La abominación desoladora y Flavio Josefo
A continuación, presentamos algunas de las
citas más importantes relacionadas con los acontecimientos que desembocaron en la
destrucción de Jerusalén en el año 70 d. C. y cómo fueron interpretados por el
historiador judío Flavio Josefo en su libro “Las guerras de los judíos”.
El cumplimiento del oráculo referente a
la destrucción de la cuidad de Jerusalén y del templo
En efecto, existía un antiguo oráculo de hombres inspirados por
Dios que decía que la ciudad sería tomada y que el Templo sería quemado por la
ley de la guerra, cuando estallara la discordia interna y manos de la
propia patria profanaran el santuario de Dios. Los zelotes, a pesar de que
habían creído en estas profecías, se convirtieron ellos mismos en los artífices
de su cumplimiento.[1]
¿Quién no conoce los escritos de los antiguos profetas y el oráculo
sobre esta desgraciada ciudad que ahora está a punto de cumplirse? Vaticinaron su conquista en el preciso momento en que alguien iniciase
la matanza de sus compatriotas. ¿Y no está ahora la ciudad y todo el Templo
repletos de vuestros cadáveres? Dios, el propio Dios, es el que trae, junto con
los romanos, el fuego purificador y arrasa una ciudad llena de tantos crímenes».[2]
Señales
antes de la destrucción del Templo
En aquel entonces engañaron
al pueblo personajes embusteros y que falsamente te decían hablar en nombre de
Dios. No prestaron atención ni creyeron en las señales evidentes que anunciaban
la futura destrucción, sino que no entendían las advertencias de Dios, como si
hubiera caído un rayo sobre ellos y carecieran de ojos y de espíritu. Fue
entonces cuando sobre la ciudad apareció un astro, muy parecido a una espada, y
un cometa que permaneció allí durante un año. Esto también había tenido lugar
antes de la revuelta y de que se iniciaran las actividades bélicas, cuando,
reunido el pueblo para la fiesta de los Ácimos, el día ocho del mes de Jántico,
en la hora nona de la noche brilló durante media hora una luz en el altar y en
el Templo con tanta intensidad que parecía un día claro. Para los no entendidos
esto era una buena señal, mientras que los escribas sagrados lo interpretaron
de acuerdo con los acontecimientos inmediatamente posteriores. Por otra parte,
en la misma fiesta, una vaca, que era llevada al sacrificio, parió un cordero
en medio del Templo. A la sexta hora de la noche se abrió ella sola la puerta
oriental del Templo exterior, que era de bronce y tan pesada que por la tarde a
duras penas podían cerrarla veinte hombres y que además estaba reforzada con
cerrojos de hierro y con estacas clavadas profundamente en el suelo del umbral,
que estaba hecho totalmente de un solo bloque de piedra. Los guardianes del
Templo fueron corriendo a comunicárselo a su comandante, que subió y apenas
tuvo fuerzas para cerrarla. De nuevo a los ignorantes esta señal les pareció
muy favorable, pues para ellos era Dios el que les había abierto la puerta de
los bienes. Sin embargo, los entendidos pensaron que la seguridad del Templo se
había venido abajo por sí misma y que la puerta se abría como un regalo para
los enemigos, y así entre ellos interpretaron la señal como un indicio
evidente de destrucción. Después de la fiesta, no muchos días más tarde, el
veintiuno del mes de Artemisio, se vio una aparición sobrenatural mayor de lo
que se podría creer. Creo que lo que voy a narrar parecería una fábula, si no
lo contaran los que lo han visto con sus ojos y no estuvieran en consonancia
con estas señales las desgracias que acaecieron después. Antes de la puesta de
sol se vieron por los aires de todo el país carros y escuadrones de soldados
armados que corrían por las nubes y rodeaban las ciudades. Además, en la fiesta
llamada de Pentecostés los sacerdotes entraron por la noche en el Templo
interior, como tienen por costumbre para celebrar el culto, y dijeron haber
sentido en primer lugar una sacudida y un ruido, y luego la voz de una
muchedumbre que decía: «Marchémonos de aquí».[3]
Los
presagios de Jesús, hijo de Ananías, sobre la destrucción del Templo
Pero más terrible aún que
esto fue lo siguiente: un tal Jesús, hijo de Ananías,
un campesino de clase humilde, cuatro años antes de la guerra, cuando la
ciudad se hallaba en una paz y prosperidad importante, vino a la fiesta, en la
que todos acostumbran a levantar tiendas en honor de Dios, y de pronto se puso
a gritar en el Templo: «Voz de Oriente, voz de Occidente, voz de los cuatro
vientos, voz que va contra Jerusalén y contra el Templo, voz contra los recién
casados y contra las recién casadas, voz contra todo el pueblo». Iba por
todas las calles vociferando estas palabras de día y de noche. Algunos
ciudadanos notables se irritaron ante estos malos augurios, apresaron a Jesús y
le dieron en castigo muchos golpes. Pero él, sin decir nada en su propio favor
y sin hacer ninguna petición en privado a los que le atormentaban, seguía dando
los mismos gritos que antes. Las autoridades judías, al pensar que la actuación
de este hombre tenía un origen sobrenatural, lo que realmente así era, lo
condujeron ante el gobernador romano. Allí, despellejado a latigazos hasta los huesos,
no hizo ninguna súplica ni lloró, sino que a cada golpe respondía con la voz
más luctuosa que podía: «¡Ay de ti Jerusalén!». Cuando Albino, que era
el gobernador, le preguntó quién era, de dónde venía y por qué gritaba aquellas
palabras, el individuo no dio ningún tipo de respuesta, sino que no dejó de
emitir su lamento sobre la ciudad, hasta que Albino juzgó que estaba loco y lo dejó
libre. Antes de llegar el momento de la guerra Jesús no se acercó a ninguno de
los ciudadanos ni se le vio hablar con nadie, sino que cada día, como si
practicara una oración, emitía su queja: «¡Ay de ti Jerusalén!». No
maldecía a los que le golpeaban diariamente ni bendecía a los que le daban de
comer: a todos les daba en respuesta el funesto presagio. Gritaba en especial durante
las fiestas. Después de repetir esto durante siete años y cinco meses, no
perdió su voz ni se cansó. Finalmente, cuando la ciudad fue sitiada, vio el
cumplimiento de su augurio y cesó en sus lamentos. Pues, cuando se hallaba haciendo
un recorrido por la muralla, gritó con una voz penetrante: «¡Ay de ti, de
nuevo, ciudad, pueblo y Templo!». Y para acabar añadió: «¡Ay también de
mí!», en el momento en que una piedra, lanzada por una balista, le golpeó y al
punto lo mató. Así entregó su alma, mientras aún emitía aquellos presagios. Si
uno reflexiona sobre estos hechos, se dará cuenta de que Dios se preocupa de
los hombres y de que él anuncia a su raza de todas las formas posibles los
medios de salvación, y que, sin embargo, ellos perecen por su demencia y por la
elección personal de sus propias desgracias.[4]
El
juicio de Dios contra la rebelde Judá
Creo que Dios, que había
decidido la destrucción de la ciudad, ya contaminada, y que quería purificar
con fuego el santuario, quitó de en medio a los que estaban consagrados y
amaban al Templo. A los que poco antes habían
llevado las vestiduras sagradas, habían presidido el culto universal y habían
sido venerados por gente que de todo el mundo había venido a la ciudad, se los
veía tirados, desnudos, para servir de comida a perros y bestias salvajes.[5]
Es importante
señalar que Flavio Josefo no era cristiano y que, por lo tanto, no escribe en favor
del cumplimiento de las profecías relacionadas con el juicio que aconteció dentro
de su generación, a fin de presentar una apología sobre la veracidad de las
palabras de Jesús. Josefo simplemente narró lo sucedido y lo interpretó a la
luz de su conocimiento del Antiguo Testamento, el que profetizaba la destrucción
de Jerusalén en Daniel 9:24-27.
El libro “Las guerras de los judíos” no es
un libro de inspiración divina, sin embargo, el mismo testifica sobre la
veracidad de la abominación desoladora, al confirmar el cumplimiento del
destino o fin de la ciudad de Jerusalén y del templo, según fuera anunciado por
Jesús. De la misma manera, 1 y 2 de Macabeos presentan el cumplimiento sobre el
cuerno pequeño descrito en Daniel 8 y 11, dentro del periodo de dominio griego
sobre Jerusalén, aunque dichos libros no sean reconocidos como divinamente
inspirados por Dios.
Es difícil entender cómo un libro tan
importante desde el punto de vista histórico, concerniente a los acontecimientos
que dieron paso a la destrucción de Jerusalén en el primer siglo, sea tan poco
estudiado por aquellos que pretenden entender con sinceridad lo tocante al
cumplimiento de las palabras de Jesús sobre su generación.
Cuando os persigan en esta ciudad, huid a la otra; porque de cierto
os digo, que no acabaréis de recorrer todas las ciudades de Israel, antes
que venga el Hijo del Hombre. (Mateo 10:23)
Porque el Hijo del Hombre vendrá en la
gloria de su Padre con sus ángeles, y entonces pagará a cada uno conforme a sus
obras. De cierto os digo que hay algunos de los que están aquí, que no
gustarán la muerte, hasta que hayan visto al Hijo del Hombre viniendo en su
reino. (Mateo 16:27-28)
para que venga sobre vosotros toda la
sangre justa que se ha derramado sobre la tierra, desde la sangre de Abel el
justo hasta la sangre de Zacarías hijo de Berequías, a quien matasteis entre el
templo y el altar. De cierto os digo que todo esto vendrá sobre esta
generación. (Mateo 23:35-36)
Así también vosotros, cuando veáis todas
estas cosas, conoced que está cerca, a las puertas. De cierto os digo, que no
pasará esta generación hasta que todo esto acontezca. (Mateo 24:33-34)
Jesús le dijo: Tú lo has dicho; y además
os digo, que desde ahora veréis al Hijo del Hombre sentado a la diestra del
poder de Dios, y viniendo en las nubes del cielo. (Mateo 26:64)
Lo exhortamos a leer el libro “Las guerras
de los judíos” de Flavio Josefo, para que pueda llegar a sus propias
conclusiones sobre el cumplimiento de la profecía más larga e importante de Jesús
en los evangelios. En otras palabras, a la profecía pronunciada por Jesús en el
Monte de los Olivos.
Por: Pastor Gilberto Miguel Rufat
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