
podía ofrecer al pueblo hebreo.
Con
todo, la junta científica rechazó la propuesta, negativa que ha de
explicarse por la ya comentada renuncia de los lusitanos a organizar
expediciones hacia el Oeste. Colón, entonces, abandonó Portugal para
irse a Castilla. Si bien casi toda la literatura sobre el descubridor de
América interpreta la partida de Lisboa como una fuga, los motivos de
la misma son objeto de debate. La mayoría de los estudiosos sostienen
que obedeció a deudas agobiantes. Algunos, sin embargo, la atribuyen a
que Colón se habría hecho con los originales o copias de escritos y
cartas geográficas de la junta científica concernientes a viajes de
descubrimiento. Esos papeles eran en Portugal estricto secreto de
Estado. Madariaga cree que falsificó una carta de Paolo Toscanelli, el
astrónomo y cartógrafo florentino, al rey de Portugal, presentándola
como si él mismo fuese el destinatario. Lo cierto es que Colón, de
volver a Portugal, hubiera podido ser objeto de procesamiento; el 20 de
marzo de 1488, Juan II le mandó una carta en la que se lee: «Y si teméis
nuestra justicia a causa de ciertas obligaciones vuestras, sabed que ni
al llegar ni durante vuestra estancia ni al partir seréis capturado,
aprisionado, acusado ni perseguido, ni por lo civil ni por lo penal ni
por vía alguna.» Mas ¿qué falta o delito había cometido Colón en
Portugal? No existen documentos al respecto, de modo que todas las
opiniones son meras conjeturas.
En
Castilla, le asilaron los religiosos del convento de La Rábida, quienes
se hicieron cargo de su hijo Diego. Acudió después al duque de
Medinaceli, el noble más poderoso de Andalucía, nieto de una judía: le
acogió con suma hospitalidad y demostró vivo interés por sus proyectos.
Pronto se puso también en contacto con la pareja real, pero los
monarcas, absorbidos por otros asuntos más urgentes, no le dieron de
momento una respuesta precisa. El duque escribió entonces una carta de
recomendación para el navegante, en que hablaba de una ruta segura hacia
las Indias. A la larga surtiría efecto: en enero de 1486 fue recibido
en Córdoba por la pareja real. En el curso de la audiencia, Colón hizo
gala de sus dotes psicológicas. Sabedor de la religiosidad de Isabel,
empezó por subrayar que la empresa beneficiaría ante todo a la Iglesia,
pues permitiría propagar el cristianismo por nuevas tierras; y por lo
que se refiere al codicioso Fernando, hizo luego hincapié en las
montañas de oro que probablemente se hallarían en las mismas; por último
añadió que, con tales riquezas, se podría liberar el Santo Sepulcro. La
reina se mostró entusiasmada. No así el rey.
En
su trato con los demás, Fernando se conducía siempre de un modo muy
reservado. El que Isabel fuese la soberana absoluta de Castilla
alimentaba en él un complejo de inferioridad. Procuró, pues, frenar el
entusiasmo de su esposa por el plan de Colón. Con todo, propuso
someterlo al juicio de una comisión científica. Isabel estuvo de
acuerdo, y decidió que la presidiese su confesor, el prior del Prado,
Hernando de Talavera. Éste, futuro arzobispo de Granada, era nieto de
una hebrea y, como tantos otros dignatarios eclesiásticos, terminaría
siendo víctima de la Inquisición. La comisión rechazó el plan, pero
Isabel consoló a su genial artífice prometiéndole que, tras la victoria
sobre los moros, volvería a plantearse.
Uno
de los principales valedores de Colón fue el dominico Diego de Deza,
obispo de Salamanca y profesor de teología en aquella famosa
universidad. Descendiente de conversos, iría escalando después
posiciones cada vez más importantes: preceptor del príncipe Juan,
arzobispo de Sevilla y, finalmente, gran inquisidor, cargo en que
sucedió a Torquemada y que no ocupó largo tiempo, pues en 1507 fue
sustituido por el cardenal Cisneros. Para ayudar a Colón, convocó en
Valcuebo, lugar cercano a Salamanca, una conferencia de sabios. La
misma, de carácter no oficial, se declaró favorable a la empresa.
Deza
logró, además, que el 4 de mayo de 1487, Colón entrase al servicio de
la corte. Allí conoció el navegante a dos prohombres hebreos, el ya
citado Abraham Sénior y su amigo Isaac Abrabanel. Este último pertenecía
a una ilustre familia que pretendía descender del rey David. Su abuelo,
Samuel Abrabanel, había sido, en la segunda mitad del siglo XIV, el
judío más rico y conspicuo de Valencia; en 1391, al desencadenarse
terribles persecuciones, debió abjurar del judaísmo y adoptar otro
nombre: Alfonso Fernández de Vilanova. El hijo de Samuel, Judá, se
estableció en Lisboa, donde vino a ser tesorero del infante Fernando, a
quien prestó grandes sumas de dinero; al regreso de una afortunada
campaña contra los moros, el infante ordenó reembolsarle la cantidad de
medio millón de reis. Isaac Abrabanel fue persona de confianza del rey
Alfonso V, y estuvo también en muy buenas relaciones con la casa de
Braganza. Al verse obligado a huir de Portugal al ser condenado a muerte
el duque de Braganza por Juan II, pasó a Castilla, donde no tardó en
ganarse el favor de la pareja real española. Fue uno de los primeros que
se declaró dispuesto a financiar la empresa del osado navegante: quizá
se conocieran ya de Lisboa, pero no hay testimonios que lo prueben.
Por
de pronto, sin embargo, la cosa quedó en suspenso. Colón debió esperar y
esperar. De sus actividades en ese período, nada sabemos. Probablemente
ando de palacio en palacio en busca de influencias y medios económicos.
Su viaje iba a costar muchísimo dinero. En la España de entonces, los
puestos clave de las finanzas y del fisco estaban en manos de judíos y
marranos. Los hebreos desempeñaban también un papel importante en las
universidades y el mundo científico en general. Le era, pues, preciso
ganar para su causa el mayor número posible de unos y otros. No podía
desconocer, por lo demás, la trágica situación de todas las personas de
origen judaico. Los procesos ante los tribunales del Santo Oficio, el
odio a los judíos y marranos, la desconfianza respecto a los conversos,
la envidia de sus riquezas... eran el pan nuestro de cada día. Las
prédicas de los dominicos contra los «asesinos de Cristo» y los herejes,
y la consiguiente fanatización de las masas cristianas habían creado
una atmósfera de terror e inseguridad, no sólo para los judíos, sino
también para los conversos.
Era
inevitable que los proyectos de Colón trascendiesen de los círculos
cortesanos a la calle y que despertasen esperanzas, tanto entre los
perseguidos como entre las víctimas potenciales de futuras
persecuciones.
La
inminente escalada de la represión tomó forma tangible en un suceso
utilizado para excluir en el futuro todo resto de piedad para los judíos
y excitar más aún el antisemitismo del pueblo cristiano. Cabe
considerarlo como un ejemplo típico de las innumerables maquinaciones
urdidas contra los judíos en el curso de la Historia. Pone de relieve,
por otro lado, las prácticas de la Inquisición. Vale, pues, la pena que
nos detengamos a contarlo.
En
marzo de 1491, Benito García, mercader de telas de sesenta años de edad
y bautizado a los veinte, se desplazó a la pequeña ciudad de Astorga
por motivos profesionales y se hospedó en una posada. Cierto día, un
grupo de borrachos irrumpen en su habitación, revuelven su equipaje y,
según informan al párroco del lugar instantes después, hallan entre sus
cosas una hostia profanada. García es detenido. El juez pesquisidor de
la Inquisición, siguiendo las normas prescritas, empieza por hacerle
recitar el credo y el confíteor, sin comunicarle previamente el motivo
del arresto. García, azorado, balbucea, se atasca, da la impresión de
que cada palabra de la retahíla exige a su memoria un gran esfuerzo:
prueba suficiente de que hace largo tiempo que no reza, lo cual
constituye ya de por si una grave herejía. El juez somete luego al reo
de fe a un verdadero lavado de cerebro; le obliga a narrar su vida paso
por paso y a exponer cuanto conoce del Antiguo Testamento y los rabinos.
El interrogatorio convence al inquisidor de que García es un
judaizante. Ahora, pues, puede ya pasar a la segunda etapa de la
pesquisa: arrancar del reo una confesión que incluya los nombres de
otros judaizantes y de quienes le han inducido al crimen.
Como
quiera que García se niega a dar nombres, hay que someterle a tortura,
al tormento de toca. Tras haber ingerido varios litros de agua, cuando
la presión del estómago se hace insoportable, el reo cede y nombra a
otro cristiano nuevo, Juan de Ocaña, el «instigador». Y confiesa,
además, que él, Ocaña y algunos otros venían celebrando regularmente el
sábado y otras festividades hebraicas en casa del judío Ca Franco, junto
con la familia del hijo de éste, Yuce Franco.
Sin
pérdida de tiempo, se detiene a los dos Franco y a Ocaña, y se les
lleva a la prisión de Ávila. Allí, Yuce Franco cae enfermo y pide la
asistencia de un rabino. Los inquisidores ven en la cosa la posibilidad
de obtener de él una confesión valiéndose de un engaño, en vez de un
rabino, le mandan al padre Cuvíquez, familiar del Santo Oficio: un judío
bautizado y doctor en teología que conocía a fondo el Talmud. El ardid
salió bien. Un médico carcelario, apostado tras la puerta de la celda
para escuchar la conversación, jurará después ante notario que en el
curso de la misma se había hablado de asesinatos rituales. En realidad,
había sido el padre Cuvíquez quien suscitó el tema y dijo al enfermo que
no eran pecado, sino una justa venganza contra los cristianos. Llamado a
testificar por la Inquisición, el sacerdote juró que las declaraciones
del médico respondían a la verdad y que en la entrevista se había
hablado, efectivamente, de asesinatos rituales. He ahí sospechas
vehementes de otro crimen, que exigía nuevos interrogatorios.
Las
actas de la pesquisa formaban ya un expediente abultadísimo. El gran
inquisidor Tomás de Torquemada, que residía cerca de Ávila, en el
convento de Santa Cruz, creyó que era hora de tomar el asunto en sus
manos. Necesitaba urgentemente un caso espectacular que propiciara su
objetivo final: la expulsión de los judíos. Esa medida no podía basarse
tan sólo en cuestiones de fe. Importaba presentarla como el justo
castigo a crímenes atroces. Los judíos de España debían aparecer a ojos
de todos los cristianos, incluso de aquellos que hasta entonces hubiesen
preferido un trato tolerante, como monstruos.
El
gran inquisidor se percató muy pronto de que el caso García deparaba la
ocasión largo tiempo esperada. Ahí estaba la prueba evidente de la
culpa de los judíos y del influjo pernicioso que los no bautizados
ejercían sobre los bautizados. Pero convenía salvar las apariencias de
legalidad. La Inquisición, según sus estatutos, no era competente para
juzgar a judíos. El caso debía, pues, traspasarse a un tribunal civil
que actuara simultáneamente con el eclesiástico. Torquemada hizo lo
posible, por otra parte, para que el proceso, que se prolongó mucho,
tuviese vasta resonancia en toda España, de modo que la noticia del
monstruoso crimen llegara hasta el lugarejo más apartado. Quería que se
viese en cualquier judío el hermano de los García, Ocaña y Franco, un
individuo sediento de sangre cristiana.
Ahora
bien, en el curso de la causa civil, en la que los presuntos reos
tenían derecho a defensor, no tardó en ponerse de manifiesto que la
acusación descansaba sobre débiles fundamentos: ni siquiera podía aducir
el nombre de la presunta víctima y el lugar y la fecha del presunto
delito. Al cabo, a propuesta de la defensa, el tribunal acabó
declarándose incompetente.
Torquemada
reaccionó recabando del arzobispo de Ávila el derecho a que,
excepcionalmente, entendiera en el caso el tribunal del Santo Oficio.
Quebrantado por la enfermedad y los tormentos, Yuce Franco apenas
ofreció resistencia. Su confesión proporcionó la historia sensacional
que hacía falta: tres años antes, García y Ocaña habían llevado a un
niño cristiano a una cueva donde les aguardaban Yuce, su padre y otros
tres miembros de la familia Franco; allí, el niño fue desnudado y
clavado en una cruz, se le arrancó el corazón —para conservarlo después
en una solución salina— y, por último, todos los presentes bailaron en
torno a la víctima escupiéndole a la cara y llamándole Jesús.
Se
procedió en seguida a detener a los otros tres Franco. La última
dificultad, que todos los reos hicieran la misma confesión, se superó
también gracias al tormento. Ahora se trataba de generalizar el caso,
extender la culpa de aquellas siete personas a todos los judíos
españoles, y principalmente a los intérpretes de la ley hebraica, los
rabinos. Para lograrlo, se necesitaban nuevas confesiones. Los esbirros
de la Inquisición se aplicaron otra vez a atormentar a García, quien
acabó por admitir que, en sus prédicas en las juderías, los rabinos
recomendaban el asesinato ritual como justa venganza contra los
cristianos.
Y
llegó el último día de la causa de fe, en medio de una enorme
expectación; Torquemada y sus agentes habían cuidado de que el
desarrollo del proceso se siguiera a lo largo y ancho del país. Benito
García tuvo que ser transportado en camilla, porque no le quedaba hueso
sano. Fue el protagonista de un incidente no previsto por los directores
de escena, pero que vino a redondear la moralidad del espectáculo. Hizo
uso de la palabra para declarar que, nacido judío y convertido al
cristianismo a los veinte años, hoy, tras haber visto tantos y tan
horribles autos de fe, no sentía sino piedad por las víctimas y odio por
sus verdugos; consideraba el cristianismo como un remedo del paganismo,
y al gran inquisidor Torquemada como el peor Anticristo, y no tenía más
que un deseo: que sus dos hijos, nacidos cristianos, abjuraran de la
religión católica y retornaran al judaísmo.
Con
esa declaración, García, destinado sin remedio a la hoguera, se liberó
interiormente, proclamó su sentir delante de Dios y del mundo. A la vez,
sin embargo, prestó un valioso servicio a sus enemigos. Aquella
«blasfemia contra Dios» de quien representaba a todos los judíos y
marranos y conversos se aireó a los cuatro vientos para que el escándalo
subiese de punto. Claro está, los acusados fueron condenados a muerte.
Toda España esperaba el día de las ejecuciones. Se preparaban grandes
pogroms, no sólo en Ávila, sino por doquier. La reina Isabel, temiendo
un baño de sangre que podía costar la vida a decenas, o incluso a
centenares de miles de personas, dictó órdenes draconianas para
evitarlo.
Digamos,
entre paréntesis, que las imputaciones a los hebreos de asesinatos
rituales databan ya de siglos y siglos, y han persistido hasta hoy.
Algunos papas y soberanos, en particular Federico II, combatieron tales
calumnias y demostraron su absurdidad. Pero la leyenda volvería a surgir
una y otra vez. Bajo tormento, los judíos confesaban crímenes que nunca
habían cometido, confesiones utilizadas por gentes ansiosas de que se
les persiguiera o expulsara, ya porque les debían dinero, ya porque
querían desviar la atención de graves problemas políticos.
Torquemada
está a dos pasos de su meta. Para los judíos de España, el horizonte es
negrísimo. Se les cuelgan toda suerte de delitos, se afirma que
pervierten a los neófitos. La Inquisición encausa a poderosos cristianos
nuevos acusándoles de judaizantes. Así, entre otros muchos, al
escribano de ración del rey, Luis de Santángel, y al asimismo ministro
real, Alfonso de la Caballería. Con todo, los soberanos no están aún
dispuestos a ceder a las presiones del gran inquisidor: necesitan a los
judíos para poder financiar la costosa campaña contra los moros. Los más
ricos, precisamente, empiezan a abandonar el país, y también algunos
marranos, so pretexto de peregrinajes a Roma.
Colón,
entre tanto, se entrevista con numerosos judíos y cristianos nuevos
para persuadirles de sus planes. Le dan oídos como ningún otro grupo.
Por desgracia, no se conservan documentos que nos indiquen con quiénes
estuvo en contacto y cuando. Pero si consideramos hasta qué punto le
apoyaron ciertos personajes en la última fase de las negociaciones con
los Reyes Católicos, fuerza es pensar que le conocían ya de antes y que
sus ideas les eran muy familiares.
Si
uno se pone en el lugar de aquellos seres perseguidos, o que temían por
su futuro o por el de sus descendientes, comprende en el acto por qué
creyeron con tanta facilidad en las palabras de un hombre que, más que
datos científicos, aducía pasajes de la Biblia y otras escrituras
hebraicas. La visión que evocaban en sus ánimos les cegaba, en buena
parte, para cálculos lógicos y racionales. La voluntad de un hombre
genial decidido a realizar el sueño de generaciones y generaciones de
hebreos les impelía a ayudarle con todas sus fuerzas y sin reparar en
riesgos.
Además
de la posibilidad de entrar en contacto con los reinos y territorios
hebraicos de las profundidades de Asia, o sea, de las Indias, el viaje
de Colón despertaba aún otra esperanza. Judíos y marranos sabían que el
navegante había impuesto a los reyes una condición sine qua non, consignada
al principio del diario de su primer viaje a las Indias: «(Vuestras
Altezas) me hicieron grandes mercedes y me anoblecieron que dende en
adelante yo me llamase Don y fuese Almirante Mayor de la mar océana e Visorrey
y Gobernador perpetuo de todas las islas y tierra firme que yo
descubriese y ganase y de aquí en adelante se descubriesen y ganasen en
la mar océana, y así sucediese mi hijo mayor y así de grado en grado
para siempre jamás.» Sobre
todo si tenían a Colón por converso o marrano, como es probable, ello
les abría la perspectiva de un territorio adonde emigrar para sustraerse
a la presión de la Iglesia, de un territorio donde podrían vivir en
libertad «para siempre jamás», pues las millas y millas de agua de por
medio permitirían al virrey gobernarlo a su albedrío. Por otra parte, la
empresa distraería a la Corona española de los asuntos políticos y
sociales intrapeninsulares, de modo que se aliviaría asimismo la
situación de los judíos, marranos y conversos que permaneciesen en
España.
Ahora
bien, los hebreos no podían organizar la expedición por sí solos. A lo
sumo podían presionar al Estado para que la autorizara y prometerle que
la financiarían. Mas el Estado concentraba por el momento todos sus
esfuerzos en otra empresa. La guerra contra los moros aplazó el proyecto
hasta tiempos mejores.
Durante
esos últimos años, Colón, que residía en Córdoba, fue desesperando cada
vez más, hasta el punto de especular con la idea de marcharse de
España. Se dirigió de nuevo a los religiosos del convento de La Rábida.
En virtud de una carta del prior, Juan Pérez Marchena, la reina le llamó
a la corte. Pero tampoco en esa audiencia pudo hacer más que darle
esperanzas: tras la victoria definitiva sobre los moros, le dijo, sus
proyectos pasarían a primer plano.
El
último baluarte de los moros en la Península, Granada, cayó el 2 de
enero de 1492, gesta que el papa Alejandro VI premiaría concediendo a
los soberanos españoles el título de «católicos». Colón redobló al punto
sus esfuerzos en la corte. Con la toma de Granada, parecía eliminado el
mayor obstáculo. Mas el hombre, amargado por los largos años de espera y
convencido de la importancia de su misión, puso condiciones que en
principio los reyes juzgaron inaceptables: dichos almirantazgo y
virreinato hereditarios, la propiedad de una parte considerable de los
tesoros y tierras que se descubriesen.
Las
negociaciones se interrumpieron. Algunos pensaban que ya no se
reanudarían. Entraron entonces en juego cuatro hombres de origen
hebraico: Juan Cabrero, Luis de Santángel, Gabriel Sánchez y Alfonso de
la Caballería. Destaca también el papel de una mujer, la marquesa de
Moya, amiga y confidente de Isabel: entusiasta partidaria de los planes
de Colón, no perdió ocasión para persuadir a la reina de que los
aprobara: actitud difícil de explicar si no es porque la marquesa
frecuentaba círculos marranos y había ayudado a menudo a marranos en
peligro.
Al
cabo, la objeción capital de la reina Isabel vino a ser que el país,
exhausto por la onerosa guerra contra los moros de Granada, no podía
pechar con los costos del viaje. Las arcas del Estado estaban vacías.
Fue en ese punto cuando Santángel, tras ponerse de acuerdo,
probablemente, con Sánchez, Cabrero y La Caballería, se ofreció a
anticipar el dinero necesario. Tal gesto fue decisivo: sin la oferta de
Santángel, la histórica expedición no hubiese tenido lugar, simplemente
por falta de fondos; además, el hecho de que un hombre a quien valoraban
tanto estuviera dispuesto a financiar el atrevido plan del navegante
acabó de convencer a los reyes de su viabilidad.
Conviene aquí decir algo sobre Luis de Santángel, cuya estatua forma parte del grandioso monumento a Colón erigido en Barcelona.
Los
Santángel o Sancto Ángeles contaron en los siglos XV y XVI entre las
familias más ricas y poderosas e influyentes de Aragón. Como otros
muchos judíos de Calatayud, Daroca, Fraga, Barbastro..., habían abjurado
su primitiva fe cuando las prédicas incendiarias de Vicente Ferrer y
las terribles persecuciones que las acompañaron. Al igual que los
Villanueva y los Clemente, descendientes, respectivamente, de Moisés
Patagón y Moisés Chamorro, procedían de Calatayud. la antigua
Calat-al-Yehud, una de las más prósperas comunidades hebraicas de Aragón
en el siglo XIV, fundada por Azarias Ginillo. Su mujer se obstinó en no
abandonar, ni siquiera en apariencia, el judaísmo: se casaría en
segundas nupcias con Bonafós de la Caballería. Azarías Ginillo, o Luis
de Santángel, gozó de gran fama como jurista. Sus hijos Alonso, Juan y
Pedro Martín habitaron en Daroca y recibieron del rey cartas de gracia y
salvoconductos. Eminentes juristas, fueron miembros de las cortes y
alcanzaron altos cargos públicos y eclesiásticos. Ya Azarías Ginillo
había llegado a zalmedina (juez
supremo de la capital, designado por el rey). Tuvo la cautela de
destinar a la carrera eclesiástica a su hijo Pedro Martín, quien vendría
a ser consejero del rey Juan II y obispo de Mallorca: uno de los
sobrinos de Pedro Martín fue provincial de Aragón. Los Santángel de Zaragoza y Valencia
eran los Rothschild de aquellos tiempos. Al frente de la rama
valenciana, hallamos las figuras del mercader Luis de Santángel el Viejo, en continuas y excelentes relaciones con los reyes Alfonso V el Magnánimo y Juan II, y su hijo, Luis de Santángel el Joven, consejero
real de Valencia, el futuro protector de Colón. A él recurría el rey
Fernando siempre que se encontraba en apuros, y nunca en vano.
El
establecimiento de la nueva Inquisición resultó fatal para los
Santángel. Miembros de la familia figuraron entre los principales
conjurados contra Pedro de Arbués. Aún hoy se enseña a quienes visitan Zaragoza el
lugar de la Seo, la iglesia metropolitana, donde fue apuñalado el
inquisidor (también, por otra parte, los imponentes edificios de la
bellísima plaza del Mercado que, en la época de máximo esplendor de la
capital aragonesa, fueron las mansiones de un Luis y un Juan de
Santángel). Ya al principio de sus actividades, la Inquisición
penitenció e hizo ejecutar a varios Santángel. Tal saña contra la
familia, debida al afán por apropiarse de sus riquezas, no se
extinguiría en ningún momento en las décadas siguientes.
El 17 de julio de 1491, también Luis de Santángel el Joven tuvo
que comparecer ante el tribunal eclesiástico, acusado de judaizante. El
rey, sin embargo, consiguió salvarlo de la condena. Tenía en
arrendamiento, como ya su padre, las cargas reales de Valencia. Era
sobrino de aquel otro Luis de Santángel que había sido quemado en Zaragoza. El
rey Fernando le nombró «escribano de ración» —intendente de Hacienda—
de la Corona catalano-aragonesa, cargo al que más tarde vino a sumar el
parigual de «contador mayor» de Castilla. Favorito de Fernando, de quien
conocía los secretos más Íntimos, todos los asuntos de Estado pasaban
por sus manos. Había prestado al rey grandes servicios. A su vez, le
debía su posición, su prestigio, e incluso la vida: de no haberle sacado
el rey de las garras de la Inquisición, no habría corrido mejor suerte
que tantos de sus parientes.
Luis de Santángel el Joven recuerda,
en muchos aspectos, al gran estadista inglés Benjamín Disraeli, lord
Beaconsfield, quien, por cierto, descendía de judíos expulsados de
España. Subrayemos que, aun siendo un «buen aragonés» —así acostumbraba
llamarle el rey en las cartas que le dirigía—, trabajó lo indecible por
la unidad de la Península Ibérica.
He
aquí el hombre que arriesgó su fortuna y prepotencia para lograr que la
empresa de Colón se realizara. Otro tanto hizo el «camarero mayor»
(jefe de la cámara del rey o fisco real) Juan Cabrero, también de origen
hebraico y pariente de varias víctimas de la Inquisición; en extremo
adicto a Fernando, luchó a su lado en la guerra de Granada, y fue
siempre para el monarca un juicioso consejero; el rey confiaba hasta tal
punto en él, que le nombró su testamentario.
Ambos
eran cristianos nuevos, y cuanto más rico e influyente era un cristiano
nuevo, tanto más amenazado estaba. Desde la fallida conjura de los
marranos aragoneses, todos los conversos, judaizantes o no, no tuvieron
ya un momento de reposo. El odio de los desheredados y mediocres, largo
tiempo reprimido, vino por fin a explotar, a impulsos y en beneficio de
una pandilla de ambiciosos y fanáticos: de la noche a la mañana, los
todopoderosos de ayer quedaron a merced de los rencores y la codicia del
populacho.
Luis de Santángel el Joven, particularmente,
fue denunciado a la Inquisición repetidas veces por cortesanos que
envidiaban su preeminencia. Sino que se le consideraba imprescindible, y
el rey intervino siempre para salvaguardarlo. El 30 de mayo de 1497
obtuvo de Isabel y Fernando un privilegio excepcional: estatutos de
limpieza de sangre. Así, pese a sus orígenes, ni él ni sus descendientes
podrían ser llevados en adelante a los tribunales del Santo Oficio.
También
Alfonso de la Caballería, vicecanciller de Aragón, fue objeto de una
causa de fe, que se prolongó veinte años, hasta que, en 1501, el rey
impuso que se sobreseyera.
Como
decíamos, sin Santángel, el viaje de descubrimiento de Colón nunca se
hubiese llevado a cabo. De su fortuna privada, y sin intereses, concedió
un anticipo de 17.000 ducados para armar la flota expedicionaria. En el
Archivo de Simancas se conservan los originales de sus libros de
cuentas, donde consta que el préstamo no se canceló sino al cabo de
mucho tiempo.
Según
se desprende de sus cartas, notas marginales y selección de libros,
Colón estaba muy bien preparado para dialogar con hebreos. Además de
poder citarles oportunamente la Biblia y los profetas, conocía sus
anhelos más íntimos. Cuando hablaba a judíos y marranos del viaje a las
Indias, no hacía sino llamar a puertas abiertas. Lo que él quería,
descubrir nuevos caminos y un nuevo mundo, lo querían también los judíos
y marranos de aquella España, y aun los conversos, siempre amenazados
asimismo, y objeto de un trato discriminatorio.
En
suma: Colón y los hebreos españoles tenían los mismos sueños. No es,
pues, de extrañar que, al entablar diálogo, se pusieran en seguida de
acuerdo. Ahí está, me interesa subrayarlo, la razón capital del apoyo
que dichos hombres prepotentes prestaron al futuro descubridor de
América. ¿Por qué, si no, habría corrido Luis de Santángel a
entrevistarse con Isabel, cuando ella estaba ya por desentenderse de
Colón, para hacerla cambiar de ánimo, desarmando una tras otra todas sus
objeciones y, a fin de vencer la última, ofreciéndose incluso a
financiar personalmente la empresa?
Bien
podía imaginarse lo que ocurriría en caso de que la expedición
fracasara: si Colón no regresaba del «mar tenebroso», o, peor aún, si
regresaba con las manos vacías. Difícilmente hubiera conseguido
recuperar el capital anticipado. Y, además de exponerse a perder su
dinero, habría cargado con la grave responsabilidad de haber aconsejado
mal a la reina. Conviene no sobrestimar la posición de Santángel, cuyo
único fundamento era el favor de la pareja real y que intentaban de
continuo minar un enjambre de envidiosos y enemigos palaciegos.
¿Cómo
se atrevió a apostar tanto a una carta tan dudosa? Tampoco podía
ignorar que la aventura tenía más posibilidades de fracaso que de éxito.
Sólo cabe explicarse tamaña «imprudencia» de aquel hombre tan cuerdo
por el afán de ayudar a sus hermanos perseguidos, de quienes,
ciertamente, le separaba ya la religión, pero a los que se sentía aún
vinculado. No fue casualidad que la empresa se salvara gracias a la
intervención de dichos cuatro conversos. A los judíos de España estaba a
punto de llegarles su hora: resuelto ya el problema del enclave
musulmán en la Península Ibérica, se trataba de solventar de una vez
para todas el de la minoría hebrea. El decreto de expulsión era
inminente.
En
pleno terror inquisitorial, cuando en las plazas de las ciudades
españolas el fuego no cesaba de consumir vidas, sorprende al pronto que a
personas de origen hebraico les quedara ánimo para pensar en planes de
viajes de descubrimiento. Planes, por lo demás, que el común de las
gentes tenían por temerarios; los sabios, por irrealizables. ¿Por qué
justamente judíos y descendientes de judíos, fríos calculadores según es
fama, respaldaron a un hombre «calabaceado» por el consejo científico
de los reyes? De salir mal la cosa, los Santángel, Cabrero, etc., se
exponían, no sólo a cubrirse de ridículo, sino a perder el favor de los
soberanos. Los conversos tenían poderosos enemigos que no esperaban sino
cogerles en falta para desplazarlos de sus posiciones. Esa
circunstancia hubiera debido inclinarles a la prudencia, virtud en la
que la necesidad les hizo maestros. Mas no, con todo eso, defendieron a
Colón a capa y espada, salvaron in extremis su empresa. ¿Por qué?
La
mayor parte de los estudiosos responden que para prestar un gran
servicio a la Corona. Pero, de fracasar la aventura, el mérito hubiera
sido demérito, y las consecuencias gravísimas.
Algunos
han aducido razones más convincentes. Salvador de Madariaga afirma que
los conversos sostuvieron a Colón porque él también lo era. Esa
hipótesis, sin embargo, tampoco satisface plenamente: el que Colón fuese
un converso —como supone Madariaga basándose en datos y argumentos muy
atendibles—, a mi juicio, no bastaría para explicar un apoyo tan nutrido
y vigoroso. La razón decisiva tiene que ser otra: el interés vital de
los conversos y marranos en los fines de la empresa. De ascendencia
judaica, incluso los primeros se sentían tan amenazados como los propios
judíos. De ahí que la esperanza de hallar tierras hebreas les hiciese
cerrar los ojos a los riesgos del asunto. No pensaron sino en las
ventajas que, de salir bien, resultarían para todos, judíos, marranos y
conversos, en la posibilidad de disponer de algún lugar donde acogerse y
asentarse para siempre gozando de plenos derechos, de contar con algún
estado que les amparara. Habían sido testigos de las repetidas y
eficaces intervenciones de los estados islámicos a favor de los
musulmanes residentes en países cristianos. El descubrimiento de uno o
varios territorios regidos por hebreos habría mejorado sobre manera la
posición política, y, por ende, social, de los judíos y conversos en
España y en toda la cristiandad. A esa esperanza se sumaba, por otra
parte, la de que los afanes imperialistas del reino español en ultramar
le distraería de las cuestiones religiosas suscitadas por la Iglesia en
la Península. He aquí los motivos por los que respaldaron contra viento y
marea a Colón. No veo otra forma plausible de explicarlo.
Pensemos
en lo precario de su existencia. Ningún judío, marrano o converso, por
muy importante e indispensable que fuera, podía estar seguro de
conservar duraderamente el favor de los reyes. Ya lo había comprendido
siglos atrás Hasday Ben Saprut, apreciadísimo ministro del califa,
cuando se mostró dispuesto a renunciar a todos sus privilegios en
Córdoba para ponerse al servicio del rey de los kázaros. Y ello en una
época de tolerancia y libertad de cultos. ¡Cuan distinta era la
situación quinientos años después, en la España de fines del siglo XV!
En
suma, estoy convencido de que los lazos entre Colón y los judíos y
conversos españoles tuvieron por finalidad la perspectiva de descubrir
dichas tierras hebreas. No importa que el navegante fuese o no de su
mismo origen: ellos habrían hecho causa común con cualquier hombre
resuelto a alcanzarlas.
Se
guardaron, claro está, de pregonar los verdaderos motivos de su interés
por la aventura. Mas tal vez exigieron de Colón alguna prueba de que
compartía sus esperanzas. Colón les dio, cuando menos, la siguiente:
llevar consigo a bordo un intérprete de hebreo. Hasta aquí no se ha
concedido gran importancia a ese hecho. Muchos autores se limitan a
mencionar que, entre los tripulantes de las tres carabelas, figuraba
cierto Luis de Torres, intérprete. Sólo pocos añaden que era un judío
bautizado.
En
este estudio tenemos que asignarle un papel principal. Consta
documentalmente que, antes de embarcar, Luis de Torres se había ganado
la vida sirviendo de truchimán al «adelantado» (gobernador) de Murcia,
Juan Chacón, para sus diálogos con los numerosos hebreos que albergaba
entonces aún la ciudad. Según el diario del primer viaje de
descubrimiento, conocía el caldeo, «y aun algo de arábigo». Debió poner
fin a tales actividades el decreto de expulsión de los judíos,
cumplidero, como bien recordará el lector, hasta la medianoche del 2 de
agosto de 1492, o sea, cuando él acababa de recogerse en la nave.
¿Por
qué enroló Colón a un intérprete de hebreo, idioma no oficial en ningún
país conocido? La única respuesta satisfactoria es ésta: como sus
patrocinadores, confiaba en llegar a países habitados y gobernados por
hebreos.
Sabemos,
además, que Torres no se hizo bautizar sino poco antes del inicio de la
expedición, a buen seguro para poder participar de la misma. ¿Había
otros hombres de estirpe judía entre los expedicionarios? ¿Cuántos?
Tampoco ese punto está del todo claro. No cabe duda de que lo eran el
médico y el cirujano de a bordo, Bernal y Marco, así como Alonso de la
Callo y Rodrigo Sánchez. Este último, natural de Segovia y pariente de
Luis de Santángel, tomó parte en el viaje en calidad de «veedor» de los
Reyes Católicos, pero debió mirar igualmente por los intereses de los
conversos que lo habían posibilitado. Fue uno de los cinco primeros
europeos que pisaron suelo americano. Quizá procediera también de judíos
el primer marinero que lo avistó, hazaña que la reina Isabel había
prometido recompensar con diez mil maravedíes. Meyer Kayserling atribuye
el mismo origen a otros muchos tripulantes, de modo que vendrían a
sumar cerca de un tercio del total. Sin embargo, ulteriores
investigaciones no han podido probar plenamente sus asertos.
El
hecho de que Colón llevara consigo un intérprete de hebreo demuestra,
como mínimo, que esperaba entrar en contacto con hebreoparlantes. ¿Por
qué no tomó uno especializado en árabe y lenguas orientales? Dado que el
destino del viaje, las Indias, hubiese sido más lógico. Muchos moriscos
conocían algunas. ¿Por qué prefirió a Torres? ¿Quién se lo recomendó?
¿Cuándo se conocieron? Se sabe que Colón estuvo en Murcia en 1491.
He
procurado, en España, averiguar algo más sobre Luis de Torres, en
particular si existen documentos que aclaren quién aconsejó a Colón
hacerse con sus servicios. No los hallé. Mas prestigiosos investigadores
españoles me dijeron que debió tratarse de Luis de Santángel o algún
otro converso. Sin duda ,Colón se había preocupado ya de qué clase de
personal le interesaba reclutar para el viaje antes de enero de 1492,
cuando los reyes por fin lo autorizaron. Y sobre todo de disponer de un
intérprete, pues el problema de entenderse con los indígenas de las
tierras adonde se llegara era trascendental. La elección que hizo tuvo
ciertamente que ver con la esperanza de descubrir reinos o principados
hebraicos.
¿Fue
Luis de Torres el primer europeo que puso los pies en América? Algunos
estudiosos subrayan que, por lo común, en tales casos el intérprete iba a
tierra en vanguardia para dialogar con los nativos. En el diario de
Colón se lee que, no bien arribar las naves a la isla de Guanahani, se
agolpó en la playa una gran muchedumbre de indígenas. No menciona, sin
embargo, a Torres hasta el 2 de noviembre, cuando lo manda a tierra, en
compañía de Rodrigo de Jerez y dos «indios», para «preguntar por el rey
de aquella tierra» (estaban ya costeando Cuba) y procurar dar con él y
«hablarle de parte de los Reyes Católicos de Castilla».
¿Fueron hebreas las primeras palabras dirigidas por los europeos a los aborígenes de América?
Recapitulando:
el intérprete de la flota expedicionaria resulta ser, a mi juicio, una
figura clave; el hecho de que Colón eligiera, justamente, uno de hebreo
constituyó una prueba para sus patrocinadores judíos, conversos y
marranos, de que no se trataba tan sólo de descubrir la ruta marítima
por el Oeste hacia las Indias, sino también los legendarios territorios
asiáticos regidos por hebreos.
Con
todo, los historiadores no han prestado hasta ahora a Luis de Torres
ninguna atención. La investigadora norteamericana Alice B. Gould, en su
artículo en el «Boletín de la Real Academia de la Historia», donde
compiló todas las noticias posibles sobre los tripulantes de la «Pinta»,
la «Niña» y la «Santa María», dice muy poco de él. Probablemente no
cabe hallar más datos en los archivos españoles.
Llevar
consigo un intérprete de hebreo fue para Colón la cosa más natural del
mundo, como lo sería pocos años más tarde, en 1497, para Vasco de Gama
al realizar el viaje hacia las Indias doblando el cabo de Buena
Esperanza. Notemos que esa empresa coincidió, a su vez, con la expulsión
de los judíos de Portugal. Vasco de Gama tomó como intérprete al judío
Joao Nunez, quien, al igual que Luis de Torres, se hizo bautizar poco
antes de la partida. Fue el primero en desembarcar en Calicut, puerto de
la costa del Malabar, el 21 de mayo de 1498. También él, como cinco
años atrás Luis de Torres, habló a los nativos en hebreo.
La
presencia de hebreos en la costa del Malabar (actual estado de Kerala
de la Unión India) había sido ya señalada por Marco Polo. Esa región,
gran productora de especias, venía manteniendo desde hacía siglos
relaciones mercantiles con Europa a través de los árabes. De ahí que
fuese la meta de los portugueses, que ansiaban monopolizar tal comercio.
Marco Polo menciona también el reino de Kulam, del que escribe: «Viven
en él muchos hebreos y cristianos que hablan en sus propias lenguas».
Referencia importantísima para explicar por qué, tanto en la expedición
española como en la portuguesa, figuró un intérprete de hebreo.
El
descubridor de América conocía y conservaba la obra de Marco Polo. Al
igual que sus demás libros, la había leído a fondo. Cuando busca apoyo
para sus planes, describe las tierras asiáticas tal y como aparecen en
la relación del veneciano. En su diario, habla de «Catay», «Cipango», el
«Gran Khan»...
Por
aquella época vivían, efectivamente, hebreos en la India, sobre todo en
la costa del Malabar y en la isla de Chennamangalam, donde formaban
nutridas colonias comerciales, y en el principado de Cranganore, regido
por soberanos hebraicos: el fundador de esa dinastía fue Josef Rabban,
príncipe de Cranganore con el nombre de Isuppu Irappan; sus
descendientes gobernaban aún el país cuando Vasco de Gama descubrió de
verdad la ruta de las Indias doblando el cabo de Buena Esperanza.
Otro
hecho notable es que, entre los ciento veinte tripulantes de la
«Pinta», la «Niña» y la «Santa María», en contraste con las expediciones
posteriores, no se hallaba ningún sacerdote. Puesto que Colón se había
ganado la voluntad de la reina Isabel poniéndole ante los ojos la
perspectiva de evangelizar las nuevas tierras, parece que hubiera debido
llevar consigo cuando menos uno. Pero no lo hizo así: un enigma más por
descifrar.
Colón
sabía perfectamente que debía la realización de sus planes a los
conversos, y en especial a Luis de Santángel y a Gabriel Sánchez. A
ellos, y no a los soberanos, notificó el éxito de la empresa, en dos
cartas casi idénticas fechadas el 15 de febrero de 1493 y escritas
durante el viaje de regreso a la altura de las islas Azores. Se sirvió
de un barco rápido que estaba para zarpar de las mismas. Quería que la
noticia llegara a España antes que él. Santángel y Sánchez la
transmitieron a los Reyes Católicos. A través del segundo, vino a
divulgarse también muy pronto por toda Europa. Mandó una copia de la
carta a su hermano Juan, exiliado en Florencia para sustraerse a la
Inquisición: tras una causa de fe celebrada en Zaragoza, había sido
condenado a muerte, mas, al no poder ser hallado, la cosa se redujo a
quemarlo en efigie junto con otros judaizantes. Juan Sánchez pasó la
carta a su primo Leonardo de Coscón, asimismo marrano, quien la tradujo
al latín y la hizo imprimir: en el curso de un año, esa versión fue
objeto de nueve ediciones.
Inexplicablemente,
el viaje de descubrimiento se consideró en España asunto particular de
Isabel y de Castilla, pese a que el acuerdo con Colón había sido
suscrito por ambos soberanos y el apoyo moral y material lo habían
prestado sobre todo aragoneses como Luis de Santángel y Gabriel Sánchez,
uno y otro ministros de Aragón. A la muerte del descubridor, Fernando
el Católico autorizó a sus herederos para que se grabara en el sepulcro
aquel dístico que luego se hizo célebre:
A Castilla y a León
nuevo mundo dio Colón.
Nadie ha explicado aún de una manera plausible por qué en el primer verso se omitió la palabra Aragón.
V. AMARGO FINAL
Escrito de Rabbi Samuel con anotaciones de la mano de Colón (Biblioteca Colombina, Sevilla).
Cuando
los Reyes Católicos atacaron el reino de Granada a fin de tomar el
último baluarte musulmán en suelo español, la suerte de los judíos ya
estaba echada. Sin duda existía ya entonces un plan secreto para
«solventar» la cuestión hebrea. No obstante, a los soberanos españoles
les pareció oportuno dejarlo por lo pronto en suspenso, con miras a
sacar aún de los judíos, a través de préstamos y contribuciones, el
dinero necesario para pertrechar las tropas. Símbolo de aquella fase
turbulenta es que, entre las personas más allegadas a los soberanos,
figurasen dos tan antagónicas: el gran inquisidor Tomás de Torquemada,
que aguardaba impaciente el fin de la campaña para imponer el decreto de
expulsión, y el judío Isaac Abrabanel, que la había financiado en parte
prestando al rey elevadas sumas y cuyo máximo empeño era disuadirlo de
la ejecución de dicho decreto.
Se
conocían muy bien uno a otro y a sí mismos. Mientras Abrabanel era
consciente de los límites de su influencia, por más que a veces la
sobrevalorara, Torquemada estaba segurísimo de la propia: le respaldaba
un poder ante el que debían doblegarse incluso los príncipes de este
mundo.
A
principios de enero de 1492, los granadinos se rindieron, no sin haber
negociado previamente condiciones favorables. En la capitulación, que
comprendía más de cincuenta articúleselos Reyes Católicos garantizaban a
los moros el libre ejercicio de su fe, una jurisdicción propia, la
inviolabilidad de sus patrimonios, exención del servicio militan se
comprometían a facilitar las naves necesarias para cuantos quisieran
emigrar, así como a permitirles el regreso a España en caso de que su
nueva patria no les complaciera; y les autorizaban a sostener relaciones
con los islamitas de todos los estados del Mediterráneo. A instancia de
los negociadores moros, los numerosos judíos de Granada —donde llevaban
ya siglos conviviendo en buena armonía con los musulmanes— recibieron
en la capitulación los mismos derechos. El tratado termina así: «Nos el
rey y la reina de Castilla, de León, de Aragón, de Sicilia [...], por la
presente aseguramos y prometemos de tener y guardar y cumplir todo lo
contenido en esta capitulación, en lo que a Nos toca e incumbe realmente
y con efecto a los plazos y términos, y según en la manera que en esta
capitulación se contiene, y cada cosa y parte de ello sin fraude alguno.
Y por seguridad de ello mandamos dar la presente firmada de nuestros
nombres y sellada con nuestro sello. Fecha en el nuestro Real de la Vega
de Granada a 25 días del mes de noviembre, año 1491. Yo el Rey. — Yo la
Reina.»
A
los tres meses de tal juramento, válido también para los judíos del
reino de Granada, promulgaron los Reyes Católicos el edicto de expulsión
de todos los judíos de España (véase página 151). El 30 de abril de
1492 se pregonaba a tambor batiente por todas las plazas y mercados del
país.
De aquellos instantes críticos refieren las crónicas una dramática escena.
Isaac
Abrabanel había tomado sobre sí la ingrata misión de hacer cambiar de
idea a los soberanos. Era un hombre inteligente y culto, buen conocedor
de la historia de España. Pensó que el caso obedecía a las mismas
razones que tantos otros del pretérito: los reyes y príncipes cristianos
habían tendido a la expulsión de los judíos y a anularles todos los
derechos otrora concedidos siempre que, necesitando dinero, no podían
extraérselo por las buenas en la medida deseada. Un dicho cruel de la
Edad Media comparaba a los judíos con la hucha que uno rompe a
martillazos cuando está en un aprieto.
De
ahí que se apresurara ante todo a recolectar fondos. Por otra parte,
hizo compilar por doctos rabinos la historia de los judíos españoles,
particularmente respecto a la antigüedad de su presencia en la Península
Ibérica y a los servicios que habían prestado al país y los privilegios
que les habían sido otorgados en el curso de los siglos.
Así
pertrechado, tuvo una entrevista con los Reyes Católicos: ante Isabel,
trazó un amplio cuadro histórico a fin de demostrar que los judíos,
residentes en España desde los tiempos del rey David, no eran
extranjeros; ante Fernando, sabiendo de qué pie cojeaba, prometió
millones y entregó a toca teja 30.000 ducados.
Creía
que tales razones moverían a los monarcas a revocar el decreto,
conforme había sucedido antaño una y otra vez. Pero se engañaba. Había
olvidado en sus cálculos un factor que, a la sazón, era más decisivo que
la voluntad de los propios reyes: la Iglesia. Cuando Isabel y Fernando
aún titubeaban pero ya parecían prontos a ceder, irrumpió en la sala el
gran inquisidor Torquemada y, echando el crucifijo sobre la mesa, tronó:
«Judas Iscariote vendió a Cristo por treinta monedas de plata; vosotros
queréis hacerlo por treinta mil. He ahí el crucifijo, ¡vendedlo
también!» Y el edicto de expulsión se mantuvo en vigor.
Episodio
probablemente arreglado, pero que ejemplifica el poder de la Iglesia en
la España de aquella época, no sólo en el plano espiritual, sino
asimismo en el temporal: en nombre de la religión, imponía a todos su
autoridad, y donde no llegaba la fe, llegaban sus inmensas riquezas y el
celo fanático de sus dignatarios.
Al
igual que en nuestro siglo, a los judíos españoles de la Edad Media les
perdió un optimismo incorregible. Siempre se figuraban que, a la
postre, las cosas no serían tan graves... Cegados por su innato
optimismo —desde hace milenios, por otra parte, el quid de
la subsistencia del judaísmo—, no se apercibían de la magnitud del odio
espontánea o artificialmente acumulado contra ellos. De ahí que se
dejaran sorprender una y otra vez por los acontecimientos. Además, a
menudo conocían mucho peor su propia historia que la del pueblo con el
que convivían; y, aunque la conocieran, no sacaban de la misma las
consecuencias necesarias.
Mientras
Colón estaba ultimando los preparativos para el viaje hacia las Indias,
los judíos se aprestaban también a partir, pero por la fuerza. No
pudiendo llevar consigo sino equipaje de mano, tenían que malvender sus
posesiones, a precios más y más ruinosos. Por casas, huertos, viñas,
etc., terminaron por recibir a lo sumo un puñado de monedas de oro, que
empleaban en adquirir lo necesario para el viaje, por cuanto el edicto
de expulsión prohibía la salida de metales preciosos. Los vecinos
cristianos se apropiaban acuciosamente sus bienes inmuebles y, de darles
algo a cambio, lo hacían a título de limosna. Por otra parte, les
fueron impuestas exacciones muy onerosas para salir del país. Sólo
podían abandonarlo quienes lo pagaran. Pero nadie podía tampoco quedarse
después del término establecido. ¿Cómo liquidar sus haberes en el corto
plazo de noventa días a un precio razonable? Cuanto más que circulaban
rumores de que Isabel y Fernando procederían a repartir entre los
cristianos las «riquezas» acaparadas por los judíos —fruto, en todo
caso, del trabajo y ahorro de generaciones—; rumores infundados, ni que
decir tiene, pues los reyes no pensaban sino en su propio provecho.
El
camino de destierro de los judíos pasaba por un puerto donde fletar la
nave «salvadora»: por lo común, un barcucho largo tiempo fuera de uso
que debía remendarse precipitadamente para que pudiera aún navegar una
vez.
Un
sacerdote católico, el cronista Bernáldez, describe así el éxodo:
«Salieron de las tierras de sus nacimientos, chicos y grandes, viejos y
niños, a pie y caballeros en asnos y otras bestias, y en carretas, y
continuaron sus viajes cada uno a los puertos que habían de ir; e iban
por los caminos y campos por donde iban con muchos trabajos y fortunas,
unos cayendo, otros levantando, otros muriendo, otros naciendo, otros
enfermando, que no había cristiano que no hubiese dolor de ellos, y
siempre por do iban los convidaban al bautismo, y algunos con la cuita
se convertían y quedaban, pero muy pocos, y los rabíes los iban
esforzando y hacían cantar a las mujeres y mancebos y tañer panderos y
adufes para alegrar la gente, y así salieron de Castilla.»
En
el puerto, su calvario no había terminado. Capitanes ávidos de dinero y
sin escrúpulos les exigían por el pasaje el triple o el cuádruplo de lo
debido. Durante la navegación, los infelices tenían que pagar de
continuo por supuestos gastos. Las noticias que llegaban a la Península
eran cada vez más trágicas. Una nave fletada para ir a Turquía había
cambiado súbitamente el rumbo para llevar los judíos a África y
venderlos como esclavos; dos cautivos fueron mandados a Italia y Francia
a recaudar dinero de las comunidades hebreas para el rescate de los
demás.
En
España, la situación se agravaba de hora en hora. Algunos diferían su
partida porque esperaban aún que los conversos poderosos harían valer su
influencia. Los más, sin embargo, comprendían que los conversos mismos
estaban en peligro y debían, justamente entonces, cortar todo vínculo
con los judíos y abstenerse de interceder por ellos ante los reyes. Tal
coyuntura no dejó de ser aprovechada por la Iglesia. Sus misioneros
buscaban entre los desesperados judíos los más indecisos a abandonar el
país para ofrecerles como áncora de salvación el bautismo. Mas la suerte
de los marranos evidenciaba que con ello no habrían salido de apuros
sino a corto plazo: sólo muy pocos aceptaron la oferta de la Iglesia.
Mientras
algunos judíos creían aún en la posibilidad de un milagro, los
acontecimientos se precipitaban. A una mala noticia sucedía otra peor:
de nuevo una ciudad «depurada», fugitivos asaltados y asesinados por
bandidos; Portugal había cerrado sus fronteras y sólo dejaba entrar a
judíos ricos; el precio de los pasajes se había duplicado...
Los
últimos días en España los pasaron en los cementerios: sabiendo que ni
los muertos serian respetados, los judíos ricos pagaron grandes sumas
por el derecho a exhumar a los suyos y llevárselos consigo. El
arrasamiento de los cementerios hebraicos era una práctica usual. Aun en
la primera mitad del siglo XVII, el propio papa Urbano VIII prohibió a
los judíos erigir tumbas e hizo demoler las ya existentes para
emplearlas en la construcción de las murallas de Roma.
Claro
está, también hubo cristianos que sentían piedad por los judíos. Mas el
temor a la Inquisición determinó que sólo en casos excepcionales se
atrevieran a ayudarlos.
Los
inquisidores habían tendido a tomar más y más hombres a su servicio.
Vino así a formarse una vasta red de cómplices, una comunidad de
personas que no deseaban sino la muerte o la expulsión de todos los
judíos para librarse de los incómodos testigos de sus crímenes.
El
edicto de expulsión debía cumplirse en principio hasta el 31 de julio
de 1492, pero la reina concedió una prórroga de dos días. La medianoche
del 2 de agosto fue, pues, el término definitivo para la permanencia de
los judíos en territorio español. Por una paradoja de la Historia, Juan
Coloma, que puso su firma al lado de la de los reyes tanto en el edicto
de expulsión como en los documentos aprobatorios del viaje a las Indias,
descendía por parte de madre de judíos. El memorable 2 de agosto de
1492, cayó, según el calendario hebraico, en el gran día de duelo de
Israel, el 9 Ab, aniversario de la segunda destrucción del templo de
Jerusalén.
El
número de los judíos que habitaban entonces en España es incierto.
Resulta difícil precisarlo, pues uno no puede basarse más que en datos
fiscales incompletos, y hasta aquí sólo parcialmente estudiados. Los
cálculos de los historiadores son en extremo discrepantes. De las cuotas
que las comunidades hebraicas de Castilla debían pagar al tesoro
público por cabeza, se desprende que, en 1290, Castilla contaba con unos
800.000 judíos. Puesto que la población total del reino ascendía, al
parecer, por aquel año, a 6.000.000 de almas, los judíos habrían
representado entre la sexta y la séptima parte de la misma. Habitaban
sobre todo en las ciudades, y en Ávila, Burgos, Córdoba, Lorca, Toledo y
Valladolid eran más numerosos que los cristianos. Los bautismos
forzosos, pogroms y emigraciones de 1391 motivaron que la población
hebrea disminuyese fuertemente, como patentizan las listas de los cabeza
de familia de algunas ciudades. Pero no sabemos con exactitud hasta qué
punto, ni cuántos fueron expulsados del país, o sea, de los reinos
unidos de Castilla y Cataluña-Aragón. A ese respecto, los cálculos
oscilan ¡entre 190.000 y 800.000 individuos!
Quizá
la cifra que más se acerque a la verdad sea la de 300.000, fundada en
los testimonios de Isaac Abrabanel y Abraham Sénior. Administradores
asociados de las rentas reales, sabían hacer cuentas. Ambos aprecian que
salieron de Castilla unos 200.000, y de Cataluña-Aragón unos 100.000.
Los emigrantes se marcharon por tierra y por mar en todas las
direcciones.
Colón
no descubrió la ruta de las Indias, pese a que, tras el desembarco en
tierras americanas, así lo creyera, convicción a la que permanecería
fiel hasta el fin de su vida. Los aborígenes, a los cuales se dirigió
Luis de Torres en hebreo, como es natural no entendieron palabra. Se
desvaneció, pues, brutalmente el sueño de los judíos y conversos de que
la empresa llevaría a descubrir los países de las diez tribus de Israel.
Toda
España, en cambio, exultó. Se dibujaba en el horizonte la perspectiva
de un vasto imperio español. Los reyes agradecieron a Luis de Santángel
que hubiese salvado in extremis la
expedición. Años después, los reyes reembolsarían al favorito por
entero la suma anticipada. ¿Mas quién financió los viajes ulteriores?
Los
judíos expulsados de España «a mayor honra y gloria del Señor» habían
dejado en el país dinero en metálico y valores, bienes muebles e
inmuebles, créditos. Por decreto del 23 de noviembre de 1492, Fernando
hizo confiscar todos los haberes de los judíos, incluso aquellos que
súbditos cristianos se habían apropiado ilegalmente.
El
23 de mayo de 1493, la pareja real ordenó a Colón, almirante mayor de
la mar océana, y al arcediano de Sevilla, Juan Rodríguez de Fonseca,
encargado del armamento de la flota, que fueran a Sevilla y a Cádiz a
fin de procurarse los barcos, hombres y víveres necesarios para la
segunda expedición. El mismo día, Fernando e Isabel firmaron gran número
de despachos dirigidos a las autoridades y a los funcionarios reales de
Soria. Zamora, Burgos y otras muchas ciudades, con instrucciones de que
se incautaran de las sumas de dinero, alhajas y cosas de valor
consignadas por los judíos a sus parientes y amigos marranos, así como
de cualesquiera bienes «hallados» o ilegalmente tomados por cristianos, y
de que los cedieran luego al tesorero Francisco Pinelo, en Sevilla,
para costear los gastos de equipo de las naves expedicionarias.
Se
recaudaron así enormes cantidades de caudales y efectos. Pese a lo
incompleto de las informaciones de que se dispone, consta, por ejemplo,
que Juan de Ocampo, alcalde de Orduña, procedió a incautarse del oro,
alhajas, vestidos y otros bienes pertenecientes a un judío emigrado a
Portugal, y a ponerlos en manos del conde Alonso, mandatario de los
reyes, que tenia ordenes de venderlos y hacer entrega del producto de la
venta, a más tardar hasta el 10 de julio, a Pinelo.
Las
mismas órdenes cumplió Bernardino de Lerma, tras confiscar a Diego de
Medina, orífice de Zamora, el oro, plata y joyas que había recibido en
depósito del ejecutor real Juan de Soria, de la esposa de Diego Guiral,
de Antonio Gómez de Sevilla, de Alonso de Ledesma y del rabino Efraín,
el judío más rico de Burgos.
Por
otra parte, todas las deudas vencedoras que los expulsados no podían ya
cobrar fueron dadas por vencidas, y se exigió su pago con implacable
apremio. Al judío Benvenisto, de Calahorra, residente cuando la
expulsión en Burgos, y al opulento Efraín, varios mercaderes de
Calahorra, Burgos y alrededores les debían considerables sumas. García
de Herrera, guarda del cuerpo real, recibió la orden de cobrarlas sin
dilación, así como cuantas no hubiesen sido reembolsadas por los
acreedores judíos de dichas ciudades.
Los
inventarios que se efectuaron en tal región de los objetos
pertenecientes otrora a judíos y entonces en poder de cristianos viejos o
nuevos atestiguan a la vez la riqueza de aquéllos y la codicia de los
Reyes Católicos. Los judíos habían poseído cubiertos y candelabros de
plata, perlas, corales y una cantidad asombrosa de anillos, brazaletes,
collares, broches, ceñidores, hebillas, botones y diademas de plata e
incluso de oro, pese a que una ley prohibía a las mujeres hebreas llevar
joyas de ese metal. Para financiar el segundo viaje de descubrimiento,
Isabel y Fernando no sólo confiscaron y vendieron objetos como los
anteriores, sino aun preciosas fundas de los rollos de la Tora y
manteles de seda que habían adornado las mesas de las sinagogas.
A
buen seguro que la pareja real hizo parecidos negocios por todo el
país. De las relaciones conservadas resulta que, sólo en dinero contante
—ducados, doblones, reales, castellanos, florines, justos y cruzados—,
se ingresaron no menos de tres millones de maravedíes. Si a esa suma
añadimos los valores y créditos que se hicieron efectivos y los objetos
que se vendieron en la sola región de Burgos, la cosa asciende ya a unos
siete millones de maravedíes. O sea, cinco veces más de lo que costó el
primer viaje de Colón. La Inquisición consignó en Sevilla dos millones
de maravedíes al mercader florentino Beradi, que se ocupaba de equipar
las naves... ¿Quién podrá calcular nunca a punto fijo las ingentes
cantidades que el Santo Oficio arrebató a los judíos y judaizantes para
llenar las arcas de la Iglesia y el Estado?
De
dineros hebraicos se asignaron a Colón, por una orden de pago del 23 de
mayo de 1493, los diez mil maravedíes con que Isabel había prometido
recompensar a quien primero avistara tierra. Y el día siguiente, como
premio especial, otros mil doblones de oro.
El
milagro que algunos judíos esperaban no sobrevino. Todos debieron
abandonar España. Salvador de Madariaga escribe: «Dejaron tras sí una
España fuertemente judaizada, pero ellos, a su vez, no estaban menos
españolizados. Por eso se considerarían en el extranjero los
aristócratas del judaísmo.»
En
los lugares donde se les dio asilo, en vez de asimilarse a los
correligionarios allá establecidos desde hacía generaciones, formaron
comunidades aparte. El historiador hebreo Heinrich Graetz comenta:
«Contra todo lo previsible, se mostraron en seguida muy animosos,
entereza que, ciertamente, no les hacía olvidar los sufrimientos
padecidos, pero que los sublimaba. No bien se sintieron algo aliviados
del peso de su infinita miseria y pudieron de nuevo respirar, volvieron a
erguir la cabeza. Lo habían perdido todo, salvo un orgullo y porte
aristocrático de índole española. Y en cierto modo tenían derecho a tal
actitud. Por más que hubiesen retrocedido desde el predominio dentro del
judaísmo de la corriente oscurantista y apegada a la letra de las
escrituras religiosas y la exclusión de los altos círculos científicos;
por más que hubiese menguado su plurisecular preeminencia entre los
sabios, seguían siendo muy superiores a los judíos de los restantes
países en cultura y en temple, en una fuerza íntima que se manifestaba
en su manera de conducirse y expresarse. El amor por su patria era tan
grande, que no dejaba lugar en sus corazones para el odio contra la mala
madre que los había plantado en el arroyo. Allí donde fueron a parar,
fundaron colonias españolas o portuguesas. Llevaron consigo la lengua
castellana y la nobleza y el sentido del honor españoles a África, a la
Turquía europea, a Siria y Palestina, a Italia, a Flandes,... Donde
quiera que les condujo el viento, cultivaron con tanto amor la lengua
pura de su patria, que hasta hoy se ha mantenido casi intacta entre sus
descendientes.»
Un
número no conocido con exactitud de fugitivos recalaron en Turquía. La
buena acogida que se les dispensó indujo a emigrar también allí a
bastantes marranos deseosos de volver a profesar sin riesgos el
judaísmo. Pronto se les confiaron notables funciones en la economía del
país y en la misma corte. Se atribuyen al sultán Bayaceto II las
siguientes palabras sobre Fernando el Católico: « ¿Y llamáis sabio a un
rey que, cual Fernando, ha empobrecido su país y ha enriquecido el
nuestro?»
Ciento
veinte mil de los judíos expulsados de España se refugiaron en
Portugal. El vecino reino exigía un tributo de ocho ducados por cabeza
para el permiso de inmigración. La masa de los fugitivos se mantuvo
solidaria: los ricos pagaron por los pobres, y así todos pudieron cruzar
la frontera. Las grandes sumas ingresadas de ese modo por la Corona
portuguesa se invirtieron en las expediciones al cabo de Buena Esperanza
y al Brasil.
El
permiso limitaba el tiempo de residencia en Portugal a ocho meses. Los
judíos que al vencer ese plazo no hubiesen abandonado aún el país,
puntualizaba, serian vendidos como esclavos. Pronto hubo, pues, nuevas
emigraciones hacia distintos lugares, o gravosos pagos para aplacar los
rigores de la justicia.
El
hecho de que el otro Estado peninsular concediese asilo a los
expulsados de sus dominios irritó en gran manera a los Reyes Católicos,
sobre todo al advertir que, pese a la prohibición de llevarse oro, plata
y moneda metálica, habían podido aún salvar algo de sus fortunas en
forma de valores. Con un poco más de rigor, esos caudales habrían
permanecido en España.
En
vano intentaron valerse de su influjo sobre la Iglesia. Al pretender el
hijo del rey Manuel la mano de su hija, pusieron como condición sine qua non para
aceptarlo que se expulsara también a los judíos de Portugal; no querían
mandar a su hija a un país donde los asesinos de Cristo vivieran a sus
anchas. El rey portugués, más interesado en el enlace que por los
judíos, adoptó medidas de expulsión análogas a las españolas, con la
única diferencia de que les dio diez meses de plazo para abandonar sus
territorios, y no tres.
Ya
a fines de 1492, al propagarse la peste entre los fugitivos de España,
habían empezado a alzarse clamores contra Juan II por haber acogido a
los «malditos de Dios». De ahí que resultara impensable una prórroga del
antedicho permiso de residencia. Los infelices tuvieron de nuevo que
elegir entre la expulsión y el bautismo. A quienes optaron por emigrar
no corrieron mejor suerte que los embarcados pocos meses antes. En
ocasiones navegaban meses y meses de acá para allá sin que ningún puerto
les diese entrada. Los capitanes de las naves les aligeraban de todos
sus bienes.
Quiero
relatar aquí la historia de una de esas naves porque es característica
de aquel momento. Obligada por un temporal a fondear ante las costas de
Málaga, el obispo de la ciudad quiso aprovechar la coyuntura: día tras
día mandó a bordo a sacerdotes para que catequizaran a los desventurados
apátridas. Todos sus esfuerzos para persuadirlos, sin embargo,
resultaron inútiles: ninguno de los pasajeros accedía a bautizarse. En
vista de ello, el obispo se propuso rendirles por el hambre, y dio las
órdenes pertinentes al capitán. Por espacio de cinco días no recibieron
por comida sino la exhortación de los sacerdotes: «Bautizaos si queréis
seguir viviendo.» Por último, cien desesperados se prestaron a
«convertirse», y pudieron desembarcar —algunos en camilla— y quedarse en
España. Sólo entonces se permitió que la nave, con los restantes
judíos, prosiguiera su camino hacia África.
Peor
les fue a quienes no estaban en condiciones de pagar el pasaje.
Declarados esclavos, fueron repartidos entre los grandes del reino. Los
niños fueron arrancados de los brazos de sus padres para llevarlos a la
isla de Santo Tomé, recién descubierta, y educarlos allí en la religión
cristiana. En el instante de la separación, algunos padres se arrojaron
al mar con sus hijos.
La
gran mayoría de los judíos españoles inmigrados a Portugal optaron por
bautizarse. Estaban cansados de andar de una parte a otra. Sabían cuan
escasas eran las posibilidades de hallar acogida en otros países,
cuántas decrépitas naves fletadas a altos precios por armadores
desaprensivos se iban a pique. Les llegaban noticias de que los
capitanes de algunas vendían en África su carga humana como esclavos, de
que los corsarios apresaban otras para exigir luego de las comunidades
hebreas de Europa fabulosos rescates. Todo ello les indujo a abrazar el
cristianismo.
La
abundancia de conversiones sorprendió a la Iglesia portuguesa, que se
olió al punto una «astucia de judíos». En la vecina España ardían de
continuo las hogueras, a las que los inquisidores no cesaban de
arrastrar más y más cristianos nuevos. A diferencia de los conversos
españoles, frenados en sus carreras desde el establecimiento de la
Inquisición, los de Portugal habían disfrutado hasta entonces de plenos
derechos cívicos, emparentando con la nobleza y escalonando los más
altos cargos públicos. Les amparaban los reyes, conscientes de lo útiles
que eran al país por su saber y gran capacidad en múltiples campos.
Mas,
ahora, al acentuarse la desconfianza respecto a los conversos, la
Iglesia portuguesa, tomando por modelo a la española, instó al Papa a
que permitiese introducir también la Inquisición en Portugal. El Papa
consintió. Como primera medida, los inquisidores lusos impusieron que
todos los cristianos nuevos debían llevar caperuzas amarillas, para
mejor distinguirlos del resto de la población y controlarlos.
El
soberano español Felipe II, rey a la vez, desde 1580, de Portugal,
prescribió asimismo para los judíos que residían en sus territorios de
Italia —Milanesado, las dos Sicilias, Cerdeña— una señal afrentosa.
Desde los diez años, los varones debían llevar caperuzas, y las mujeres
brazales, ambas prendas de color amarillo. En España no tuvo necesidad
de recurrir a tal ordenanza: no quedaban judíos.
La
discriminación de los judíos contaba ya de antiguo entre las «misiones»
de la Iglesia. Una de las providencias que había tomado era obligarles a
ostentar un pedazo de tela amarilla en sus vestidos. Esa señal se
remonta al año 1215, en que el Concilio IV de Letrán, presidido por el
papa Inocencio III, decretó que los judíos, las prostitutas y los
leprosos debían singularizarse por marcas especiales en el vestido.
Los
cristianos nuevos de Portugal «convertidos» para poner fin a su eterno
errabundeo hubieron de comprobar amargamente que la elección entre
expulsión y bautismo había sido una falsa alternativa. Muchos se
pusieron de nuevo en camino hacia otras tierras, sobre todo Holanda e
Inglaterra, donde retornaron a su primitiva fe. Allá seguirían
sintiéndose judíos españoles. Como siglos después los judíos alemanes,
se mantuvieron fieles a su lengua materna. Aún hoy hablan los sefarditas
de todo el mundo en un «ladino», el castellano antiguo, muy poco
evolucionado; al igual que el jiddisch de
los judíos de la Europa central y oriental, los asquenasitas, deriva
del alto alemán medio. Por espacio de siglos, los sefarditas de Holanda
procuraron casarse entre sí, pues no querían mezclarse con los
asquenasitas. Sólo raras veces se dieron matrimonios mixtos entre ambos
grupos hebreos.
La
Iglesia no conseguía eliminar a los judíos, pese a las persecuciones y a
la reiteración de medidas discriminatorias de que los hacían objeto. El
12 de julio de 1555, por la bula Nimis Absurdum, el
papa Pablo IV dispuso que, al dirigirse un cristiano de palabra o por
escrito a un judío, no debía darle el título de «señor».
En
virtud de un decreto real, en las tierras recién descubiertas por Colón
no podían establecerse judíos ni cristianos nuevos que, ya ellos
mismos, ya sus antecesores, hubieran comparecido alguna vez ante el
tribunal del Santo Oficio. Aun así, y pese a que pronto se puso de
manifiesto que en las Indias Occidentales no se encontraban los
legendarios países hebreos, pasaron a ser, y seguirían siendo durante
siglos, meta de emigración de los perseguidos marranos: esperaban que
allá iba a resultarles más fácil desprenderse del lastre religioso que
se les había impuesto y de esa forma volver a practicar la fe de sus
mayores.
Hace
pocos años se exhumó en la Biblioteca Nacional de París una carta de
1510 olvidada hasta la fecha. Este documento, además de ilustrar acerca
de la situación jurídica de los marranos de Sevilla, contiene una nómina
de trescientas noventa familias marranas residentes en la ciudad que,
al comprometerse a pagar a la Corona la suma de 80.000 ducados, habían
quedado eximidas de las sanciones que de otra forma habrían recaído
sobre ellas por ser descendientes de reos de fe.
Desde
1481, los descendientes de personas penitenciadas, o siquiera
encausadas por la Inquisición, estaban privados de los derechos comunes a
los otros ciudadanos. Los decretos reales del 4 y el 21 de septiembre
de 1501 prohibieron a los hijos y nietos de los mismos ocupar cargos
públicos, ostentar títulos honoríficos, emigrar al Nuevo Mundo o
reclamar la restitución de sus patrimonios. Por largo tiempo, tales
ordenanzas permitirían a los monarcas españoles ir sacando grandes sumas
de los cristianos nuevos —a menudo ricos— mancillados por sus
antecesores.
Dicha
carta de 1510, publicada en 1963 en el «Bulletin Hispanique» por C.
Guillen y de autenticidad indudable, acrece sobremanera nuestros
conocimientos sobre la ciudad de Sevilla y sus habitantes. Puesto que
muchos de los miembros de las trescientas noventa familias que menciona
emigraron después a América, constituye asimismo una fuente de enorme
importancia para establecer la genealogía de las clases altas y la
nobleza de los países latinoamericanos.
El
terrible pogrom de 1391 había diezmado la población hebrea de Sevilla.
Parte de los judíos supervivientes se expatriaron; otros se
convirtieron. El vacío económico que se produjo fue llenado por la
venida de numerosos italianos, en particular genoveses, quienes, a
diferencia de los españoles, no despreciaban el comercio. Se instalaron
en la antigua judería. De ahí que una de sus principales arterias pasara
a llamarse calle de Génova; habitaban también en la misma muchos
conversos ricos, sus socios o rivales en el tráfico mercantil. Ya en el
siglo XV, Sevilla era una ciudad cosmopolita, compuesta de dispares
grupos étnicos. Nadie ha valorado aún como es debido ese hecho, tampoco
en lo tocante al origen de Colón, pese a que tales vínculos entre
italianos y hebreos, de estudiarse a fondo, resultarían quizá muy
instructivos.
Tras
la expulsión de los restantes judíos en 1492, acudieron a Sevilla
nuevos contingentes de italianos, entre ellos el florentino Américo
Vespucci, quien participó en varias expediciones españolas y portuguesas
a las Indias Occidentales. Describiría después sus viajes con pluma
ágil, a lo periodista. Los lectores de sus publicaciones empezaron a
denominar el continente por él descrito «tierra de Américo», nombre que,
en la forma de América, haría fortuna, bien injustamente.
Fernando
el Católico fue un maestro en el arte de sacar tajada de quienes
descendían de víctimas de la Inquisición. Para llenar las arcas de la
Corona, no tuvo reparo en expulsar a los de algunas áreas e igualarlos a
los demás súbditos, incluso en cuanto a emigrar al Nuevo Mundo. En ese
sentido emitió varias disposiciones. Conforme a la primera, del 8 de
diciembre de 1508, los marranos de los arzobispados de Sevilla y Cádiz
debían pagar a cambio de tales mercedes 20.000 ducados. Mas antes de
transcurrir un año, el 10 de octubre de 1509, extendió el alcance del
decreto a tres localidades de las cercanías de Huelva: Lepe, Ayamonte y
La Redondela, y exigió 40.000 ducados. El 15 de junio de 1511 volvió a
doblar el tributo, dejándolo en 80.000 ducados. De esta última fase
procede la carta de las trescientas noventa familias marranas. Para
recaudar dicha suma, el rey designó a uno de los más viles familiares
del Santo Oficio, Pedro de Villacis, que se había hecho ya un nombre en
Sevilla por su falta de escrúpulos. Claro está, los marranos no podían
desembolsar de una vez tamaña cantidad de dinero: se comprometieron a
pagarla en cuatro anualidades.
Los
funcionarios de la Inquisición se aplicaron a sabotear la orden del
rey, sobre todo porque entre los privilegios concedidos a los marranos
figuraba el de restituirles los bienes embargados por el tribunal
eclesiástico. De ahí que surgieran un cúmulo de dificultades y de quejas
y recursos, que entorpecieron por espacio de décadas la ejecución del
convenio-chantaje. El asunto siguió aún coleando bajo Carlos I, quien
mantuvo como exactor a Pedro de Villacis, pese a todas las acusaciones
de que fue objeto: por su experiencia e inflexibilidad, resultaba
insustituible. Ni los inquisidores ni los monarcas querían dar su brazo a
torcer. Al fin, sin embargo, Carlos V tuvo que emitir algunos decretos
conciliatorios, una de cuyas estipulaciones fue limitar a dos años el
permiso de residencia en América para los marranos.
En
1505, cuando la Iglesia, expulsados ya los judíos, concentraba sus
esfuerzos contra los judaizantes, el embajador de Venecia en España
mandó al dux un informe sobre la situación del país. En ese documento
—que se halla en la colección de actas diplomáticas de la República de
Venecia— se justifica la actividad del Santo Oficio, entre otras razones
por representar los marranos, según el embajador, un tercio de la
población urbana española.
Otra preciosa fuente informativa sobre las familias de los marranos penitenciados es el escrito conocido por Libro verde de Aragón. Se
publicó en 1574, a fin y efecto de que los cristianos viejos supieran
quién era quién y no emparentaran con descendientes de reos de fe.
Registra los nombres de centenares de familias de distintas ciudades
aragonesas mancilladas por tal motivo. Lista que no puede considerarse
exhaustiva.
Cuando
impera un régimen discriminatorio, las víctimas procuran eludir la
represión por todos los medios, legales o ilegales. Así ha sido y será
siempre. Con o sin permiso, multitud de marranos españoles emigraron en
el curso del siglo XVI a ultramar. Al fin, habiendo adquirido ya el
fenómeno grandes proporciones, las autoridades cayeron en la cuenta de
que una parte considerable de quienes se iban a las Indias compraban las
licencias para hacerlo a funcionarios venales, u obtenían certificados
de limpieza de sangre gracias a falsos testimonios. De ahí que, por
decreto del 3 de octubre de 1539, prohibieron terminantemente a todos
los conversos partir hacia el Nuevo Mundo.
Los
conversos seguían estando con el dogal alrededor de la garganta. Eran,
para el vulgo, los eternos culpables del hambre, la miseria y hasta el
mal tiempo; en una palabra, los cabezas de turco de todas sus
desventuras. Iras, ni que decir tiene, alimentadas y encauzadas por el
Santo Oficio. En 1518, Francisco de Alcázar, Diego de las Casas y otros
conversos de Sevilla, valiéndose de algunas influencias en Roma,
recabaron del Papa que instara a los inquisidores a moderarse. Mas las
amonestaciones pontificias, como de costumbre, no surtieron ningún
efecto. La Iglesia española se consideraba y era casi autónoma respecto
de Roma, en virtud de una tradición plurisecular y de los derechos y
privilegios obtenidos por los Reyes Católicos. El nombramiento de
obispos, por ejemplo, competía a los soberanos, que siempre rechazaron
bruscamente cualquier tentativa de injerencia del Papa.
Desde 1941, el Archivo General de Indias de Sevilla viene publicando un Catálogo de Pasajeros a Indias. Resulta
muy instructivo confrontar los nombres que se leen en el registro del
año 1509 con los de la carta arriba mencionada. Citaré aquí algunos de
los más notorios.
Pedro del Alcázar: se trata de un antepasado del poeta Baltasar del Alcázar. Alemán: como bien se sabe, el novelista Mateo Alemán descendía de conversos. Bernal: familia muy significativa entre los conversos: aún en 1655 se quemó vivo en Córdoba a un Manuel Núñez Bernal. Franco: en
la carta de 1510 figuran tres familias así apellidadas (las de un
Francisco, un Diego y un Rodrigo); Franco es un nombre hebreo muy
corriente en los siglos XV, XVI y XVII; recuérdese la causa seguida en
Ávila en 1491 contra los miembros de otra familia Franco, condenados a
la hoguera por homicidio ritual. Las Casas: se
cree que perteneció a esa familia Bartolomé de las Casas, el biógrafo
de Colón; fue también un apellido corriente entre los judíos y conversos
de España y de Italia: las dificultades que aquél tuvo en Sevilla al
regresar de América, ¿se debieron tan sólo a sus valerosas denuncias de
los malos tratos a los «indios», o asimismo a la circunstancia de que
llevaran su mismo apellido ciertos italianos empeñados simultáneamente
en combatir a la Inquisición?; valdría la pena estudiar a fondo ese
punto: según se ha dicho más arriba, si, en efecto, tanto él como Colón
descendían de judíos, es probable que al escribir la historia del
descubridor se esmerara en evitar toda imprudencia. Las Roelas: miembro de esa familia debió ser el pintor Juan de las Roelas. López: apellido igualmente de otro conocido pintor sevillano, Francisco López Caro.
En
1642, gran número de emigrantes hebreos se dirigieron al Brasil,
dominado a la sazón por holandeses, con los que los judíos colaboraron
en la defensa de la colonia contra Portugal, luchando y subviniedo a los
gastos militares. Al capitular, los holandeses exigieron para los
judíos como para sí mismos el derecho de permanecer en el Brasil. Sin
embargo, el nuevo gobernador portugués se apresuró a ordenarles que
abandonaran de inmediato el país. Parte de los judíos volvieron a los
Países Bajos: otros se establecieron en la Guayana holandesa. Según una
tradición, otros aún pasaron a instalarse en la ciudad de Nueva
Ámsterdam, la actual Nueva York, cuya comunidad hebrea, la más nutrida
del mundo, traería ya sus orígenes de ellos.
Por
la paz de Westfalia de 1648, España tuvo que conceder a holandeses,
ingleses y franceses plena libertad de navegación por aguas de las
Indias Occidentales y derechos temporales a establecerse en esos
territorios. Se trasladaron entonces a los mismos, como extranjeros
tolerados, judíos de los Países Bajos, Inglaterra y Francia. Entre ellos
había numerosos marranos. Se establecieron sobre todo en Nueva Granada,
la actual Colombia. Sus descendientes crearon las bases para las luchas
de liberación contra España y la independencia, papel del que todavía
hoy quedan vestigios. Está probado que son de linaje hebreo muchas
familias de las capas altas de Sudamérica y Centroamérica. Regiones
enteras tienen una impronta judaica. Así, de los 800.000 habitantes de
la provincia colombiana de Antioquia, los que no son aborígenes
descienden de conversos españoles; tienen mucho en común con los xuetes de Mallorca; su dialecto se caracteriza por modismos peculiares también del ladino hablado por los sefarditas.
Los
judíos españoles establecidos tras la expulsión en los países árabes,
especialmente en Turquía, aplicaron su influencia a impedir que ninguna
nave española pudiese atracar en los puertos del Mediterráneo oriental.
Por otra parte, la economía hispánica fue boicoteada a lo largo de
siglos por los hebreos de los Países Bajos, Inglaterra e Italia, donde
los emigrantes de la Península Ibérica no tardaron en desempeñar un
notable papel en el naciente capitalismo, sobre todo en el comercio de
ultramar, y contribuyeron de un modo decisivo a la expansión económica
de sus nuevas patrias. Los marranos de Inglaterra tomaron parte en las
expediciones contra las colonias españolas. Los rabinos anatematizaron a
España. Pronto la hegemonía mundial de los Austria, en virtud de la
decadencia económica, fue cosa del pasado.
Mientras
que, en España, la Inquisición logró borrar toda huella del judaísmo,
salvo algunos pequeños residuos en la isla de Mallorca —los xuetes—,
en Portugal sus medidas no resultaron tan eficaces. En las regiones
septentrionales de Tras-os-Montes y Beira, en Belmonte, Covilhà, Castelo
Branco, Braga y, particularmente, Oporto, la tradición marrana subsiste
todavía hoy. Los descendientes de aquellos a quienes se forzó al
bautismo han conservado diversidad de ritos judaicos. Celebran —sin
atenerse siempre al calendario hebreo— el sábado y el Jom Kippur, la
Pascua y el día de ayuno de Ester...
A
menudo, apenas ponían los pies en las lejanas tierras que venían
alimentando de antiguo sus esperanzas, los judíos y conversos se
encontraban con las mismas dificultades que en la Península. Numerosos
marranos portugueses huyeron a la India. Allá, a miles de millas de
distancia de la corte, los reyes lusos tenían un enclave, Goa. Pronto
empezaron a arder también en ese territorio las hogueras, y muchos de
los que se habían establecido en el mismo para poder practicar
libremente su verdadera fe debieron pagar con la vida su ingenuidad.
Entre el sinfín de actas inquisitoriales conservadas en la metrópolis,
se hallan, por ejemplo, las relativas a la causa contra la familia de un
famoso médico de Goa, García da Orta. Ya finado, al confesar sus
descendientes en el tormento la perseverancia de todos en el judaísmo,
se desenterró su cadáver para quemarlo junto con los cuerpos vivos de
aquéllos.
También
en el Nuevo Mundo se entregaron hombres a las llamas. El mayor auto de
fe tuvo lugar en Lima el 23 de enero de 1639, mas tales espectáculos
sanguinarios se dieron asimismo en el Brasil, Chile, México...
España
implantó en su imperio ultramarino un régimen severísimo. No
castigándose los actos de violencia contra la población indígena, los
conquistadores y ocupantes perpetraron inenarrables excesos. Las Indias
tenían que pasar a ser tierras católicas. De ahí que se prohibiera
viajar a aquella parte del reino, además de a los judíos y conversos, a
cualesquiera infieles y a los protestantes. Para convertir a los indios,
ya en 1493 fueron escogidos doce sacerdotes, experimentados servidores
de la Inquisición que habían mandado a la hoguera a muchos reos de fe, y
al frente de ellos Bernardo de Buyl, antiguo superior de los ermitaños
del monasterio de Montserrat, a quien el Papa nombró vicario apostólico
de las Indias Occidentales.
Los
obispos de las nuevas posesiones españolas, que no tan sólo debían
velar por la salud espiritual de los inmigrantes, sino ante todo ganar
nuevas almas para la Iglesia, no tardaron en ser designados inquisidores
por el rey: entre los inmigrantes, resultó haber multitud de marranos,
que tendían a romper los vínculos con aquélla para retornar al judaísmo.
Más tarde, los obispos inquisidores debieron también combatir a
luteranos y calvinistas.
Pronto
menudearon los autos de fe contra indios. Los acusados no entendían la
lengua de sus acusadores. Si bien para quemarlos no se necesitaba
intérprete, el ritual exigía confesiones. Sometidos a tormento, los
indios «confesaban» en una lengua tan ininteligible para los españoles
como lo era el castellano para ellos. Un detalle baladí, pues se trataba
tan sólo de atenerse a las formalidades establecidas en España. Por lo
demás, la capacidad de inventiva de los verdugos rayó, también en
América, a gran altura: se descubrieron, y se experimentaron en los
indios, aparatos de suplicio desconocidos hasta entonces.
¡Y
pensar que los aborígenes del Nuevo Mundo, en virtud de ciertos mitos y
leyendas, habían considerado al principio a los hombres blancos como
hijos del cielo!
Otra
idea de los conquistadores fue hacerse mandar de la patria perros de
caza que, especialmente adiestrados, seguían el rastro de los indios
fugitivos y, al alcanzarlos, los mataban a dentelladas. Indio muerto,
indio bueno. Se establecieron granjas a propósito para su cría y
adiestramiento. Algunos de esos animales llegaron a gozar entre los
españoles de tanta fama como hoy los toreros, hasta el punto de
inmortalizarse sus nombres. El más célebre de todos fue «Becerrico».
Los
indios se incluyeron en el inventario de las tierras conquistadas. A la
Administración española no le interesaba sino extraer de ellos el
máximo jugo. Se les obligó a ceder cuanto poseían: oro, comestibles,
algodón, y a trabajar en un régimen de semiesclavitud. Quien trabajaba a
gusto de sus amos recibía en pago una chapa de latón que debía llevar
siempre al cuello como distintivo de buena conducta.
Cuando
el padre Las Casas, llevado por el afán de mejorar la suerte de los
indios, denunció algunas de esas brutalidades, le ocurrió lo que a todos
los hombres generosos que abogan por la justicia: se atrajo las iras de
sus conciudadanos.
Mencionemos
aún lo sucedido con las hojas de una planta que los aborígenes de las
islas del Caribe adonde llegó Colón llamaban «tabaco». Parece que Luis
de Torres y Rodrigo de Jerez fueron los primeros en observar la práctica
de fumarlas. Colón no concede a la misma ninguna importancia en la
relación de su viaje, mas sus naves importaron a Europa tal «bendición».
Al advertir los españoles que para los indios era un apreciadísimo
placer —el único que les quedaba tras su sometimiento—, crearon algo que
después se extendería y arraigaría en todo el mundo: la industria y el
monopolio del tabaco. Prohibieron a los indios cultivarlo libremente;
sólo les permitían fumar tras la entrega de una parte de su cosecha.
Muchos
autores e investigadores, sobre todo en el siglo pasado, han intentado
demostrar que los aborígenes de América descienden de hebreos. Hoy,
gracias a nuestro mejor conocimiento de la América precolombina, sabemos
que no existen pruebas concretas de relaciones entre unos y otros, ni
tampoco testimonios científicamente fundados de que pasaran a
establecerse en aquella parte del mundo miembros de las diez tribus de
Israel.
El
interés por el tema arranca ya del propio descubrimiento. Puesto que
los expedicionarios esperaban hallar hebreos en las tierras
descubiertas, que tenían por asiáticas, no es de extrañar que algunos
españoles se aplicaran muy pronto a buscar paralelismos entre sus
habitantes y el pueblo de Israel. Tales semejanzas, y las consecuencias
que implicarían, han seguido siendo materia de debate por espacio de
siglos, y siguen siéndolo aún hoy.
El primero en llamar la atención al respecto fue el padre Las Casas en la Historia general de las Indias, donde
expone un cúmulo de observaciones sobre los indios y sus costumbres. El
historiador español del siglo XVII, Antonio Montesinos, que residió
también largo tiempo en el Nuevo Mundo, en Lima, y poseyó los
manuscritos del docto obispo Luis López de Quinto, estaba convencido de
que los peruanos eran de ascendencia hebrea. El mismo origen atribuyó
Gregorio García en 1607 a los primitivos pobladores de toda América, y
más tarde, en 1650, el inglés Thorowgood. Opinión compartida por el
judío portugués Manases Ben Israel, que desempeñó el ministerio de
rabino en Ámsterdam y persuadió a Cromwell para que los judíos fuesen
readmitidos en Inglaterra. Habiéndole informado un marrano portugués de
Villaflor —el cual, curiosamente, se llamaba Montesinos como el
susodicho escritor, nombre que cambió por el de Aron Levi— acerca de
ciertos contactos personales en Sudamérica con miembros de las diez
tribus de Israel, publicó un opúsculo en el que trata de fundamentar tal
testimonio. El escrito vino a despertar un interés tan grande, que
apareció en cinco lenguas: latín, castellano, holandés, inglés y hebreo.
La
tesis de la ascendencia israelita de los indios fue también sustentada
por el fundador de la secta de los mormones, Joseph Smith, en un
voluminoso estudio aparecido en 1823. Santiago Pérez Junquera lo tradujo
al castellano en 1881. Lord Kingsborough consagró buena parte de su
vida y de su patrimonio a intentar demostrarla reuniendo y publicando
una serie de documentos americanos.
Debemos
aún mencionar al sacerdote español Roldan, quien llega a idénticas
conclusiones en un memorial manuscrito, y hasta ahora inédito, que se
conserva en la Biblioteca de San Pablo, de Sevilla.
Las
observaciones de los participantes en los sucesivos viajes de
descubrimiento, y más tarde las crónicas de exploradores y misioneros,
incitaron a dichos estudiosos, y a otros muchos, a ocuparse del
problema. Vinieron a comprobar así gran número de paralelismos en las
concepciones y prácticas religiosas de ambos pueblos: la creencia en el
más allá, la institución del sacerdocio, las profecías, la
interpretación de los sueños, los sacrificios rituales, el día de
reposo, el sábado... Constataron también rasgos comunes en los mitos y
el orden social, particularmente en el derecho consuetudinario. Tanto
entre los hebreos como entre los indios regían normas afines sobre la
adopción, el matrimonio y los manjares prohibidos.
En
apoyo de su tesis, Roldan aduce ante todo la lengua de los nativos de
Haití, Cuba, Jamaica e islas vecinas, que presenta extrañas analogías
con el hebreo. Cuba, Haití y otras islas del Caribe tomaron su nombre de
los primeros jefes de las tribus nómadas que las descubrieron y
poblaron. Según Roldan, Cuba y Haití son palabras de origen hebraico, al
igual que ciertos nombres de ríos y personas. Así, haina derivaría de ain («fuente»),
Yones de Jonás, Yaque de Jacob, Urés de Unas, Siabao de Seba, Maisi de
Myosi. También el nombre de algunos utensilios indios y el de los silos
para maíz y otros cereales, el de las pequeñas balsas con que navegaban (cansas) y el de la pimienta (axi) denotarían parentesco con la lengua hebrea.
A
la luz de otras investigaciones, no obstante, más que el idioma, avalan
la hipótesis de un origen común las creencias, ceremonias y ritos.
Entre los preceptos de los indios figuraban el de hacer frecuentes
abluciones en ríos o manantiales, no tocar a un muerto, no beber sangre,
observar ciertos días de ayuno, desposar a las viudas sin hijos de sus
hermanos. También como los israelitas, ofrecían las primicias de las
cosechas a su Dios depositándolas bajo árboles frondosos en la cumbre de
altas montañas, tenían templos y un objeto sagrado que llevaban consigo
en las campañas guerreras.
En
la base de la religión de los indios y hebreos hallamos la misma
creencia en un solo Dios todopoderoso. Cierto es que, en las
representaciones indias del ser supremo, los fenómenos de la naturaleza
desempeñaban un papel muy importante. Mas las diez tribus nómadas de
Israel, como todos los pueblos primitivos, debieron concebir asimismo el
mundo llenándolo de entes sobrenaturales. Probablemente esté ahí la
causa de los múltiples nombres dados a Dios en la Biblia. Y el Dios de
los hebreos, tal y como se manifestó al pueblo de Israel en el monte
Sinaí, era también un dios de la tempestad, del trueno y del relámpago.
En
el Antiguo Testamento se mencionan a menudo lugares santificados por
sueños o sucesos especiales. Los israelitas acostumbraban a erigir allí
un monolito. Análogos «lugares santos» existieron entre los indios; sino
que, en vez de singularizarlos con columnas, lo hacían con pilas de
piedras.
Para
los indios, las almas de los muertos se reunían con las de sus
predecesores en el «campamento de los antepasados»; también los judíos
creen en una convivencia con los predecesores tras la muerte. Según
ambas concepciones religiosas, los suicidas no tendrían acceso al reino
de los padres.
Quizá
las analogías más notables estén en los ritos religiosos enraizados en
la vida cotidiana: el nacimiento de un niño, el acto de ponerle nombre,
el primer corte de pelo, la entrada en la virilidad, el casamiento, la
curación de males y enfermedades, las labores agrícolas, la pesca... La
coincidencia respecto a los criterios sobre la contaminación y
purificación es casi absoluta. Las mujeres indias debían vivir en
tiendas aparte en los períodos en que se las consideraba impuras:
durante la menstruación y los tres meses siguientes al parto; conforme a
las leyes levíticas, también las hebreas debían permanecer separadas de
sus maridos tras dar a luz un hijo, ochenta días si era niña, y
cuarenta si era niño. Hebreos e indios consideraban impura por siete
días la habitación o tienda de un muerto.
Las
semejanzas en cuanto al sacerdocio parecen asimismo manifiestas. Así,
en las grandes solemnidades, ambos pueblos preferían el blanco. De tal
color eran las pieles de macho cabrío, las perlas y los mocasines de los
chamanes indios, y los utensilios sacros de los antiguos sacerdotes
hebreos.
El
significado del tótem se corresponde con el del Arca de la Alianza.
Ésta, como se sabe, consistía en un caja de madera que nunca debía tocar
el suelo, por lo que se la transportaba en andas. En la guerra, los
israelitas la llevaban en el centro de su ejército: lo mismo hacían los
indios con el tótem.
De
las cuatro fases de la Luna resulta una división del tiempo en meses.
Lo íntimamente unidos que iban luna nueva y sábado para los israelitas
se patentiza en el hecho de que los días de luna nueva fuesen fiestas
religiosas. También entre los indios tenían gran importancia las
ceremonias de plenilunio.
Ciertas
leyendas indias son muy semejantes a los más antiguos mitos israelitas.
Dejemos aquí de lado el del diluvio, común, en una forma u otra, a
todas las religiones. Algunos estudiosos han descubierto estrechas
analogías entre la narración bíblica de la vida de Moisés y las epopeyas
americanas sobre Michabo, Josheka y Manaboscho. También en América se
contaba una historia sobre doce hermanos cuyo benjamín era el más
querido del padre. Según otra leyenda, una mujer, al huir de una aldea
destruida, se habría transformado en cierta columna de piedra que se
halla a orillas del Misisipí: compárese con el caso de la mujer de Lot,
transformada en estatua de sal. En los relatos sobre las migraciones
indias se habla a menudo de una vara que precedía a la tribu mostrándole
el camino y se detenía en el lugar idóneo para hacer alto: ese palo
maravilloso recuerda la columna de fuego que guió a los israelitas por
el desierto. «No te harás imágenes de tu Dios», dice la Biblia. Conforme
a una tradición americana, el hombre que ve a Dios lo paga con la vida.
Cuando se leen a los indios pasajes del Antiguo Testamento, suelen
evocarles sus propias leyendas. Las tribus de Israel tomaban animales
por emblema. Lo mismo hacían los indios: cada clan tenia determinado
animal como tótem.
El
orden social de los habitantes de la América precolombina tiene muchos
elementos en común con el de los israelitas en tiempos de los Jueces.
Las normas penales indias coincidían con las hebraicas, entre otros
puntos, en lo que respecta a la venganza de sangre y a las reparaciones
en dinero. Tanto unos como otros contaban con «sagrados», lugares de
refugio donde los delincuentes no podían ser detenidos. En ambos pueblos
existió una especie de derecho de asilo.
Los
antiguos israelitas probablemente no desconocían la práctica del
tatuaje, toda vez que el Levítico (19, 28) la prohíbe. En uno y otro
pueblo, las tierras eran propiedad de la tribu. Tampoco los judíos
podían ingerir ciertos alimentos: por ejemplo, la carne de los animales
representados en el tótem de su tribu.
Citemos,
por último, un paralelismo sorprendente en las usanzas relativas al
matrimonio: una viuda india no tenía derecho a volver a casarse sin el
consentimiento expreso de su cuñado. Que sepamos, esa costumbre no ha
existido en ningún otro pueblo del mundo.
Eso
dicen, en sustancia, las obras publicadas hasta aquí sobre el tema. Una
compilación completísima de las anteriores a nuestro siglo se halla en
el libro de Mallery Garrick titulado Israelitas e indios: paralelismos etnográficos. Claro
está, todas las religiones, en sus formas primitivas, presentan
semejanzas. Mas, en este caso, el carácter de las mismas —objeto de gran
número de estudios y de vivas controversias desde hace casi cinco
siglos— induce a no excluir la posibilidad de que miembros de las diez
tribus de Israel llegaran al continente americano por Alaska, cruzando
el mar de Bering tras un largo peregrinaje a través de Asia. En 1970, un
investigador noruego, Thor Heyerdahl, alcanzó el mar Caribe en una
barca de papiro. Ha demostrado así que hombres del Próximo Oriente
pudieron también llegar en la antigüedad a América surcando el Pacifico,
por rudimentarias que fuesen sus naves.
En
agosto del mismo año 1970, Cyrus H. Gordon, profesor de arqueología
mediterránea en la universidad Brandéis de Nueva York, hizo un
descubrimiento sensacional. En el Smithsonian Institute de Washington
había una piedra, hallada en 1886 en un túmulo funerario de Bat Creek
(Tennessee), con una enigmática inscripción. Fotografiada del revés,
venia creyéndose que el texto estaba escrito en la lengua de los cherokee. Gordon,
tras apercibirse del error, pudo descifrarlo a partir del hebreo: «Para
la tierra de Judá». Se caracteriza por ciertos signos que aparecen
también en antiguas monedas israelitas. A juicio de Gordon, se grabó
unos mil años antes del viaje de Colón. Bat Creek es la reserva de la
tribu india de los melungeons, que
tienen la piel de color claro y, según opinan muchos, rasgos de una
raza caucasoide. El hecho despertó gran interés en los Estados Unidos, y
dio nueva actualidad a una cuestión que merece ser investigada más a
fondo.
Mientras
existió la Inquisición, la vida de los conversos que no abandonaron
España fue siempre precaria. Y las hogueras siguieron ardiendo, a la vez
que el país iba decayendo y empobreciéndose más y más.
La
Inquisición española, obra común de los soberanos temporales y
espirituales del reino, estuvo alerta a fundamentar sus medidas
represivas en un cúmulo de preceptos y reglas que les confiriesen un
sello de legalidad. A los detentadores del poder les importaba no dar
ejemplo de desorden a las masas.
Al
principio, la Inquisición se dirigió preferentemente contra
descendientes de judíos, contra conversos a quienes se acusaba de
judaizar. Mas, antes ya de acabar del todo con los mismos, se apresuró a
buscarse otras víctimas. Los tribunales civiles no podían condenar sin
pruebas a las personas no gratas. Cuando las hogueras y las huidas y
emigraciones condujeron a una gran escasez de marranos, la Inquisición
se aplicó a juzgar a cuantos españoles parecieran amenazar el orden
establecido, por eminentes que fuesen. Entre otras muchas
personalidades, comparecieron ante el tribunal eclesiástico los santos
Juan de Ribera. Teresa de Ávila, Ignacio de Loyola y Francisco de Borja,
la reina de Navarra, los príncipes Enrique de Borbón y otros.
De hecho, la Inquisición española introdujo en la historia el principio cuius regio, eius religio: fue un instrumento para forjar la plena unidad confesional del país.
Inmediatamente
después de la expulsión de los judíos, el papel de chivo expiatorio
recayó sobre los moriscos, que descendían de islamitas forzados al
bautismo y se comportaban de un modo análogo a los marranos: eran una
inofensiva comunidad musulmana, el último vestigio del gran imperio
peninsular moro. La capitulación de Granada, con ocasión de lo cual los
Reyes Católicos habían jurado respetar la libertad y los derechos
cívicos de los musulmanes y judíos de aquel reino, quedó pronto en letra
muerta. Ya a los pocos meses, los monarcas violaron los puntos del
tratado relativos a los judíos. La presencia de los moriscos en suelo
español se consideraba como una mancha para la pureza racial y la unidad
e integridad del país. A un pogrom seguía otro. Se les achacaban, como
antes a los marranos y judíos, monstruosos crímenes, en particular
homicidios de niños cristianos, las inundaciones, la caída de un
meteorito, la presencia de un león... Tras obligar a los musulmanes a
abrazar la fe cristiana por todos los medios, incluso el de las más
crueles torturas, se les continuó martirizando so pretexto de
reincidencia en el error e hipocresía. El cardenal de Toledo pidió
permiso al Papa para formar «comandos de ejecución» que dieran muerte a
los moriscos quemándolos. Esa demanda fue justificada por un sacerdote
de Valladolid con el argumento de que respondía al sentir unánime del
pueblo español. Al fin, el problema morisco se solucionó también por vía
de expulsión. Los musulmanes españoles, con todo, no legaron a la
posteridad como los judíos la historia de su martirio: menos tenaces en
oponerse a los perseguidores, se olvidaron de ir registrando dicho
patrimonio de sufrimientos.
Si
a la expulsión de los judíos no siguió al punto una catástrofe
económica, fue gracias a los marranos, ocupados en las mismas
actividades. De ellos dependió al principio la mayor parte del trafico
comercial con las Indias Occidentales. Ahora bien, las personas de
ascendencia hebrea que habían permanecido en España tras 1492, obligadas
a practicar el cristianismo, continuamente humilladas y vigiladas, no
pensaban sino en abandonarlo cuanto antes. A lo largo de todo el siglo
XVI, su afán por pasar a las tierras del Nuevo Mundo resultó
incontenible. Tal hecho ocasionó una inexorable decadencia económica. El
historiador hebreo Simón Dubnow escribe: «El pueblo, habituado al
espectáculo sanguinario de los autos de fe, cayó en la barbarie: las
costumbres se hicieron cada vez más brutales; las salutíferas semillas
de la religión fueron abogadas por la superstición y el fanatismo. El
país floreciente del renacimiento judeo-árabe se convirtió en un
desierto de monjes.»
Económicamente,
la Inquisición llevó a España al borde del abismo. Debieron abandonar
el país un millón y medio de personas. Los españoles de sangre limpia no
eran capaces de ejercer los oficios y profesiones en que se habían
especializado los judíos y marranos, los moros y moriscos. España fue
invadida por aventureros de todas las partes de Europa que pasaron a
ocupar las plazas vacantes, convencidos de que se trataba de minas de
oro. Claro está, ningún bien podían hacer a la agónica economía
española. Su único aspecto positivo era una fe cristiana ostentada a
toda costa. Pero ese factor no cuenta para las leyes de la economía.
La
Inquisición duró en Europa 344 años. El número total de sus víctimas
debe ascender a cientos de millares. Tal y como fue practicada en
España, donde la Iglesia se sentía más superior aún que en el resto de
la cristiandad a las otras confesiones, no tiene paralelo en la
Historia: el tribunal eclesiástico subsistió hasta 1834, persiguiendo
incluso las sombras de los infieles. Largo tiempo después de la partida
del último judío, la pequeña nobleza continuaba desdinerándose para
obtener certificados de limpieza de sangre, y la burguesía haciendo gala
de menospreciar el comercio, la industria y las artes, antiguos feudos
de los judíos. Tal actitud fue una de las causas principales del
empobrecimiento y declive del país, otrora tan rico y poderoso.
Siglos
antes, la Inquisición se había propuesto eliminar a los judíos para dar
a España nuevo ímpetu. Si bien no consumó plenamente sus propósitos,
infinidad de personas inocentes sufrieron martirio y muerte. En los
documentos y libros que he consultado figuran a veces ilustraciones de
la época que patentizan las atrocidades cometidas. Ninguna de las
víctimas del tribunal eclesiástico, con todo, ha sido rehabilitada.
Hasta hoy, la Iglesia no ha considerado necesario rehabilitar a aquellos
seres humanos que, en su nombre, fueron injustamente decapitados,
descuartizados, quemados vivos, atormentados de un modo que sólo un
cerebro enfermo podría hacerse una idea. Ya sé que sería imposible
revisar una por una tantos millares de causas. Debiera hacerse, no
obstante, con las más significativas, como memento para el futuro, y
asimismo para probar que la Iglesia se desentiende de todos aquellos
monstruosos crímenes. Pero la Iglesia nunca lo hará. En los últimos
años, cuando se propuso una revisión del proceso de Galileo para que
también ella reconociese su error, Roma dio la callada por respuesta.
La
lucha de la Iglesia contra los judíos empezó hace casi dos milenios. A
lo largo de cientos y cientos de años, fluyeron de los pulpitos todos
los domingos y fiestas de guardar torrentes de odio. Se excitó a los
fieles con palabras, panfletos, bulas pontificias, libros..., como si la
Iglesia no tuviese más enemigo que los judíos. A los torrentes de odio
siguieron pronto torrentes de sangre. Hubo alguno que otro papa —en
particular durante las cruzadas— que se asustaron de la magnitud de las
acusaciones hechas a los judíos y de las crueldades de que fueron
objeto; mas casi siempre sus esfuerzos moderadores resultaron inútiles:
era ya tarde para conjurar los espíritus evocados por la propia Iglesia.
Aun
en nuestro siglo, ante el calvario de los judíos, muchos sacerdotes
católicos no reaccionaron sino con palabras «misericordiosas» de este
tenor. «Es la voluntad de Dios», o «Israel fue elegido, y los elegidos
tienen que sufrir, sufrir para el bien de la humanidad...». Y los hubo
que siguieron considerando sus sufrimientos como el justo castigo por
los que sus antepasados habían hecho padecer a Cristo. Esos ministros de
la Iglesia no se acordaban, o no querían acordarse, de que, según la
doctrina de la misma, Cristo derramó su sangre para reconciliar a Dios
con los hombres: el perdón nunca puede degenerar en maldición. El
profesor de la Universidad de Jerusalén, Joseph Klausner, escribe: «En
todo caso, los judíos, como pueblo, son mucho menos responsables de la
muerte de Jesús que los griegos, por ejemplo, de la de Sócrates. ¿Y a
quién se le ocurriría hoy vengar la muerte del griego Sócrates en sus
conciudadanos? Por la muerte de Jesús, en cambio, viene tomándose
venganza de los judíos desde hace mil novecientos años: la han pagado
con ríos de sangre, ¡y las represalias perduran aún en la actualidad!»
Los
cristianos, ciertamente, no han aprendido más de la Historia que los
otros hombres. En la antigua Roma fueron ellos las víctimas de falsas
acusaciones y de una intolerancia bestial. No importaba que hubiesen
delinquido o no personalmente. El solo hecho de profesar el cristianismo
bastaba para torturarlos y entregarlos a las fieras o a las llamas.
¿Qué lección sacaron de tal experiencia? A los pocos siglos, los
descendientes de los perseguidos tratarían a los judíos con idéntica
intolerancia y crueldad. En el curso de la Edad Media, miles de judíos
debieron pagar con la vida delitos imaginarios: profanaciones de
hostias, envenenamiento de pozos, homicidios rituales. ¿Descendían sus
verdugos de los mártires del tiempo de Nerón? ¿No habían sido judíos
bautizados la mayor parte de aquellos cristianos que iban al lugar del
suplicio entonando cánticos?
La
Iglesia toleró, cuando no fomentó, que las creencias religiosas, o,
mejor dicho, una caricatura de las mismas, se convirtieran en un arma
homicida en manos de fanáticos y codiciosos. Esos grupos sembraron un
odio tal, que a la fuerza tenía que dar por fruto el asesinato, el
genocidio. Voluntaria o involuntariamente, olvidaron que Jesucristo
había venido al mundo como judío. Aniquilando a los judíos, ¿querían
quizá borrar toda huella del origen humano de aquél?
Se
persiguió a los judíos por amor de la cruz. Mas ésta se había
convertido para muchos cristianos en un mero signo: la llevaban, y han
seguido llevándola hasta aquí, los judíos.
Un
hombre sabio y bondadoso, el papa Juan XXIII, comprendió muy bien qué
actitud debía adoptar la Iglesia tras Auschwitz. Consciente de las
monstruosidades perpetradas en el curso de la Historia contra los judíos
en nombre de Cristo tomando pie de su crucifixión, se esforzó por poner
fin al antisemitismo cristiano. La muerte prematura de aquel gran Papa
diferirá probablemente por espacio de generaciones el cumplimiento de
sus propósitos: la fórmula en que los tradujo en definitiva el concilio
Vaticano II, obra personal de Juan XXIII, no es más que una solución a
medias, un compromiso condicionado por intereses políticos y la
oposición de parte del clero.
La
oración de penitencia que escribió poco antes de morir testifica de un
modo categórico qué pensaba sobre las relaciones entre la Iglesia y el
judaísmo:
«Confesamos
ahora que, durante siglos y siglos, nuestros ojos han padecido tal
ceguedad, que ya no veíamos la belleza de Tu pueblo elegido y no
reconocíamos en su cara los rasgos de nuestro hermano primogénito.
Sabemos que está marcado sobre nuestras frentes el signo de Caín. Siglos
y siglos ha vertido sangre y lágrimas Abel porque nosotros olvidamos Tu
amor. Perdónanos la maldición que injustamente echamos contra el nombre
de los judíos. Perdónanos que, maldiciéndoles, Te crucificáramos por
segunda vez. Porque no sabíamos lo que hacíamos...»
EPÍLOGO
Con
la expulsión de los judíos, la economía española no entró precisamente
en una edad de oro. Pronto advirtieron los gobernantes del país que, en
1492, por culpa de la Iglesia, se había cometido un error histórico
garrafal. De ahí que, ya en el siglo XVII, apuntara una política
favorable al retorno de los judíos a España. A pesar de lo cual, la
actitud de la Iglesia continuó siendo la de siempre, ya que ésta tenia
más fuerza que las mismas leyes económico-políticas. El retorno de los
judíos fue impedido una y otra vez por los inquisidores, en activo hasta
1834.
Ahora
bien, de un modo o de otro, las tendencias liberales del siglo XIX
terminaron por atravesar las fronteras de España. Cuantas más libertades
tuvieron que ser reconocidas a sus habitantes, y, sobre todo, cuantas
más se tomó la «élite» intelectual, tanto más menudearon los intentos de
replantear el capítulo de la historia patria que había finalizado con
el decreto de expulsión de los judíos. Por último, la nueva Constitución
de 1869 lo abrogó.
Andando
el tiempo, volvieron a establecerse judíos en España, e incluso a
constituir comunidades, entre otras las de Madrid (1910). La guerra
civil frustró o retardó una serie de medidas
favorables a los judíos que la República se proponía adoptar. Con todo,
en 1940, pese a la vinculación con las potencias del Eje, el gobierno
franquista hizo realidad un proyecto de la República: se fundó en Madrid
el Instituto Arias Montano, para investigar y dar a conocer por medio
de publicaciones la historia de los sefarditas.
Ya
en los años veinte, durante la dictadura de Primo de Rivera, se ofreció
la ciudadanía española a todos los judíos que pudieran demostrar un
origen sefardí. Al principio sólo pocos hicieron uso de tal derecho.
Mas, cuando la persecución del Tercer Reich llegó a los Balcanes, los
sefarditas que habitaban allí buscaron el amparo de los diplomáticos
españoles. Veinticinco mil judíos fugitivos de distintos países de
Europa escaparon de las garras de la Gestapo refugiándose en España,
cuyo gobierno, haciendo oídos sordos a exhortaciones y amenazas, se negó
siempre a entregarlos.
España
es un país de contrastes. Mientras una localidad de Valladolid sigue
llamándose aún hoy Castrillo de Matajudíos, en Hervás se rebautizó a una
de las principales calles con el nombre de «Vía de la amistad
judeo-cristiana».
Archiveros
españoles me han confirmado que, en las ciudades donde otrora
residieron judíos, numerosas familias hacen investigar su genealogía.
Aunque ello resulta caro, son felices si pueden constatar que tienen
sangre hebrea: los conversos que se quedaron en España tras 1492
ocupaban altos cargos, eran ricos y estaban emparentados con la nobleza.
Al
presente, el pueblo español simpatiza por lo común con los judíos. Sin
embargo, los judíos que viven en España se comportan como si no
sintiesen tal bienquerencia. Algunos tratan de ocultar su identidad:
acusan aún el «shock» de lo acaecido hace casi quinientos años, y temen,
instintivamente, que se les reconozca.
Las
esperanzas que los judíos, marranos y conversos habían depositado en el
viaje de Colón resultaron vanas. Colón no dio con ningún territorio en
que habitaran o reinaran hebreos. El gran navegante —convencido hasta el
fin de sus días de haber desembarcado en islas próximas al continente
indio— descubrió, con todo, un nuevo mundo, que atrajo de manera muy
especial a quienes eran perseguidos en el viejo. A él afluyeron por
espacio de siglos los judíos y marranos, pese a las interdicciones de
los reyes españoles y portugueses. La libertad de que esperaban
disfrutar allí les animaba a afrontar cualquier riesgo. Querían
desamarrarse de la vieja Europa, aquella Europa que sólo les había
procurado acusaciones y sufrimientos. En las nuevas tierras esperaban
poder iniciar una vida nueva y crear para sus hijos un mundo muy
distinto a aquel en que habían nacido ellos.
A
la vez que los judíos, emigraron a las Indias Occidentales numerosos
luteranos, calvinistas y miembros de otras sectas perseguidos también
por la Iglesia. Posteriormente, perseguidos políticos de los más
diversos países de Europa. Tenían todos un fin común: olvidar las
penalidades sufridas y rehacer su existencia en el continente recién
descubierto y casi deshabitado.
La
«operación Nuevo Mundo», iniciada con el viaje de Colón, no se acabó
con el término del mismo. América se convirtió en una nueva patria para
los apátridas y perseguidos. Para los judíos, sobre todo, seria, a lo
largo de casi cuatrocientos cincuenta años, la tierra prometida, un
verdadero refugio, hasta que, en nuestros días, la constitución del
Estado de Israel ha venido a colmar las esperanzas de tantas
generaciones de hombres humillados y perseguidos, de las víctimas de la
Inquisición... Israel es hoy para los judíos lo que se esperaba en la
Edad Media de los legendarios territorios de las diez tribus: una patria
adonde acogerse, un poder político protector. Hace realidad un sueño
dos veces milenario.
ANEXO
TEXTO DEL EDICTO GENERAL PARA LA EXPULSIÓN DE LOS JUDÍOS DE ARAGÓN Y DE CASTILLA
(31 de marzo de 1492)
«Don
Fernando y doña Ysabel, por la gracia de Dios, Rey y Reyna de Castilla,
de León, de Aragón, de Sicilia, de Granada, de Toledo, de Valencia, de
Galicia, de Mallorca, de Sevilla, de Cerdeña, de Córcega, de Murçia, de
Jahén, de los Algarves, de Algeceras, de Gibraltar, de las Islas de
Canana, conde y condesa de Barcelona, e señores de Vizcaya, e de Molina,
duques de Athenas y de Neopatria, condes de Ruisellón y de Cerdaña,
marqueses de Oristán y de Goçiano. Al principe don Juan, nuestro muy
caro y muy amado fijo. y a los infantes, prelados, duques, marqueses,
condes, maestres de las órdenes, priores, ricos ómens, comendadores,
alcaydes de los castillos e casas fuertes de los nuestros reynos y
señoríos; y a los concejos, corregidores, alcaldes, alguaziles, merinos,
cavalleros, scuderos, officiales y ornes buenos de la muy noble y muy
leal cibdad de Toledo y de las otras cibdades, villas y logares de su
arçobispado y de los otros arzobispados y obispados y diócesis de los
dichos nuestros reynos y señoríos: y a las aljamas de los judíos de la
dicha cibdad de Toledo y de todas las dichas cibdades y villas y logares
de su arzobispado y de todas las otras cibdades y villas y logares de
los dichos nuestros reynos y señoríos, y a todos los judíos y personas
singulares dellos, assí varones como mujeres, de cualquier edad que
sean; y a todas las otras personas de cualquier ley, stado, dignidad,
preheminencia e condición que sean, a quien lo deyuso en esta nuestra
carta contenido atanye e atanyer puede en cualquier manera, salud y
gracia.
»Bien
sabedes o devedes saber que, porque nos fuésemos informados que en
estos nuestros reynos havía algunos malos christianos que judaizavan y
apostatavan de nuestra santa fe cathólica. de lo qual era mucha causa la
comunicación de los judíos con los christianos, en las cortes que
fezimos en la cibdad de Toledo el año pasado de Mil e CCCCLXXX años,
mandamos apartar a los dichos judíos en todas las cibdades e villas e
logares de los nuestros reynos y señoríos, y dalles judería e lugares
apartados, donde biviesen, sperando que con su apartamiento se
remediaría; e otrosí hovimos procurado y dado orden como se fiziese
inquisición en los dichos nuestros reynos, la qual, como sabeys, ha más
de dose años que se ha fecho y faze, y por ellos se han fallado muchos
culpantes, segund es notorio; y, segund somos informados de los
inquisidores y de otras muchas personas religiosas eclesiásticas y
seglares, consta y parece el gran daño que a los christianos se ha
seguido y sigue de la participación, conversación y comunicación que han
tenido y tienen con los judíos, los quales se prueva procurar siempre,
por quantas vías y maneras pueden, de subvertir y subtraer de nuestra
santa fe cathólica a los fieles christianos, y los apartar della y
atraherles a su dañada creencia y opinión, ynstruyéndolos en las
cerimonias y observancias de su ley, faziendo ayuntamiento, donde les
leen y enseñan lo que han de creer y guardar segund su ley, procurando
de circuncidar a ellos y a sus fijos, dándoles libros por donde rezassen
sus oraciones, y declarándoles los ayunos que han de ayunar,
ayuntándose con ellos a leer y enseñar las estorias de su ley,
notificándoles las pascuas antes que vengan, avisándoles de lo que en
ellas han de guardar y fazer, dándoles y levándoles de su casa pan
centeno y carnes muertas con cerimonias, ynstruyéndoles de las cosas de
que se han de apartar, assí en los comeres como en las otras cosas, por
observancia de su ley, persuadiéndolos en quanto pueden que tengan y
guarde la ley de Moysén, faziendo les entender que no hay otra ley ni
verdad salvo aquélla; lo qual todo consta por muchos dichos y
confesyones, assí de los mismos judíos, como de los que fueron
pervertidos y engañados por ellos; lo cual ha redundado en gran daño,
detrimento y obprobio de nuestra santa fe cathólica.
»Y
como quiera que de mucha parte desto fuymos informado antes de agora, y
conoscimos que el remedio verdadero de todos estos daños e
inconvinientes eslava en apartar del todo la comunicación de los dichos
judíos con los christianos y echarlos de todos nuestros reynos, quisimos
nos contentar con mandarlos salir de todas las cibdades y villas y
lugares del Andaluzía, donde paresía que havían fecho mayor daño,
creyendo que aquello bastaría para que los de las otras cibdades y
villas y lugares de los nuestros reynos y señoríos cessasen de fazer y
cometer lo susodicho; y porque somos informados que aquello, ni las
justicias que se ha fecho en algunos de los dichos judíos, que se ha
fallado muy culpantes en algunos de los crimines e delitos contra
nuestra santa fe cathólica, non bastan para entero remedio, para obviar y
remediar como cese tan grand obprobio y ofensa de la fee y religión
christiana, porque cada día se falla y parece que los dichos judíos
crecen en continuar su malo y dañado propoósito, donde biven y
conservan, y porque non hayan lugar de más ofender a nuestra santa fe,
así en los que fastaquí Dios ha querido guardar, como en los que cayeron
y se enmendaron y reduxieron a la Santa Madre Yglesia, lo qual, segund
la flaqueza de nuestra humanidad y astucia y suggestión diabólica, que
continuo nos guerrea ligeramente, podría acaescer, si la causa principal
desto non se quita, que es echar los dichos judíos de nuestros reynos; y
porque, quando algún grave y detestable crimen es cometido por algunos
de algún collegio e universidad, es razón quel tal collegio e
universidad sian disolvidos y anichilados, y los menores por los mayores
y los unos por los otros punidos, y que aquellos que pervierten el bien
y honesto bivir de las cibdades y villas y por contagio pueden dañar a
los otros sean expellidos de los pueblos, y aun por otras más leves
causas, que sean en daño de la república, quanto más por el mayor de los
crímenes y más peligroso y contagioso, como lo es éste, por ende nos,
con consejo y parecer de algunos perlados y grandes y cavalleros de
nuestros reynos y de otras personas de sciencia y conciencia de nuestro
conseio, haviendo havido sobrello mucha deliberación, acordamos de
mandar salir todos los dichos judíos y judías de nuestros reynos, y que
jamás tornen ni buelvan a ellos nin a alguno dellos.
»E
sobrello mandamos dar esta nuestra carta; por la qual mandamos a todos
los judíos y judías, de cualquier edad que sean, que biven e moran e
stan en los dichos nuestros reynos y señoríos, asy los naturales dellos
como los non naturales, que en cualquier manera y por cualquier causa
hayan venido y stan en ellos, que, fasta en fin del mes de julio primero
que viene deste presente año, salgan todos de los dichos nuestros
reynos y señoríos, con sus fijos e fijas e criados e criadas e
familiares judíos, assi grandes como pequenyos, de cualquier edad que
sean, en non sean osados de tornar a ellos, nin de estar en ellos nin en
parte alguna dellos, de bivienda ni de paso, nin en otra manera alguna,
so pena que, si non lo fizieren e cumplieren asy, e fueren fallados
star en los dichos nuestros reynos y señoríos o venir a ellos en
cualquier manera, incurran en pena de muerte y confiscación de todos sus
byenes para la nuestra cámara y fisco, en las quales mismas penas cayan
e incurran por ese mismo fecho y dicho, syn otro proceso, sentencia, ni
declaración; y mandamos y defendemos que ninguna nin algunas personas
de los dichos nuestros reynos, de cualquier stado, condición o dignidad
que sean, non sean osados de recebir, ni receptar, nin acojer, ni
defender, ni tener, pública ni secretamente, judío ni judía, pasado el
dicho término de fin de julio en adelante, para siempre jamás, en sus
tierras, ni en sus casas, ni en otra parte alguna de los dichos nuestros
reynos y señoríos, so pena de perdimiento de todos sus bienes, vasallos
y fortalezas y otros credamientos, y otrosí de perder qualesquiere
mercedes que de nos tengan, para la nuestra cámara y fisco.
»E
porque los dichos judíos y judías puedan, durante el dicho tiempo fasta
en fin del dicho mes de julio, mejor disponer de sí e de sus bienes y
haziendas, por la presente los tomamos e recebimos so nuestro seguro e
amparo e defendimiento real, e los aseguramos a ellos y a sus bienes
para que, durante el dicho tiempo, fasta el dicho día fin del dicho mes
de julio, puedan andar y star seguros y puedan vender, trocar y enajenar
todos sus bienes, muebles y rayzes, y disponer dellos libremente a su
voluntad; y que durante el dicho tiempo non les sea fecho mal, nin daño,
nin desaguisado alguno, en sus personas ni en sus byenes, contra
justicia, so las penas en que caen e incurren los que quebrantan nuestro
seguro real; y asymismo damos licencia y facultad a los dichos judíos y
judías que puedan sacar fuera de los dichos nuestros reynos y señoríos
sus bienes y haziendas, por mar y por tierra, con tanto que non saquen
oro, nin plata, nin moneda amonedada, ni las otras cosas vedadas por las
leyes de nuestros reynos, salvo mercaderías, que non sean cosas vedadas
o en cambios. E otrosí mandamos a todos los concejos, justicias,
regidores, cavalleros, scuderos, oficiales e ornes buenos de las dichas
cibdades e villas e logares de los nuestros reynos e señoríos, y a todos
nuestros vassallos, subditos y naturales dellos, que guarden y cumplan e
fagan guardar e cumplir esta nuestra carta e todo lo en ella contenido,
e den e fagan dar todo el favor y ayuda para que ello fuere menester,
so pena de la nuestra merced y de confiscación de todos sus bienes e
oficios para la nuestra cámara e fisco.
»E
porque esto pueda venir a noticia a todos e ninguno pueda pretender
ynorancia, mandamos que esta nuestra carta sea pregonada públicamente
por las plaças y mercados y otros lugares acostumbrados desas dichas
cibdades, villas y logares, por pregonero o ante scrivano público. Y los
unos ni los otros non fagades nin fagan ende al, por alguna manera, so
pena de la nuestra merced e de perdimiento de sus oficios e confiscación
de todos sus bienes para nuestra cámara e fisco. E más mandamos al omne
que les esta nuestra carta mostrare, que les emplaze que parezcan ante
nos en la nuestra corte, doquier que nos seamos, del día que las
emplazare fasta quinze días primero siguientes, so la dicha pena; so la
qual mandamos a qualquier scrivano público, que para esto fuere llamado,
que de ende, al que la signare, testimonio, signado con su signo,
porque nos sepamos en como se cumple nuestro mandado. Dada en la cibdad
de Granada, treynta e uno de mes de Marzo, año del Nas5Ímeinto de
Nuestro Salvador Jesucristo de mil quatroçientos e noventa e dos.
»Yo
el Rey. — Yo la Reyna. — Yo Juan de Coloma, secretario del Rey e de la
Reyna nuestros señores, la fiz screvir por su mandado.
«Símiles fuerunt expedite pro ómnibus ciutatibus regnorum Castelle.»
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Título original: Segel der Hqffhung (Die geheime Mission des Christoph Columbus) Traducción:
Jaume Costas Dirección de la colección: Virgilio Ortega © 1973 by Opera
Mundi, París © 1973 by AYMÁ, S.A. EDITORA, Barcelona © Por la presente
edición. Ediciones Orbis, S.A. EDICIONES ORBIS, S.A.
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